Sergio del Molino y las falacias de la modernidad española

El escritor Sergio del Molino.

El escritor Sergio del Molino.

El escritor Sergio del Molino.

Tras su extraordinaria novela ‘La hora violeta’, Sergio del Molino regresa con ‘Lo que a nadie le importa’, donde narra, a través de la figura de su abuelo, la transformación que ha vivido España a lo largo de la dictadura hasta alcanzar los primeros años de democracia. Se sumerge en la cotidianidad urbana de Madrid y Zaragoza para dar voz a los sin voz, a quienes con su día a día han construido la modernidad española. Y recorriendo la intrahistoria, desvela las falacias que la han configurado, revela la impostura de los ideales, principalmente el de libertad, que se fueron forjando y que se creyeron conquistados.

Una vez más, Del Molino propone en Lo que a nadie le importa (Random House), un juego autorreferencial entre el yo autor y el yo narrador, un juego que le permite entrelazar distintos géneros narrativos –de la autobiografía al reportaje periodístico, pasando por la novela de formación- y escapar de toda posible clasificación genérica.

“Todas las fotos mientes”, escribes. “Las fotos dicen lo que el fotógrafo quiere que digan. La escritura es huidiza e indomable” ¿Miente la escritura? ¿Cuánto miente Sergio del Molino escritor?

Todo miente y todo es mentira si entiendes el concepto de mentira como la construcción de un relato, es decir, si entiendes mentira como construcción de un relato desde una perspectiva subjetiva. No hay un recuerdo fiable, no hay un relato que corrobore una correspondencia objetiva, en este sentido todo es una mentira.

¿Pero hay diferencia entre la mentira fotográfica y la literaria?

Lo que planteo en este fragmento que citas es una distinción entre la fotografía y la literatura, en cuanto la fotografía pretende transmitir una ilusión de verdad que es totalmente ingenua mientras, desde ya hace mucho tiempo, la literatura, como muchas otras artes, ha prescindido de esta ilusión. La fotografía todavía no se ha despojado de esta ilusión, creo que todavía juega con la idea de transmitir una realidad, cosa del todo falsa, pues no es más que la construcción de un fotógrafo. Lo que yo le afeo, por tanto, a la fotografía es este intento de engaño, un intento que la literatura ya no busca ni pretende.

El otro día comentabas que todavía hoy está abierto el debate entre la separación o no de la ficción de la autobiografía; sin embargo, ‘La hora violeta’ parecía cerrar el tema en un híbrido narrativo.

Creo que hay fricciones entre la ficción y lo autobiográfico, y que evidentemente hay un debate abierto, un debate que para mí sí está cerrado, pero que, indudablemente, en el ámbito literario, sigue abierto. Y esto se evidencia en las fricciones, en el énfasis que todavía se pone para separar la figura del narrador de la del autor, una separación que escritores como yo ya no buscamos, al contrario, jugamos a la confusión. El hecho de que yo haya resuelto este conflicto en mis novelas no significa que no reconozca la presencia de este debate que, creo, debería pertenecer más a los críticos que a los escritores.

Huyes de toda clasificación genérica, en especial de la de “novela social”, pero ¿sigues pensando que la definición de “crónica familiar” es la más adecuada para enmarcar ‘Lo que a nadie le importa’?

Me gustaría que el libro no tuviera ninguna etiqueta, que fuera simplemente una novela, aunque esto siempre es imposible, por esto si tuviera que quedarme con una definición o, mejor dicho, con una sub-etiqueta, me quedo con la de “novela familiar”, una catalogación que seguramente no existe. De todas formas, lo que más me interesa es que Lo que a nadie le importa se lea como una narración y que se le reconozca su carácter híbrido.

En la narración comentas que ésta es la novela de más ficción que has escrito. Como en tus obras anteriores, juegas con lo ficcional, lo autobiográfico y lo verosímil. ¿Un intento de despistar al lector?

No se trata de engañar al lector, más bien se trata de subrayar qué es lo que estás haciendo o qué es lo que pretendes hacer con la novela; no quiero despistar al lector, tampoco dirigir su lectura, pues la lectura debe ser completamente libre. Lo que pretenden ser estos juegos son pequeños apuntes de mi poética, es decir, a través de ellos se hace explícita mi poética, mi concepción literaria.

“Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos”, Ésta es la última frase de tu abuelo antes de morir, una frase muy literaria, casi como la de Goethe, “luz más luz”.

Este carácter literario es lo que me hizo dudar de la existencia de la frase, esto y el hecho de que en mi familia nunca se le había dado importancia. Llegué a dudar de mi propia percepción hasta el punto de que intenté hacer una recopilación de los libros que leía por entonces para ver si esa frase la había leído y la había adjudicado a mi abuelo. Evidentemente, no encontré nada, esa frase fue así, yo no tengo la capacidad de inventiva para crear una frase así; de hecho, precisamente por ser real, por no haber sido creada a propósito, tiene esa potencia literaria. Es una frase que, a fin de cuentas, contiene la novela entera, y lo que yo hago es moldear la narración a partir de esta frase, que es el material primigenio.

Tu novela se desarrolla a partir de una dialéctica entre dos ciudades –Madrid y Zaragoza- que se convierten en el relato en el que se inscribe el paso del tiempo y el desarrollo de los personajes. ¿Tuviste claro esta dualidad urbana desde el inicio?

Desde el primer momento tuve claro que estas dos ciudades tenían que tener una relación muy íntima y muy problemática con los personajes, pues quería transmitir la idea de que son los propios espacios los que generan a los personajes y les imprimen su carácter. Yo no quería tanto proponer una dialéctica de contraposición, sino más bien buscaba que los espacios sirvieran para marcar los cambios en el desarrollo de los personajes, es decir, que estos cambiaran al cambiar el espacio. Todos nosotros somos absolutamente permeables a nuestro entorno, todo lo que nos rodea nos transforma y las ciudades sobre todo, puesto que son entes complejísimos que interaccionan con nosotros continuamente. En la novela, me interesaba que las ciudades marcaran el carácter de mi abuelo, me interesaba que el espacio donde nació, donde creció, donde se enamoró y donde vivió su madurez lo condicionara y lo definiera.

Los espacios no son neutros, ellos nos condicionan en cuanto se nos imponen como un texto leído a la vez que los construimos, los leemos al transitarlos.

Precisamente quería mostrar cómo para mi abuelo transitar unos determinados espacios en una determinada época tuvo una influencia radical en él, porque no es lo mismo, como se ve en la novela, vivir en Madrid como dependiente del Corte Inglés que vivir en Madrid como Ava Gardner. La capital de mi abuelo y la de Ava Gardner o la de Celia Gámez eran dos ciudades distintas.

En este sentido, con tu narración parece que intentes descubrir las falacias de la ciudad, esa microhistoria olvidada por la historia y la ciudad con mayúsculas.

Igual que las personas tenemos muchas personas dentro de nosotros mismos, las ciudades contienen en sí mismas muchas y diferentes ciudades, y cada una de ellas admite múltiples relatos y múltiples perspectivas, dependiendo cuáles de ellas vivas y cómo las vivas. Lo que me interesa en especial de las ciudades es esta capacidad de entretejer dentro de sí mismas mundos que a veces se chocan y que, en otras ocasiones, son incapaces de encontrarse. Quería utilizar esta idea para entretejer los personajes en el espacio y entretejer su carácter y su relación con los demás.

Roland Barthes decía que la ciudad es un poema que se despliega.

Exacto, y yo despliego las ciudades paseándolas y recorriéndolas en distintas épocas. Recorro dos ciudades, Madrid y Zaragoza, que forman parte de mi educación sentimental, dos ciudades que considero mías por igual y en las que me siento muy cómodo. Sin embargo, es un recorrido problemático en cuanto, en la novela, las recorro y las paseo en épocas que yo no he vivido, las recreo en unos mundos que me son ajenos y, por tanto, las estoy viendo desde una perspectiva muy exótica.

Es decir, te alejas de las ciudades que conoces buscando perspectiva, una mirada extraña.

La novela me obligaba a ver la ciudad como si fuera una ciudad nueva, a descubrirla por primera vez; he necesitado ver y observar los espacios urbanos desde un extrañamiento y, por tanto, he necesitado alejarme de las ciudades y de los espacios cotidianos para poder redescubrirlos y, sobre todo, para poder reconstruirlos en su historicidad. Para ello es necesario convertirte en un extraño, sólo así es posible asombrarte ante lo que tienes delante.

