Santiago Roncagliolo: Cómo era su rutina bajo la amenaza terrorista
Con ‘La noche de los alfileres’ (Alfaguara), vuelve el más virtuoso Santiago Roncagliolo cargado de miedo, de luchas de poder y de violencia para detallarnos, apoyado en ciertos tintes autobiográficos, cómo fue la dura vida adolescente durante los convulsos años ochenta en su país, Perú.
Por Carlos Madrid (@carlosmartnez90)
La luz roja advierte que la cámara está grabando. No hay marcha atrás. Veinte años después, se enfrentan a ella los cuatro amigos raros del instituto, los repudiados por sus compañeros de pupitre: Carlos, el listo, el de las buenas notas, mejor alumno; Beto, el afeminado, un apasionado de la literatura; Moco, el granudo, el pajillero, un cinéfilo; y Manu, el macarra pasota. Un cuarteto que quiso tomar el poder, que ansió ganarse su puesto en la escala social del colegio oponiéndose a la autoridad de la profesora y que ahora se enfrenta ante la lente con el recuerdo más nítido posible para narrar aquello que habían procurado arrinconar en el olvido; aquellos días en los que todo se embarrancó.
Según sus palabras, “toda novela es un intento de darle sentido al mundo, o a un mundo en concreto”. ¿Cuál desvela con esta novela?
Supongo que el mundo de la adolescencia y del momento en que decides lo que vas a hacer. Los cuatro personajes se sienten diferentes, que no encajan en el mundo, y que el mundo los vapulea. Y están cansados de ser víctimas todo el tiempo. Han decidido que van a tomar el control, que van a tomar el poder, y todo se sale de quicio, todo sale mal.
¿Se podría tomar la novela como una pseudoprecuela de ‘Abril rojo’? Un comienzo a la violencia desde pequeño, la idea preconcebida de que la vida no vale nada…
Abril Rojo forma parte de una trilogía de libros de no ficción, que cuentan la historia real del grupo terrorista Sendero Luminoso. Acabé bastante agotado del tema. Durante mucho tiempo, deliberadamente, no escribí de esto, ni siquiera que estuvieran ambientadas en Perú. Pero ahora, quizá por ser padre y volver a pensar en mi adolescencia, de repente me di cuenta de que nunca había escrito de cómo lo viví yo.
¿Cómo era su rutina bajo la amenaza terrorista?
Mi rutina era la de un niño que sabe que en caso de bomba se tiene que tirar al suelo con la boca abierta para que no le revienten los tímpanos, que pone cinta adhesiva a las ventanas para cuando explote no salten las esquirlas, que sabe que va a haber apagones y que encuentra cadáveres por las calles… Esta vez quería hablar de nosotros, de cómo vivíamos tratando de ser adolescentes normales. Mis amigos y yo éramos como los adolescentes de esta novela: cuatro frikis tratando de perder la virginidad, mientras el mundo explota alrededor. Pero cuando tienes esa edad no piensas que eso fuera un hecho histórico, cuando tienes esa edad sólo quieres perder la virginidad.
Dentro de toda esa violencia que aparece plasmada perfectamente en la novela, cobran mucha importancia los apagones.
Eran lo único puntual que había en ese país. Para Sendero era una manera de demostrar poder, dejar a oscuras toda la ciudad. Y hacerlo, a ser posible, cuando todas las familias estaban sentadas alrededor de la mesa; en Nochebuena, en Nochevieja… Esas fechas en las que estábamos todos reunidos y despiertos. No tiene sentido hacer un apagón de día, ni cuando uno estaba despierto. En esas fechas el recuerdo que tengo es vivir en penumbra, sacar la cabeza por la ventana y no ver nada. Sentir que estás en medio de la oscuridad, y que por lo tanto, eres más frágil.
Esa violencia, que no sólo se queda en las capas más bajas de la sociedad, sino que se filtra a todas.
La violencia se filtra, va atravesando los muros. Ellos vivían en barrios amurallados, protegidos, pero la violencia se va haciendo lugar, e inoculando en ellos. Eso también lo pensaba por Europa. Europa tiene una guerra alrededor, y la respuesta que dan es amurallarse, llenar el Mediterráneo de guardias… Pero de repente los que ponen bombas son los que han nacido aquí, y los que incendian las casas de los refugiados, los que hacen masacres, son los que han nacido aquí. Esa guerra se va metiendo, la violencia va buscando su sitio; no puedes darle la espalda y pensar que simplemente no te va a afectar.
