Ruta del Vino de los Arribes del Duero… y del aceite y los burros
El ‘viajero asombrado’ sabe que lo mejor de los destinos suele estar en los márgenes de las guías y que el mejor viaje es aquel en el que se acaba imponiendo el interés humano. De lo más relevante que me ha pasado en los últimos meses ha sido descubrir el margen llamado Arribes del Duero acompañado de Óscar Checa y Hernando Reyes más la buena gente que allí vive demostrando su amor a la tierra y a las buenas costumbres. La Ruta del Vino Arribes permite empatizar con un territorio tomando como guía la cultura y el mundo del vino. Ríos, bodegas, gastronomía, historia, cañones fluviales, paisajes que han servido de escenografía de películas míticas como ‘Doctor Zhivago’, fauna y flora autóctona, burros salvados de la desaparición, aceite, vino, mermelada, pueblos repoblados y el imponente alimoche, un buitre también en peligro de extinción, como símbolo. Con el verano, ‘El Asombrario’ retoma sus viajes.
Esta Ruta del Vino Arribes transcurre por el territorio del Parque Natural Arribes del Duero, entre las provincias de Salamanca y Zamora, y cuenta con unos 180 km2 de cañones fluviales que, en contraste con la penillanura, han generado, desde hace siglos, un microclima ideal para el cultivo de viñedos. Su ubicación fronteriza, alejada de los núcleos urbanos, le confiere un punto de “fuera del mundo” con el que irremediablemente se está muy de acuerdo. Un respiro en los confines de Castilla y León con vistas a Portugal. Un remanso cobijado entre cañones de granito y rocas metamórficas –eso son los arribes, arribas o arribanzos– que perfilan el río Duero.
Liliana Fernández, gerente de la Ruta del Vino Arribes, nos esperaba en la presa de Almendra, una obra de ingeniería hidroeléctrica construida en el curso inferior del río Tormes con una panorámica desmesurada, perfecta antesala del otro balcón natural, el balcón de Pilatos, en Villarino de los Aires, que nos mostró tras levantar con una mano el peso del Teso de San Cristóbal y visitar la ermita de San Cristóbal que, junto con la orquídea avispina, dan valor a este santuario rupestre.
Las panorámicas desde Villarino de los Aires (pueblo en el que, por cierto, nació el gran poeta José-Miguel Ullán, un portento) permiten otear los confines de las fronteras y Portugal; aunque para vistas imponentes nada como el mirador del Fraile, en Aldeadávila de la Ribera. Asomado al abismo en el punto más alto del cañón del Duero, uno entiende que el paisaje es el mejor escaparate de la relación entre la naturaleza y los quehaceres humanos. El concepto tiempo se desvanece y uno no se cansa nunca de mirar la perfección de la naturaleza. Parece que estos cañones se hayan inventado precisamente para esto, para liberar por fin al pensamiento y que cobre vida la fuerza ingrávida de las horas, el teatro de luces y sombras a lo largo del día y la cortesía de la palabra acantilado. Pocos lugares además resultan tan fotogénicos como este balcón asomado a un vacío que lo tiene todo.
También tiene lo suyo comer en El Rollo de Vilvestre, uno de esos restaurantes de los que se sale con el corazón cargado como un revólver del Lejano Oeste y ante cuyas especialidades no conviene asustarse: alubiones, chuletón, vino (con DO Arribes, por supuesto)… Incontestables virtudes de una comida sincera orquestada por el buen hacer de Mamen Rodríguez. Este, y también el restaurante España, en Fermoselle, con la cocina a cargo de Mar Marcos, son lugares que dan sentido a las celebraciones en toda la provincia, a los que se llama el sábado temblando por si no hay mesa para el domingo y que transmiten el poder balsámico de la abundancia. Cualquier distancia entre la comida y su evocación en el futuro será bienvenida.