En relación a la mirada, realizas una dura a Luis Buñuel y Ramón J. Sender, por sus perspectivas de fascinación y mitificación, de la miseria y la pobreza hasta el punto de convertirlas en un paisaje “exótico”.

Es la fascinación del paleto y la quiero evitar a toda costa; es la fascinación que tiene que ver con cierta altivez y con un sentido de superioridad moral que ha primado mucho en buena parte de la cultura biempensante española. Es una mirada muy noventayochista, es el mirar por encima del hombro y es una mirada que viene de Joaquín Costa y de su teorización del regeneracionismo, palabro que ya de por sí me repele bastante. Me repele ese desapego hacia lo que uno es, esa forma de intentar convertirse en otra cosa y en convertir la realidad en otra a través de la mirada; como digo en la novela, me parece una actitud imperialista, es decir, paralela a la que establecía el país ganador frente a sus colonias. Quería despegarme completamente de esta mirada, pues creo que solamente conduce a la caricatura y la caricatura tiene un recorrido narrativo cortísimo. Yo quería ver las cosas a ras de suelo.

Es, en el fondo, la mirada del tío rico que vuelve y se fascina por lo “exótico”.

Exacto, es la mirada de quien, enriquecido, vuelve para salvarte.

En cierta manera es la crítica que se le podía realizar a Pasolini, respecto a su fascinación por el extrarradio romano, por esos jóvenes de la ‘borgata’ romana.

Pero Pasolini tenía otro poso, mucho más interesante, en la mirada: el de su condición homosexual. Él iba al extrarradio no sólo para mitificar una realidad, él iba allí en busca de otra cosa; en este sentido, tenía una mirada más humana. Es cierto que Pasolini es un autor que ha envejecido muy mal, hoy en día no hay por donde cogerlo, pero su mirada era distinta. Interactuaba con mucha más honestidad con el entorno que quería relatar respecto a los autores españoles que hemos citado. Lo malo es que esta mirada noventayochesca, al contrario de lo que le ha sucedido a Pasolini, ha adquirido mucho prestigio y, creo sinceramente, que es una mirada que ha hecho mucho daño a nuestra cultura, ha supuesto un auténtico lastre del que, afortunadamente, mi generación se ha desprendido.

En paralelo, reflexionas acerca del silencio, en especial, del silencio de tu abuelo, un silencio al que obligaban las circunstancias políticas.

El silencio de mi abuelo no es un silencio impuesto, es un silencio que él sugiere y que no viene amparado por ningún mito. Él no crea ninguna historia mítica para cubrir el silencio.

Sin embargo, hay un silencio de la historia en mayúsculas, ese silencio que, como tú dices, ha suavizado y eliminado las barbaries del franquismo.

Yo esto lo relaciono, más que con el silencio, con la voluntad de caricaturizar el régimen, caricatura que todavía perdura. Yo creo que en un primer momento, en los primeros años del régimen, fue una respuesta lógica, una ayuda, pues con la caricatura desactivas el miedo, el problema es que esta caricatura ha persistido cuando el miedo ya había desaparecido.

¿Te refieres a la caricatura y al humor que impregnaba algunas de las películas de los primeros años del franquismo?

Piensa por ejemplo en Berlanga; con La escopeta nacional mis padres y su generación desactivaban el miedo, pero mi generación, así como las posteriores, vemos en la película de Berlanga un retrato ridículo cuyo referente real no hemos vivido. Esto provoca que, al final, involuntariamente todos los datos de terror, todos los hechos terribles quedan silenciados tras la parodia. Aquello que fue una reacción natural, porque no hay nada mejor que el humor para desactivar el poder, terminó siendo con el pasar del tiempo una forma de relativización: se terminó por pensar que aquello no fue para tanto, se minimizó el sufrimiento de la gente.

Y ¿no podemos pensar que el silencio de tu abuelo fue inconscientemente auto-impuesto por la situación social y sobre todo política?