Además del terrorismo, también desempolvas otros temas que azotaban a Perú como la homofobia, el machismo…
En la sociedad de ese momento, una sociedad violenta, una sociedad donde el poder se expresaba por la fuerza, atributo masculino -hay muchos más asesinos en serie que asesinas, muchos más abusadores de menores que abusadoras-, era muy importante mostrar fuerza, mostrar masculinidad, que por otra parte nadie tenía. Los chicos de diez años contaban chistes de sexo, y hablaban de ello, incluso alguno juraba que lo había tenido. En realidad no se trataba de sexo, se trataba de poder, de establecer un lugar en la manada. Yo era sospechoso de maricón porque leía, no jugaba al fútbol… Pero siempre había uno más afeminado que yo a por el que iban. No venían a por mí cuando tenían a otro más afeminado que yo a mano. Los más afeminados, los más torturados, acababan siempre en la biblioteca, el lugar que los matones nunca pisaban. Siempre pensé que ese era mi equipo, no los que estaban fuera.
¿Es Beto entonces el personaje con el que más se identifica, del que más rasgos suyos ha sacado?
Todos tienen puntos que están hechos de mí. Todos los personajes tienen que partir de tus emociones, de lo que tú consideras razonable, o viable, y vestirlo de las cosas que tú has conocido o vivido. Supongo que mi primer trabajo fue comercializar con porno en los baños del colegio, como Moco, o era tan cinéfilo como él. También porque así me hacía más popular y menos rarito; vender porno te hacía más aceptable.
Apartando todo el problema que supuso Sendero Luminoso, ¿Ve muchas diferencias entre el Perú de los ochenta y el actual?
Sí, afortunadamente. Son dos países distintos. El Perú de hoy es un país eufórico, optimista. Precisamente porque viene de las pesadillas del pasado y se siente muy seguro de sí mismo. Creo también que la parte antipática del trabajo de novelista es recordar las cosas que no se quieren recordar, porque si no las recuerdas vendrá alguien y te contará su versión, serás fácil de manipular. Parte de nuestro trabajo es que se perpetúe la memoria, hechos que no se pueden olvidar.
Esos chavales tienen unos padres defectuosos, imperfectos. Pero aun así, sus hijos los tienen idealizados.
Pero es que no hay más. Llegas a la adolescencia, tienes que ser un adulto, y sólo conoces a uno, sólo has tenido cerca a uno, que es tu padre. Me interesaba pensar qué pasa cuando ese modelo está roto, está torcido. Al final, aunque niegues el modelo de tu padre, sigues dependiendo de ese modelo para poder rechazarlo, siempre a favor o en contra, dependes de ese modelo. El problema de ellos es que su modelo se rompió.
¿Cómo germina esa idea de modelos con padres rotos?
Esta idea nace de un veterano de guerra cuya historia está más o menos contada; se ha convertido en el padre de Manu. Era un hombre que había peleado en la selva contra Sendero Luminoso, y me contaba que no entendía los rollos de derechos humanos. Que él había matado a niños, pero porque los niños venían con cubetas de gasolina hacia su trinchera corriendo, para echarla, y al disparar flechas con fuego, tuvieran que salir de la trinchera y ahí los acribillaban. El niño que llegaba era premiado con el fusil de uno de los muertos. Puedes entender su situación, pero yo me preguntaba cómo era posible criar a un hijo después de haber hecho eso, qué clase de padre puedes ser si has disparado a niños de la edad del tuyo. Manu viene de la historia de este hombre, que a la vez era un héroe de guerra, un tipo que había salvado posiciones muy difíciles y que no dejaba de ser un tipo que había peleado y corrido riesgos que yo no había sufrido. Y ése fue el primer padre que ideé. Luego pensé otros modelos de padres rotos; necesitaba que estos chicos estuvieran desorientados para que fueran explosivos, para que fueran una bomba del tiempo juntos.
Hay una continua lucha entre el poder y las rebeliones contra lo que establece.
Sí. Para mí es una historia sobre el poder y la rebelión, y sobre ese ciclo perverso del que es imposible salir: el poder cree que hace las cosas por nuestro bien, no importa lo que hagas, se justifica en que lo hace por nuestro bien. Entonces nos rebelamos, y si ganamos, nos convertimos en el poder, y volvemos a hacer lo mismo por el bien de alguien. Orwell ya lo planteó con una metáfora en Rebelión en la granja: los cerdos que se sublevaban contra los humanos, y acaban vestidos de humanos, durmiendo en sus camas… Creo que esa metáfora plantea muy bien este círculo vicioso.
