‘Sapiens’ y Frankenstein: cómo ‘hackear’ al ser humano para crear ‘monstruos’
Dos eventos marcan la actualidad literaria de esta vuelta al curso: el éxito de los libros con las reflexiones del pensador israelí Yuval Noah Harari, autor de ‘Sapiens’, y los 200 años del ‘Frankenstein’ de Mary Shelley. Los dos nos hablan de ‘hackear’ al ser humano para crear ‘monstruos’ y de cómo ignorar los límites de la ambición humana nos puede llevar a la más absoluta estupidez.
Leo varias de las entrevistas que ha concedido a los medios españoles el historiador y pensador israelí Yuval Noah Harari, autor de Sapiens (Debate), un ensayo que al parecer ha revolucionado las ideas que teníamos hasta ahora sobre cómo conquistaron la Tierra los humanos. Harari, con aspecto de eremita, acaba de publicar un nuevo libro, 21 lecciones para el siglo XXI, también en la editorial Debate. Aunque tengo el propósito de hacerlo si consigo controlar la pila de libros que se reproduce en mi mesa de trabajo, aún no he leído ninguno de estos ensayos de Harari, de este hombre que, quizás a su pesar (no lo sé), se ha convertido en el gurú (siempre estamos necesitados de gurús, da igual el momento histórico en que vivamos) de personajes como Obama o Bill Gates. En El Mundo, por ejemplo, Harari afirmaba que no debemos subestimar la estupidez humana y en El País Semanal que la tecnología permitirá hackear a seres humanos. Vegano, profesor de Historia, Harari medita varias horas al día y por sus respuestas me parece alguien que sabe de lo que habla, que ha reflexionado sobre lo que dice en sus libros, alguien alejado de la verborrea fácil del tertulianismo español, por ejemplo, o de la espiritualidad vía Coelho. No sé ustedes, pero si lo que dice es cierto, no me gustará vivir en un mundo así, donde el alma humana habrá sido, por fin, desarticulada por las máquina.
La lectura de estas entrevistas se ha solapado además con el final de uno de los libros que me ha acompañado a lo largo del verano, Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. Se cumplen 200 años de su publicación y para conmemorarlo coinciden varias reediciones, películas, biografías, como nos recordaba hace unos días el estupendo reportaje de Raquel Moraleja para El Asombrario. Yo he releído esta novela, que como tantas otras (Moby Dick, Mark Twain…) fue devaluada durante algún tiempo a la categoría de literatura infantil o juvenil, en la maravillosa edición de Nórdica, que cuenta con ilustraciones de Elena Odriozola.
Poco va a aportar mi lectura a los ríos de tinta y a las interpretaciones –la gran literatura siempre es ambigua y rica en posibilidades de lectura– que a lo largo de estos dos siglos se han vertido en el análisis de esta obra, considerada como la primera novela de ciencia ficción. Se me ocurre, y es solo una hipótesis, la influencia que tuvo en la novela Sueñan los androides con ovejas eléctricas y su versión cinematográfica Blade Runner, ambas obras maestras.
A Mary Shelley, hija de una de las fundadoras del feminismo, Mary Wollstonecraft, y del editor y pensador libertario William Godwin, siempre le atrajo la ciencia, casi tanto como contar cuentos y soñar historias que la sacaran de una realidad banal y carente de alicientes. Hasta que el sueño se convirtió en realidad, incluso en una pesadilla, cuando se fugó de casa con el poeta romántico Percy Bysshe Shelley, a quien había conocido en Escocia y que fue discípulo de su padre. Invitados por Byron, fue en la Villa Diodati, Suiza, muy cerca de donde transcurre parte de la novela, donde surgió el germen de Frankenstein.
“Vamos a escribir cada uno una historia de fantasmas –dijo Lord Byron, y aceptamos su proposición”, cuenta en el prólogo Mary Shelley. Llevaban varios días encerrados a causa del tiempo, leyendo historias alemanas de fantasmas traducidas al francés, y el reto era una manera de exorcizar a esos mismos fantasmas. Una buena parte de la novela se debe a un sueño, o a una pesadilla, según se mire, y al interés que Mary Shelley sentía por las posibilidades que parecía ofrecer el galvanismo de dar vida a los cuerpos inertes.
Después de leer la historia, sentimos una mezcla de terror y compasión por el monstruo Frankenstein, tal vez la misma que sintió Víctor, su creador. Entre las interpretaciones posibles de esta obra, quizás una de las más extendidas sea la de los límites éticos que debería tener la ciencia. La tecnociencia, en palabras del biólogo norteamericano Barry Commoner, ha logrado que los humanos nos sintamos dioses, sin evaluar los riesgos que eso puede conllevar. Frankenstein nos habla del moderno Prometeo, el titán que desafió a los dioses y robó el fuego para los humanos. El mito de Prometeo puede leerse en clave libertaria, como el desafío a la autoridad, pero también como la ambición desmedida, la ausencia de límites, con eso que los griegos llamaban la hibris, la desmesura. Hay quien prefiere quedarse con el desafío de Prometeo, con su soberbia, pero son los mismos que olvidan el castigo que recibe. Creo que el capitalismo, como sistema económico y social, representa muy bien esa ambición sin límites que ha colocado la vida en la Tierra al borde del colapso humano, ecológico y natural. El capitalismo ha visto en la tecnociencia una aliada para romper las barreras de lo que nos define como seres humanos. El beneficio de unos pocos, la plusvalía, lo justifican todo, también traspasar los límites del planeta. Pero aprender a conocer los límites es algo que nos enseñan cuando somos pequeños, niños y adolescentes. Visto el estado actual de la vida en el planeta, tanto la de los humanos como la de los no humanos, quiero pensar que aún no hemos llegado a la edad adulta pero que aún estamos a tiempo de darle la vuelta a todo cuando nos hayamos hecho mayores. O puede que no, que como especie no lleguemos a pasar nunca de la adolescencia, que, como decía Harari, subestimemos la estupidez humana.
Comentarios
Por Alberto Amézaga, el 10 septiembre 2018
El mito Harari desaparecerá como una burbuja que explota en el aire. Como comenta The Guardian sobre el último libro del «pensador» judío: «Harari ha entrado en la clase de ‘gurús’ que se creen expertos en todo. La lección 22ª de este libro es obvia: ningún miembro de la tribu Homo Sapiens puede saberlo todo por sí mismo. Si esta nueva Era necesita nuevos relatos, tenemos que dejar a más personas que los hagan».