Buen aceite y San Felices
Nada se escribe cuando pasa, los viajes se vuelcan en la página como se pinta un recuerdo, dándole la vuelta al reloj de arena de la memoria. Buen rollo también es el que desprende Loli Sánchez, responsable de la almazara Aceiteros del Águeda, que nos introdujo sin dobles tintas en la importancia del aceite en la zona a partir de la primera almazara ecológica de Castilla y León. Para explicar el modus operandi y el empeño por no perder tradiciones, Loli dice cosas que uno apunta en la libreta asintiendo: “Si a donde no te llaman vas, suspirando volverás”. Zapatero a tus zapatos. Este tipo de microcosmos de naturalidad ayuda al viajero a hacerse una composición de lugar y de sabor, la danza sencilla del saber popular. La variedad zorzal de Arribes se da exclusivamente en esta zona de Salamanca y hasta hace poco se encontraba en peligro de extinción.
San Felices de los Gallegos es un ejemplo de municipio de repoblación y su historia; sobre todo si la cuenta Dani Canga, resulta más que interesante. Dani lo sabe todo de su pueblo: Fue fundado en el año 690 por un obispo de Oporto llamado don Félix. De ahí vendría el bautizo de «San Felices”. El apellido se debería a los que llegaron como sus primeros pobladores que, al parecer, procedían de la antigua región de la Gallaecia. Hubo más repoblaciones a lo largo de su historia y, dado su carácter fronterizo, por aquí pasaron todo tipo de comerciantes y de historias y de guerras.
La edificación más impactante de San Felices es su castillo, una fortaleza medieval del siglo XII que ha experimentado diferentes ampliaciones y que ahora ha sido restaurada y equipada con un Aula de Interpretación que hace que se visite como un museo. Impresiona su altura, su dimensión, sus pasillos, sus escaleras, sus vistas hacia los campos cercanos, tan parecidos a los que debieron encender la clarividencia de Claudio Rodríguez, poeta (mayor) de la luz crepuscular (Así amanece el día; así la noche / cierra el gran aposento de sus sombras. / Y esto es un don) y que cuando le pidieron un texto sobre los paisajes de su infancia escribió uno titulado Hacia Castilla en el que decía: «Todos llevamos una tierra dentro, que nos alienta, y nos acusa, y nos salva. Es la tierra del alma. Las ciudades, los pueblos, habitándonos, los hombres, cada calle, cada casa, el resplandor de los pasos, traicioneros o alegres, el temple de la luz, todo lo que es fecundación o fracaso, como el agua de los ríos: Duero, Tormes… Todo se va configurando hasta tallar la historia: el capitel y la miseria, las rejas del espacio. Y, sobre todo, el espíritu. En mi caso, el andar, caminar, paso a paso, por Castilla. Sí, desde Burgos hasta Valladolid, desde Salamanca hasta Zamora…”.
Pienso en Claudio desde estas alturas y también en el parecido de este castillo con el de la vecina Braganza, bajo cuya sombra tanto me reí con Bea y Néstor una tarde de 1999, cuando empezaba a estrenar el mundo y todo era digno de ver con la mente y con los ojos. Sobre la existencia de Braganza había sabido por Tras os montes, maravilloso libro de viajes de Julio Llamazares, cuando el género aún no había sido enterrado.
Otras dos cosas se me han quedado grabadas de San Felices de los Gallegos: por un lado, el Lagar del Mudo, el más impresionante museo del aceite que haya visto y del que no me extraña nada que recibiera la medalla Europa Nostra 2002 a la restauración y puesta en valor del patrimonio (un premio que, para hacernos una idea, también tiene el Patio de los Leones de Granada) y que demuestra el potencial olivarero de Arribes; y, por otro, una horas después, en el salón del hotel Mesa del Conde, entre vino e infusiones, la ensalada de bacalao y naranja (con aceitunas negras) más exquisita. Es el típico plato que parece tan fácil que luego lo intentas repetir en casa, con los mismos ingredientes, y no queda igual. Se han dado casos.
“Mi deseo de conocimiento es intermitente”, escribió Henri David Thoureau, “pero el de bañar mi mente en atmósferas ignoradas por mis pies es perenne y constante”.
