San Lorenzo
UN NUEVO RELATO DE UNA DE NUESTRAS AUTORAS FAVORITAS. UN CARAMELITO PARA ESA SERIE EN LA QUE NOS EMPEÑAMOS: ‘LOS FINDES SON PARA LEER’. DISFRUTAD.
ESTHER GARCÍA LLOVET
Es la cuarta vez que golpeo la puerta del ascensor con la mano abierta. Así suena mucho más pero se me está poniendo como un filete. La hija de la portera se levanta de la silla giratoria para echar un vistazo, se ríe y menea la cabeza, “Tanto jaleo para nada”. Doy otro golpe de los fuertes pero el ascensor sigue arriba. Sólo quedan diez minutos para que lleguen los padres de Maluca y yo aún tengo que pegarme una ducha, que hace como cuarenta grados a la sombra, y meter en la nevera los cuatro kilos de solomillo gallego que he comprado.
Por un momento se me ocurre subir por la escalera pero los ocho pisos hasta la azotea me dejan matado sólo con pensarlo.
Mal día para conocer a los Estévez. Los suegros Estévez.
Saco el móvil. Marco el número de Maluca. Me contesta enseguida.
-¿Y tus padres?-le pregunto- ¿Por dónde van?
Como viven lejos, en La Moraleja, igual les queda rato aún.
-Están buscando sitio para aparcar.
Así que ya están por aquí rondando. Cierro el móvil de golpe y ahora sí que le pego una patada a la puerta que hace temblar los cimientos.
Nada. El ascensor sigue arriba. El piloto rojo me mira con la misma expresión de culo de gallina que el carnicero cuando le compré el solomillo. Eso ha sido esa mañana a las ocho, nada más abrir. Ni siquiera me he acostado esta noche y debo tener cara de quinto asalto. Había subido a Vitoria para ver si vendía un coche de segunda mano, un chanchullo que llevaba con un amigo, pero la cosa no salió y tuve que conducir otra vez de vuelta en el mismo día. Ya nadie compra coches de segunda mano. Ya nadie compra coches de primera mano. Los coches se pudren en los talleres de reparación sin que nadie venga a recogerlos y yo llevo ya quince meses cruzado de brazos, levantándome a las doce, como las marquesas, como la suegra Estévez, y cortándome el pelo poquito a poco delante de un espejo porque no tengo otra cosa que hacer. Otras veces no duermo nada y hago cuarenta recados en el día, cosas que no hacen falta pero que me invento para no seguir ganando todavía más peso. Llevar las botas de Maluca a arreglar y luego recogerlas. Clavar un par de alcayatas. Hacer la compra. Comprar los cuatro kilos de ternera.
Los cuatro kilos de ternera los dejé después en el maletero del coche y salí hacia San Blas porque mi amigo me había dicho que había uno que nos quería vender un Toyota Carisma. Fuimos para allá y a las once y media el del Carisma no aparecía. A las doce tampoco. No apareció nunca el del Carisma. Así que volví a casa y acabé de pintar el techo del salón, de un color que Maluca llama Albero y yo Pasta de Boniato, y luego fui a devolverle la escalera de mano al amigo que me la había prestado y al ir volviendo a casa me pareció que olía a algo raro en el coche. Entonces me di cuenta de que la carne llevaba unas cinco horas en el maletero.
Abro un poco la bolsa y la vuelvo a cerrar inmediatamente. Esto se arregla con tabasco o con una salsa ranchera de esas que cauterizan a un muerto. Aunque hoy mejor no pensar en ningún tipo de muerto.
El ascensor: sigue ahí. Parado en alguna parte. Esta vez le doy tal puñetazo que probablemente me he roto algún hueso pero lo que de verdad me cuaja la sangre es oír que de repente alguien ha golpeado arriba, en el ascensor, como diciendo “déjame en paz que voy a lo mío”.
Me quedo de piedra. Doy una patada y a los dos segundos oigo una patada de vuelta. Saco la cabeza por el hueco de la escalera y grito:
-¡Te voy a partir la jeta!