Una de esas luchas la representa la profesora Pringlin con los niños.
Ella cree que los está salvando de sí mismos. De hecho, es una de las frases que en la corrección hubo que eliminar porque se repetía continuamente: “Salvarlos de sí mismos”. Le pasaba lo que le suele suceder al poder: piensa que la gente no es valiosa por sí misma, que tienen que recurrir a ella para decirle cómo tiene que actuar. Lo que pasa es que justo ellos, cada uno por su propia historia, ya han decidido que no se van a someter a ningún poder, que no van a aceptar ningún límite.
Es también interesante cómo trata la evolución de la inocencia, que se trastoque lo que antes se daba por idílico.
A mí me interesa mucho la pérdida de la inocencia. Creo que porque yo mismo la he perdido miles de veces, de muchas maneras. (Risas). Me interesan los personajes que creen en un mundo que no existe. Creo que todos mis protagonistas se aferran a una ideología, o a una ficción, y de repente eso se les derrumba y no saben qué hacer. Es ahí donde suele surgir el miedo en mis historias, el miedo a que el mundo no sea como te lo han contado.
El miedo, que juega un papel sustancial a lo largo de la obra.
Quizá porque crecí con miedo. Creo que explorar el miedo es explorar la naturaleza humana, es esa alarma que tenemos en la mente cuando empezamos a acercarnos a lo que no conocemos, a los límites de nuestra zona de confort. Es el timbre que advierte que a partir de ahí ya no tienes claro lo que va a ocurrir. Creo que explorar los miedos es una manera de explorar los límites del ser humano.
El malo de la novela está difuso, el cambio de papeles es constante.
Juego mucho siempre con dos imágenes de la cultura popular: los perdedores y los psicópatas. Son dos extremos entre los que nos movemos: los perdedores son esas personas que no violan ninguna norma social para satisfacer sus apetitos; y los psicópatas son justo lo contrario: violan cualquier norma para satisfacerlos. Todos nos movemos entre ambos extremos, entre nuestros apetitos y nuestras obligaciones. Me gusta que los personajes se desplacen de un punto a otro; que los perdedores se vuelvan psicópatas y viceversa. Me gusta la ternura de los monstruos, la humanidad de los inhumanos.
¿Es una novela negra atípica?
Siempre trato de empujar el género. Por un lado crecí con la cultura popular con las series y películas policiales, de terror… Pero por otro lado crecí con una tradición literaria muy ambiciosa. España tuvo una literatura mucho más popular que Latinoamérica. Hubo escritores muy divertidos como Mendoza, o más realistas-sucios como Marsé. Nosotros tuvimos a Fuentes, a Vargas Llosa, a García Márquez…, escritores que tenían una literatura extremadamente ambiciosa, que probaba todo, que llevaba al límite el lenguaje y siempre hablaba de grandes temas… Me interesa usar el género, pero no quedarme en él. Que cuente momentos sociales cruciales, que explore temas humanos profundos, pero que también explore el lenguaje, que sea contado de manera diferente. Que siempre haya una manera original de contar las cosas.
La novela negra está recobrando ese estatus que había perdido. ¿A qué cree que se debe?
Creo que se debe a que la literatura es mucho más popular que antes. La novela negra se está convirtiendo en el género al que se recurre para conocer los países. Mucha gente cuando va a Italia se lleva un libro de Camilleri; de Henning Mankel si va a Suecia; o de Petros Márkaris para Grecia… Así conoces el lado oscuro de los países, o las partes que ese país quiere ocultar. Yo recomendaría a los turistas que viajan a cualquier país que se lleven la guía oficial, pero también una novela negra.
¿Por qué la noche de los alfileres?
Cuando yo iba al colegio había una trampa en fútbol que consistía en llevar alfileres en el pantalón para pinchar a los defensas. Más que el dolor, cuando le pinchabas, el contrincante se quedaba paralizado, y tú en seguidas soltabas el arma, por lo tanto no quedaba ninguna prueba de agresión. Ni siquiera lo habías tocado. Y eso es un poco lo que hacen ellos: tratar de hacer trampas sin dejar huella. Además, me gustan los episodios históricos que canalizan la tensión en una noche, «La noche de los cristales rotos», «La noche de los cuchillos largos», “La noche de los lápices”… Esta historia también cuenta la noche en la que todo explota, la noche en la que toda la tensión cargada de estos chicos se detona.
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