¿Se puede confiar en los hombres? De Pélicot a Nevenka

Fotograma de la película ‘Soy Nevenka’, de Icíar Bollaín.

Hay un desencanto de género del que tampoco tenemos culpa alguna las mujeres, y no es una situación que nos guste. No queremos convertirnos en unas desconfiadas irredentas, pero no pasa un día en que no aparezca un caso Pélicot o un caso Nevenka –tan de actualidad estas primeras semanas de otoño– a pellizcarnos para que no abandonemos el estado de alerta. No obstante, hay cosas que aún podemos intentar, para volver a tener fe en el amor humano o los humanos del amor.

Hace tiempo que vengo preguntándome cómo podríamos recuperar la confianza en los hombres socializados hombrecitos-viriles, aunque no únicamente en los cisheteros. Lo digo como un beneficio que podría redundar en nosotras mismas, que dejaríamos de estar alertas ante las actitudes con las que cotidianamente intentan moldearnos a gusto del macho social o directamente traicionarnos del modo más ruin. Como muestra, veamos la máxima expresión de esa traición en la piel del señor-monstruo Pélicot, en Francia, deleitándose con las violaciones que él mismo organizaba contra su esposa, por parte de un plantel de hombres de todas las edades, religiones y niveles educativos.

En efecto, en tono menos grave, hace algún tiempo hablábamos aquí de este deseo e  imposibilidad de las mujeres: volver a confiar. Resulta que no queremos convertirnos en eternas desconfiadas o devenir personas mustias (de escepticismo) frente al otro, por culpa del repertorio misógino que ya poco nos sorprende.

Sin embargo, en esta pendiente hacia el fondo no podemos frenar si nos ponen delante al mismísimo señor Almodóvar sobre los escenarios, en este rebranding que lo sitúa como EL mayor defensor del feminismo. Digo esto, porque, frente a esos discursos en galas que dan un poco de pereza, muchas recordamos la bronca con la que salimos del cine tras ver Hable con ella (2002), película en la que el salvador de la trama era un enfermero “enamorado”, que literalmente violaba a una mujer en coma, que era justamente a quien debía profesionalmente proteger. Esto, por no citar la infinidad de veces que en sus filmes sentimos que lo sarcástico (casi fóbico) se cebaba especialmente con los personajes femeninos. Su cine puede ser más o menos rompedor, más o menos acertado o acartonado, pero no somos pocas las que opinamos que, de ningún modo, este se caracteriza por ser un homenaje a las mujeres.

He aquí que nuestra suspicacia no se detenga solamente frente a los hombres cisheteros, aunque ellos suelen ser los que más elevan nuestra dosis de desconfianza, al cabo de relaciones de carne y hueso, o en sus comportamientos públicos con otros y otras.

Conquistar como sinónimo de extorsionar

¿De qué hablamos cuando hablamos de desconfianza? Todas hemos vivido alguna vez el acoso y la manipulación, en forma de chantaje, que puede desembocar en traición y peligro. Recuerdo una ocasión en la que, viviendo en el extranjero, y tras un encuentro periódico de expatriados hispanohablantes –en su mayoría, gente de entre 35 y 60 años– en un bar, fui invitada a una cena aparentemente improvisada (y para todos los presentes) en casa de un alto funcionario diplomático. Cuando llegamos a su casa (a mí me había tocado ir en su coche con otra gente que fue descendiendo en el camino, salvo uno) me encontré en una emboscada tendida por él y otro tipo.

Al llegar por primera vez en mi vida a esa casa elegante aunque situada en un barrio muy degradado (y con fama de peligroso), pregunté por el resto de los invitados y ellos pusieron excusas. Trascartón, los dos hicieron insinuaciones pícaras y, como adulta que no suele temer a ese tipo de situaciones, y menos entre conocidos del mismo ámbito social, pensé que todo quedaría en broma (o intento fallido de seducción), por lo que decidí que cenaba rápido y huía.