Luego me muerdo la lengua, no sea que los Estévez estén entrando en el portal, y echo un vistazo hacia la entrada. No hay nadie. Tampoco los reconocería si los viera. Sólo sé que ella es muy delgada y va siempre con una perrita de estas temblorosas que corren al bies. Y que él, Estévez, cuando era joven se fue a Alemania con una mano delante y otra detrás (unas manos y un detrás enormes por lo que cuenta Maluca) y a los treinta ya había patentado un mecanismo de inducción de calor que fue algo así como el prototipo del microondas. Tiene cinco fábricas en Europa. Cuando se aburre diseña unos aparatos, unas bombas calóricas por energía solar de uso único, carísimas, que vende en exclusiva en Dubai o en los Emiratos. Colecciona rifles de caza.
También viene Estévez Junior, Willy, un quinceañero que lleva el jersey atado al cuello y que según Maluca lo último que se ha hecho es un blanqueado dental por setecientos euracos.
Me asomo otra vez a la entrada del portal y veo que no hay nadie todavía, sólo la hija de la portera hablando por el móvil.
Doy otro golpe. Y en seguida suena otro golpe de vuelta, bajando muy deprisa por el hueco del ascensor como el cuerpo de un suicida.
Las dos y diez.
Me miro en el espejo que hay donde los buzones. Tengo barba de dos días, la camisa sucia, las ojeras moradas y me rodea un olor a vinagre que tira de espaldas.
Me voy al descansillo de la escalera.
-¡Como no dejes el ascensor ahora mismo subo y te rompo todos los huesos del cuerpo!
Espero un segundo. Aprieto los dientes. Debo tener el pulso como a ciento noventa.
-Wa ha ha ha.
Ha sonado como un ogro.
-Wa ha ha ha. Ha.
Como el ogro ese de las habichuelas mágicas. Peor. Como Godzilla.
No sé si echarme a llorar o comprarme un rifle.
-¡De esta sales con los pies por delante!- grito.
-¡Ya te vale!
¡Ya te vale!¡Ya te vale! Me va a reventar la vena esa por la que se desangran a los toreros. Voy a gritarle algo de vuelta pero no me sale la voz, me quedo ahí parado un momento y entonces veo reflejados en el espejo a una pareja con un perrito llamando al automático. Los Estévez. No hay duda. No me queda otra que tirar para arriba, por las escaleras, y sí que subo rápido, debo tener una sobredosis de adrenalina porque en dos patadas voy por el segundo:
-¡Prepárate que estoy subiendo!-rujo.
-¡Sí, sí!-contesta-¡Aquí te espero!
Ya voy por el quinto, a todo meter, vuelo sobre las puntas de los pies, como en las pelis chinas, sin tocar los escalones; miro para arriba y veo dos manos, dos manazas que se colocan sobre la barandilla y una sombra muy quieta.
-¡Te voy a sacar el hígado por donde más te duele!-ronco.
El sexto, el séptimo, donde me doy un respiro, un descansito, como Dios, y entonces subo el último tramo más despacio, haciendo mucho ruido con los pies como si pesara ciento diez, que los peso, ya lo creo, y enseñando los dientes hasta las encías.
El octavo.
Ahí está Maluca. Blanca. O más bien verde pálido. Con los ojos tan abiertos que como los mueva se le caen las lentillas. Y un señor, un tío enorme, todo colorado, con un anillo en un meñique, apoyado sobre una barbacoa encajada en la puerta del ascensor, ni dentro ni fuera.
A Maluca le sale una voz finita como un escape de gas.
-Pedro-silba.- Te presento a mi padre.
Estévez me mira. El gran padre Estévez me mira. Aprieta los puños poco a poco y ahora, ahora sí que está colorado. Abre la boca. Tiene una lengua grande, un kilo de lengua, y veo que se viene hacia mí. Se contiene. Cierra lo ojos y al abrirlos da un puñetazo al ascensor, agarra el asa de la barbacoa y le pega un tirón que sale de una vez, entera, larguísima, con un chirrido interminable, como una camilla de la morgue.
Esto ocurrió el verano pasado. El diez de agosto, día de San Lorenzo. La barbacoa reventó por los aires: “Bum”. “Bum, bum, bum, bum”; con mucha marcha. Era un invento nuevo. Ahora nos reunimos los domingos y comemos salmorejo y pipirrana, boquerones en vinagre y sobre todo mucho gazpacho. Todo crudo. Y un sushi que trae la Estévez que no está nada mal aunque yo creo que es de tienda.
Tampoco pasa nada.
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