Su locuacidad hubiera sido aceptada si su relato hubiera estado en armonía con el relato oficial, es decir, si él como soldado de la parte ganadora hubiera estado orgulloso de lo que había hecho, de la victoria, y se hubiera vanagloriado de ello. El hecho de que se inhiba y no aproveche de su situación dice mucho de la incomodidad en la que vive, pone en evidencia cómo ese país en el que vive le resulta antipático.

Entonces, hay motivaciones externas que motivan el silencio en el que se refugia tu abuelo.

En parte sí, en el sentido de que, a partir de estas circunstancias, podemos hablar de un silencio auto-impuesto, sin embargo no estoy en absoluto seguro de que él fuera consciente de que debía mantener en silencio sus dudas y sus ideas acerca de lo que había vivido. Creo sinceramente que si nunca llegó a expresar esas dudas, esas ideas, es porque nunca llegó a elaborarlas, porque nunca tuvo un interlocutor que le ayudara a elaborarlas. Mi abuelo sentía la incomodidad con su tiempo, con su país, pero no conseguía argumentarla, él la sentía y decidió permanecer en silencio, más por la imposibilidad suya de expresarlas que por el contexto externo.

En la descripción que realizas de tu abuelo, te refieres a sus principios, a sus ideas, nunca a su ideología; lo describes como un hombre de principios que vienen del instinto, de dentro, no de una ideología o de una corriente política.

En épocas muy ideologizadas, personas como mi abuelo se quedan fuera; yo creo que mi abuelo se hubiera sentido más cómodo en la España de hace diez años, en ésta ya no. Hace diez años había sitio para gente como mi abuelo, porque por entonces España era un país muy soft, muy poco conflictivo, muy poco ideologizado y en estos ambientes las personas como mi abuelo se sienten muy cómodas. Sin embargo, cuando las cosas se crispan y hay un enfrentamiento, personas como mi abuelo se desconectan. Andrés Trapiello hablaba de la Tercera España, un concepto que me parece un hallazgo a la vez que lo veo conflictivo, porque no creo que se trate simplemente de que hay gente que no está ni con unos ni con otros, creo que hay gente que tiene sus creencias políticas y que les molesta es que se le exijan manifestarse y posicionarse abiertamente. Y en este sentido, yo comulgo mucho con estas personas, me siento identificado con mi abuelo.

Ahora, sin embargo, se nos pide que nos definamos a partir de siglas únicas y definidas, se borran los matices. O estás con unos o estás con los otros.

En una sociedad tan compleja, es muy difícil que una persona sea monolíticamente programática de algo; las propias organizaciones políticas van cambiando a lo largo de los años, modifican sus idearios. Cuando se exige tomar partido, hay mucha gente que se siente completamente dislocada y que opta por el silencio, se inhibe porque no pueden decir con honestidad que son de unos o que son de otros, porque no lo son o porque simplemente no quieren decirlo, no quieren manifestarse públicamente. Sociedades muy ideologizadas son sociedades muy difíciles de vivir, los mejores lugares para vivir son aquellos que tienen los márgenes muy amplios y donde caben muchos matices, pero se trata de una idea que ningún partido contempla, pues todo proyecto político pretende ser hegemónico.

A propósito de sentirse incómodo en el propio país, en tu novela tu yo narrador confiesa su deseo de ser ciudadano de Francia, un país que dejó la guerra en 1945.

La guerra en Francia terminó sin sentimiento de culpa, con el sentimiento de un país ganador, a pesar de haber perdido; en Francia todo ciudadano se siente orgulloso de su país, hay un sentimiento que los une y gran parte de este sentimiento es paradójicamente el de la victoria.

El chovinismo francés hace milagros.

Francia es el país que ha perdido dos guerras con muy poca distancia, pero que de las dos ha salido victoriosa y llevando el timón. Hay un relato histórico que legitima a los franceses, que los define como herederos de la Revolución y defensores de la democracia y todo ello ha fomentado el sentimiento de orgullo que sienten los franceses hacia su país. Todo esto contrasta mucho con la historia española, donde todo es problemático, donde toda reivindicación es problemática: tenemos una confusión de relatos encadenados unos a otros, mientras que en Francia se ha conseguido un relato homogéneo en el que todos se sienten identificados.

En paralelo a ese sentimiento de incomodidad hacia el propio país y hacia la realidad a la que se pertenece, desarrollas el tema del desarraigo y lo haces a través de tu abuelo, quien sufre este sentimiento de desarraigo respecto a Aragón.