Empujado por esa enseñanza me adentro con placer en lo desconocido, como son para mí las aguas internacionales de la frontera entre España y Portugal. Así, subo al Crucero Ambiental Europarques y salgo del embarcadero de Mirando do Douro para conocer el acantilado de los líquenes, la poza de las nutrias y los abismos verticales más espectaculares de Arribes del Duero. Ecoturismo (y enoturismo) de calidad. Una lección de educación medioambiental en una de las reservas ecológicas privilegiadas de Europa occidental.
De nuevo en el coche me dice Óscar que a esos muros de piedra que vemos y que separan las parcelas de tierra se les llama cortinas o cortinos, y que cada piedra tiene un nombre. Me gustaría saber lo que sabe Óscar de la flora, de la fauna, del vino, del campo. Junto a él uno se siente muy pequeño.
Mermeladas y hornazo
Insólita es también la pasión que pone Teresa Coturruelo, a quien todo el mundo llama Piki, al hablar y al hacer mermeladas artesanales. Su mermeladería Oh, Saúco!, en Fornillos de Fermoselle, y la cocina en la que elabora sus creaciones son el mejor lugar para desayunar. Punto de encuentro de yoguis y gente sana preocupada por la calidad del aire y de los alimentos. Por aquí aparecen grupos de norteamericanos a hacer talleres para aprender a hacer chutneys y madres con hijas que vienen de un pueblo cercano a perfeccionar su hatha yoga y reponer la despensa. Hay mermelada de kiwi con cítricos, de naranja con cointreau, de cebolla con vino tinto o de limón, mi favorita. Viva la diferencia. Del corazón de la tierra al tarro.
Y si en casa de Piki están las mejores mermeladas, Víctor Casas nos recibió en La Casa de los Arribes con algo que denominó “un pinchito de productos locales” y que vino a ser otra oda a la hospitalidad, como aquella de Claudio Rodríguez que decía: “Es la hospitalidad. Es el origen / de la fiesta y del canto. / Porque es tan solo / palabra hospitalaria: la que salva / aunque deje la herida. Y el amor es tan solo / herida hospitalaria, aunque no tenga cura”.
Tardaré en olvidar, sí, el queso (¡ay, con qué habilidad ese queso llamaba al vino!) y un hornazo que devoré sin querer porque hasta ese momento pensaba que a este viajero asombrado no le gustaba el hornazo. Víctor Casas es biólogo, natural de León. Desde pequeño se interesó por el patrimonio rural y la ganadería. Llegó a los Arribes de acampada en 1988 y, cautivado por un paisaje granítico que le hablaba de otro mundo, de una “Terra incógnita”, dice él, en la que aún resistía el sueño de la autosuficiencia a base de molinos y telares y cerámica, se decidió a iniciar un proyecto de vida que incluyera la protección de un patrimonio que apenas se valoraba. Ese fue el arranque ideológico.
Víctor y los burros salvados
Víctor puso en marcha actividades de educación ambiental y un albergue. Luego trabajó en el Parque Natural. Se dedica al ecoturismo alquilando casas completas que, como esta, han ido arreglando. Ha peleado lo suyo para salvar y conservar la raza local del burro zamorano-leonés (también conocido como burro garañón). Víctor habla con pasión y conocimiento. Recuerda que las mulas sustituyeron a los bueyes medievales. Fueron el motor de Europa para la agricultura, el transporte, la minería…, precedieron de alguna manera a la revolución industrial y, al ser animales que no se reproducen, valían más de lo que hoy cuesta un coche. En el siglo XVI ya hay datos de la existencia de esta raza zamorano-leonesa. En los años 20 y 30 vivió una época de esplendor. El que tenía un garañón en casa y tres o cuatro yeguas tenía la vida resuelta. A partir de la llegada del tractor, la raza fue desapareciendo. En los 80 tuvo su pico de invisibilidad. En el 93 Víctor compró el primer ejemplar y fundó la asociación de criadores, de la que es hoy presidente y con la que se ha conseguido cumplir el objetivo de salvar la raza.