Al terminar de comer, pues, pedí al dueño de casa que me acompañara a la esquina a tomar un taxi: “Por aquí no pasan taxis”, se burló. Eran cerca de las once de la noche, y estábamos en un sector de la ciudad en el que, para una mujer sola y extranjera, no era en absoluto recomendable transitar a pie a esa hora. Tampoco acudían allí coches de alquiler y yo no tenía conexión a datos de internet. El consejero anfitrión lo sabía, entonces me dijo que “debía” quedarme a dormir. Ante mi negativa, insistió entre risitas un par de veces más (hubo un acercamiento físico de parte del otro que me puso más tensa aún).

Entonces, le pedí firmemente al funcionario que me acercara con su coche hasta una avenida, a lo que se negó y, señalándome una bocacalle oscurísima, espetó: “Como se ve que no le tienes miedo a la muerte, tú tira por esta calle hasta que encuentres luces; adiós”.

Esa noche caminé rápido por una cuesta negrísima, entre chabolas y perros callejeros, con la boca seca, e indignada, pero pensando que a mí nadie me chantajeaba. Anduve unos 500 o 600 metros hasta que por fin di con una carretera más ancha, en la que había algo de tráfico, y pude tomar un taxi.

Por supuesto, la primera reacción de otros hombres a los que les conté lo ocurrido fue reprenderme (como si hubiese sido mi culpa): “¿Pero cómo te metes en ese barrio?”. Me engañaron, les expliqué, pero, claro, no parezco alguien cándido o engañable, y menos por parte de una persona con nombre y apellidos que ostenta un alto puesto de representación en una embajada. Al mismo tiempo, para mis adentros, agradecí haber salido ilesa sin darles con el gusto a los acosadores, que pretendían sumar una conquista por la fuerza.

Un par de semanas después de este desagradabilísimo incidente, me encontré con el funcionario diplomático en otra de esas reuniones periódicas de hispanohablantes que se celebraban en un lugar público. Para mi sorpresa, el tipo, sintiéndose inimputable, me sonrió y me lanzó: “Veo que sobreviviste… Mira que el riesgo que corrías era alto”. Seria y con remarcable ironía, le contesté: “No será gracias a señores tan solidarios como tú”. A lo que el desvergonzado respondió: “Haberte quedado a dormir conmigo”.

Ese es el nivel de chantaje al que estamos sometidas mujeres de todas las edades, aún hoy.

De ahí que, en estos días en que se vuelve a hablar del caso Nevenka, porque Icíar Bollain lo explora en una película, no alcance con que las mujeres denunciemos o les retiremos el saludo a estos impresentables ni que lo hablemos entre nosotras a viva voz. No basta con la solidaridad masculina en voz baja, porque esto va de correlaciones de poder, que en muchos casos implican manipulación y coacción… cuando no lisa y llana deslealtad.

Todos y todas vemos a diario esas pretendidas conquistas en claras situaciones de desventaja de una de las partes. Y, como si fuera poco, el temor que infunden los monstruos es incluso funcional a la socialización del hombre-macho, tal como lo explica muy bien Rita Segato, porque de lo que se trata es de exhibir públicamente su potencia. Que les sea reconocida.

En este contexto, nosotras desconfiamos, pero no nos rendimos. Queremos volver a confiar en lo humano del amor (y en los humanos del amor). Para eso hace falta, como lo expresan a menudo mis compañeras de profesión, que ningún hombre baje la mirada cuando unos tipos se jactan de sus hazañas machistas. Aunque esto tampoco basta, mientras los medios de comunicación sigan brindando espacio y ensalzando a futbolistas y estrellas que hacen pasear a novias-trofeos por las alfombras rojas y las posen a su lado como floreros intercambiables de photocall.

No importa si le llamamos #Metoo o le ponemos otro hashtag, creo que lo esencial es no volver a quitar la lupa de conductas que nos han traído hasta este desencanto de género. Ni en privado ni en público.

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