El sentimiento de desarraigo lo que provoca, casi a modo de defensa, es la construcción de un algo que no existe. Y mi abuelo es el ejemplo paradójico de esta idea de desarraigo; él es alguien que ha idealizado los años de su juventud, una juventud que la guerra le interrumpe y le destruye a los 20 años, y, por tanto, él idealiza la Zaragoza previa a la Guerra, para él esa ciudad es un paraíso perdido al que desea regresar. Cuando, una vez jubilado, mi abuelo decide comprarse una casa en un pueblo aragonés lo que en verdad está haciendo es recuperar una parcela de ese mundo idealizado, que ya no existe y del que se ha sentido a lo largo de toda su vida expulsado. Mi abuelo llega al delirio de convertirse, en sus últimos años de vida, en un campesino aragonés, algo que nunca fue, pues creció en un entorno urbano, pero que representa ese mundo idealizado e irreal que busca construir.

En ‘Lo que a nadie le importa’, El Corte Inglés se convierte en metáfora de aquello en lo que se ha ido convirtiendo la España ‘moderna’ y, a la vez, en cuanto centro comercial, en metáfora de la modernidad.

Sí, pero de la modernidad española. Puesto que España nunca ha sido un país industrial, las empresas que han configurado la modernidad en el país han sido empresas comerciales; de hecho, si te fijas, los grandes emporios empresariales españoles son emporios de tenderos, es decir, de gente que vende, pero que no fabrica. Esto ha marcado el país, lo ha hecho un país de dependientes, hecho que me parece literariamente muy interesante y que debería ser más explorado, pero curiosamente la literatura se ha enfrentado escasamente a este tema: de la misma manera que Philip Roth se interesa por el auge y la caída de las grandes empresas industriales de Norteamérica y sus consecuencias sociales y económicas, creo que ningún autor español puede pasar de alto el auge de este tipo de centros comerciales y de emporios comerciales, puesto que explican el desarrollo económico y social de España.

¿Por qué crees que este tema, este aspecto del desarrollo hacia la modernidad de España, no ha sido objeto de interés para la literatura?

No sabría decirte por qué la literatura nunca ha prestado particular atención a este aspecto de la sociedad, a esta historia de la modernidad; no sé si es por miedo a las propias empresas, temor al que dirán… De lo que no me cabe la menor duda es que un Philip Roth nacido en Móstoles, por ejemplo, hablaría de El Corte Inglés, no habría dejado escapar esta presa que narrativamente es muy jugosa.

Los centros comerciales, decía Beatriz Sarlo, son metáfora de la modernidad en cuanto son espacios que despiertan la impresión de libertad, pero donde el individuo está completamente dirigido, donde todos sus movimientos y decisiones están programadas.

Aquí está el núcleo de lo que yo pienso. Mi novela empieza con una falsa sensación de libertad y concluye con una asunción del destino, marcado por la ausencia de esta misma libertad. Lo interesante de esto es que, mientras el cliente sí que puede ser engañado con la falsa idea de libertad y de control sobre sus compras y sus recorridos, el empleado nunca; el empleado, y esto es lo que le sucedió a mi abuelo, no puede sino tener una conciencia muy clara de la predeterminación de todo y, sobre todo, la conciencia de un destino ya prefigurado.

Por lo que dices, para ti la impresión falsa de libertad y, por tanto, la ausencia de libertad está estrechamente ligada al concepto de destino.

La ausencia de libertad es, en cierto modo, la materialización del destino, una idea que ha sido bastante abandonada por la literatura, pero creo que debería volver, porque no sólo es una idea poderosa, sino que tiene mucho sentido. Me refiero, evidentemente, a un destino sin Dios, un destino entendido como el resultado casi inevitable de todo aquello que nos determina a lo largo de nuestra existencia: nuestra familia, nuestro entorno, las ciudades en las que vivimos, nuestra realidad económica… A fin de cuentas, nuestro margen de libertad es muy estrecho, vivimos tratando de sortear aquellos aspectos que nos determinan y que pueden obstaculizar nuestro proyecto vital, pero es siempre imposible eludirlos, siempre vuelven.

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