Víctor ha rodado documentales maravillosos como Subir y bajar (sobre la trashumancia) o Bajo los bosques (sobre ganadería extensiva y pastoralismo); ha creado proyectos museográficos y ha escrito libros como Que la noche es mía sobre la figura del lobo en la tradición oral del noroeste de la Península Ibérica. Sin duda, se merece un capítulo aparte. Mi amigo Andrés siempre me dice que lo más importante es rodearse de gente más inteligente que uno. Pues bien, Víctor es un ejemplo que encaja como nadie en esa lista.
En Arribes brilla limpio el espíritu de la comunidad y uno admira a la gente que poda las encinas, que adopta todavía modos de vida antiguos y apuesta por producciones diversas: viñas, olivos, leña, quesos, ovejas. Desde el coche se percibe la cortesía del paisaje: cosechas donde vibra la armónica síntesis del viento y la luz, la alianza y la condena, el peligro templado del recuerdo y los pliegues de la amistad. Pero como decía doña Rosa, no perdamos la perspectiva, que hemos venido por el vino. Que las curvas no nos distraigan.
Nuevos vinos con uvas de siempre
Esta no deja de ser una ruta sobre el vino con almazaras y queserías. Aquí, como el paisaje apenas se ha visto alterado durante siglos, se mantienen variedades de uva de antes, únicas, que sólo existen aquí, como la Juan García o la Puesta en Cruz. Para comprobar sus particularidades y virtudes, nada como pisar las viñas, por fin, en compañía de José Manuel y Liliana, una pareja que no puede ser más encantadora. Su bodega tiene un nombre literario: El Hato y el Garabato, una expresión que ya aparecía en El Quijote. Empezaron a buscar unos vinos con perfil fresco y mediterráneo cuando hasta entonces lo que aquí predominaban eran vinos carnosos, potentes, alcohólicos. Con criterio y mano izquierda para vendimiar en el punto exacto de maduración han ido por otro camino. Ante la pregunta de Nando de si se han sofisticado, José Manuel responde: “Esta es mi verdad en mi forma de entender este territorio y estas variedades; ¿es la única verdad posible? No. Pero lo que está claro es que nos hemos acercado a nuevos perfiles de vino que se demandan a nivel internacional”. Ello explica por ejemplo su éxito en los países nórdicos.
Precisamente de uno de ellos, Dinamarca, llegó Thyge Jensen, deseando cambiar su vida de ejecutivo empresario a bodeguero. Lo consiguió (no sin muchas peripecias en el camino) y hoy no solo tiene su propia bodega, Frontio, sino que es el nuevo presidente de la Denominación de Origen. Sus vinos y su filosofía son similares a los de José Manuel y Liliana. Como nadie sabe pronunciar el nombre de Thygge, pero debe sonar a algo parecido a Chus, todo dios en Arribes le llama Chus, y a día de hoy es más fácil que responda a ese nombre que a cualquier otro.
Las dos bodegas empezaron a buscar vinos de poca graduación cuando era una tendencia incipiente. Ahora es una realidad y ellos un faro. Recuerda José Manuel que cuando llegaron no se permitía elaborar con las variedades locales: “No podíamos poner en la etiqueta que este vino estaba elaborado con puesta de cruz ¡que lleva aquí cien años! y hemos logrado que se reconozcan”. No solo eso, han conseguido vinos más deliciosos que uno, ya en la bodega, en ese El Hato y el Garabato, bebe como si fuera la primera vez, con la emoción de un niño que comulga, y quizás por eso no pude sino pensar otra vez (es tradición) en la oda a la niñez de Claudio Rodríguez que decía: “… al salir por tantas calles / sin piedad y sin bulla, / rompen claras escenas / de amanecida y tantos / sucios ladrillos sin salud se cuecen / de intimidad de lecho y guiso. Entonces, / nada hay que nos aleje / de nuestro alto oficio de inocencia; / entonces, ya en faena, / cruzamos esta plaza, como si en junio fuera, / se abre nuestro pulmón trémulo de alba / y, como a mediodía, / ricos son nuestros ojos / de oscuro señorío”.
Alto oficio de inocencia. Madre mía.
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