Salinger, de la fama y del derecho a desaparecer
Terminamos el curso con un artículo de uno de los profesores del Taller de Clara Obligado, Juan Jacinto Muñoz Rengel, en el que reflexiona sobre Salinger –el escritor que decidió desaparecer–, la fama, las redes sociales y la feria de vanidades. Imaginemos un mundo en el que la fama fuese desdeñada como un estorbo…
POR JUAN JACINTO MUÑOZ RENGEL
Un mundo en el que la fama fuese desdeñada como un estorbo. Un mundo en el que la gente no aspirase a que las cámaras de televisión exhibieran sus vidas las 24 horas o a dejar constancia de cada desayuno en las redes sociales. Un mundo en el que los artistas no firmaran sus obras y ocultaran sus rostros. En ese mundo Jerome David Salinger se habría expuesto de forma impúdica, habría corrido tras el chasquido de los flashes, habría concedido entrevistas a todas horas, y su cara habría decorado los laterales de los autobuses. En ese mundo, por supuesto, todos habrían pensado que Salinger había perdido el juicio.
Pero estamos en este mundo. Y en este mundo cualquier hijo de vecino sueña con que todos sepan qué ha comido hoy, dónde ha viajado, su imprescindible opinión sobre esto o aquello. Y los escritores sueñan con permanecer. Y por eso, que conviviera entre nosotros un escritor que había elegido desaparecer, se nos antojaba como una inequívoca señal de que el escritor definitivamente no estaba en sus cabales.
Cada mundo tiene sus leyes, qué le vamos a hacer. Y estas son las que son, por mucho que nos pese. No obstante, si Salinger se recluyó en una granja de Cornish, en New Hampshire, hace ahora más de medio siglo, no fue por un excéntrico capricho de trastornado. Le obligaron a hacerlo las masas de seguidores, que se multiplicaban tras el éxito sin precedentes de El guardián entre el centeno. Lo hizo huyendo del creciente interés en torno a su vida privada y a sus pequeños pecados humanos. Huyendo del insoportable rugido de los flashes.
Y aun así, este mundo, que es un mercado y una feria de vanidades, no se contentó con la reclusión en vida de J. D. Salinger. Las intromisiones en su ámbito personal lo persiguieron por encima de las blancas montañas del noreste de Estados Unidos, a través de los Apalaches y cruzando el caudaloso río de Connecticut, le dieron alcance por encima de las vallas de su refugio entre el reino de los vivos y el de los muertos, en su plácido limbo de escritor desaparecido.
En 1988, el crítico Ian Hamilton se propuso escribir la biografía más completa que se hubiera publicado jamás sobre Salinger, para lo que planeó incluir un amplio número de cartas que el escritor había enviado a amigos y colegas. Pero Salinger, aunque muchos parecieran tener un interés especial en ello, no había perdido el juicio. Se apareció desde la nada e interpuso una demanda con el fin de impedir la publicación de la obra, o al menos de las cartas de su puño y letra.
En 1999, su ex amante, Joyce Maynard, vendió en una subasta todas las cartas que Salinger le escribió a principios de los años 70 por la suma de 155.000 dólares. Esta vez Salinger tuvo suerte y no hubo de presentar su demanda en los tribunales, porque el comprador de las cartas fue Peter Norton –creador del famoso antivirus y fiel admirador del escritor–, quien se hizo con ellas con el solo propósito de devolvérselas a su propietario.
En el año 2000 fue su propia hija, Margaret Salinger, quien publicó un libro de confidencias titulado El guardián de los sueños, en el que revelaba situaciones familiares de lo más comprometidas. J. D. Salinger seguía sin perder del todo la cabeza, aunque el resto del mundo se empeñaba en que así fuera. Se apareció de entre las tinieblas e interpuso otra demanda para impedir la publicación del libro, si bien en esta ocasión sin ningún éxito.
En octubre de 2009, un individuo que se escondía tras el pseudónimo de J. D. California tuvo la pasmosa idea de escribir una segunda parte de El guardián entre el centeno, bajo el título 60 Years Later: Coming Through the Rye. El autor resultó no ser otro que el propio editor de la nueva novela, el sueco Fredrik Colting. Pero Salinger, por más que a muchos pareciera interesarle, aún no estaba muerto, tan solo desaparecido. Y así lo demostró una vez más al volver a manifestarse ante los tribunales, para demandar al usurpador de su obra y paralizar la distribución.
Este mundo, que es un mercado y una feria de vanidades, en el que imperan las leyes mercantiles, al menos debería ser un mundo coherente. El pretendido escritor Fredrik Colting afirmó que Salinger no tenía el copyright de la imaginación. No, no lo tenía, faltaría más. Pero sí debería tenerlo sobre su propia obra. De lo contrario, empresarios y editores tendrían que echarse a temblar, porque cualquiera –horror–podría haberse adelantado a la segunda parte de Los pilares de la tierra, o a la segunda parte de La sombra del viento, o a toda la saga de Harry Potter. O algún osado podría incluso tratar de escribir las secuelas de alguna obra mayor de la literatura. Robando a sus autores el derecho a hacerlo. O a no hacerlo.
Por fin, J. D. Salinger murió el 27 de enero de 2010, a los 91 años, sin perder el juicio y con más de una causa pendiente. Por fin, como muchos parecían estar deseando, Salinger dejó de ser un incomprensible escritor desaparecido y su ingente obra inédita quedaba a merced de los chacales. (Durante medio siglo, el neoyorkino se estuvo levantando a las 4 de la madrugada, escribía durante cuatro horas, se metía de nuevo en la cama a leer, y al mediodía volvía a levantarse para escribir toda la tarde).
Por fin, no podrá volver a aparecerse en los tribunales para defender sus derechos. Tal y como estaban deseando aquellos biógrafos –nunca pertenecientes a su círculo íntimo– que durante toda su vida se dedicaron a acrecentar la leyenda de persona huraña, irascible, violenta, que echaba los perros a los periodistas e incluso a sus admiradores. Apenas unos años después de su muerte, Shane Salerno invirtió dos millones de dólares en producir un documental sobre el escritor, y junto con David Shields dio forma al libro publicado por Seix Barral, anunciado como la “biografía definitiva”, y que está tan plagado de imprecisiones, sensacionalismos y falsedades como todo lo que se ha difundido hasta la fecha. El volumen incluye 200 testimonios para acrecentar el mito, y ninguno de ellos de sus vecinos de Cornish, que lo consideraban una persona amable, ni de sus verdaderos últimos amigos —un profesor de Dartmouth, un carnicero del pueblo, un campesino que sabía más de plantas que él—, ni de su querido hijo Matt Salinger.
A J. D. Salinger le habría encantado que las leyes naturales de este mundo le hubiesen permitido comparecer en los tribunales en forma de fantasma, para hacer justicia y dar más de un escarmiento. Y sobre todo porque, conociendo las leyes que de verdad rigen este mundo, es a partir de ahora cuando lo peor está por comenzar.
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