Sí, papá, soy ecologista (y no nos van a callar)

Campaña de Greenpeace que apela a la humanidad de los espectadores.
Al principio de ejercer como periodista ambiental –entre 1989 y 1991–, recuerdo que mi padre me presentaba ante amistades y familiares como: “Mi hijo mayor, el ecologista”. Yo me enfadaba un poco, y le corregía ufano: “Bueno, realmente soy periodista, papá”. “Sí, pero te gustan los animales, la naturaleza, y defenderla, eso es ser ecologista”. Treinta y seis años después, tengo que decirte: Papá, sí, soy ecologista, y además siempre lo he sido, y más ahora. Más ahora que se les/nos acusa cada vez más de ir contra el desarrollo, el campo, los agricultores, los ganaderos… Más ahora que se alían el poder político y el empresarial para crear normas punitivas y mordazas para que no protestemos y defendamos, sí papá, la NATURALEZA.
La gota que ha colmado el vaso para decidirme a escribir este artículo podría haber sido cualquier otra en los últimos tiempos, desde el negacionismo climático hasta el grito “¡eres un ecolojeta!” de una persona escondida tras una ventana durante mi labor como educador ambiental en un parque urbano; pasando por el “si a los ecologistas les gustan los lobos, que los metan en un vallado y los vean ahí, para que no se coman a mis ovejas” que me espetó un ganadero alavés.
Pero lo de enjuiciar y solicitar para Greenpeace de Estados Unidos una multa de 300 millones de dólares en una acusación encabezada por la petrolera Energy Transfer, una de las grandes donantes de Donald Trump, traspasa una línea roja peligrosísima. Dejaría sin fondos a la organización, tendría que cerrar su oficina en Estados Unidos, afectaría a las del resto de países y, lo que es peor, se estaría lanzando un mensaje de alto riesgo: cuidado con protestar, reclamar, defender la naturaleza –así es, papá, defender la naturaleza–, porque os podemos encausar y condenar severamente por ello.
Claro que mi padre tenía razón cuando me presentaba como ecologista, como defensor de la naturaleza. Él sabía que por aquel entonces ya había acudido a manifestaciones contra la base militar de la OTAN en Torrejón de Ardoz, que me había encadenado a excavadoras para impedir la construcción de una carretera en el valle del Tiétar o que mis pinitos como periodista los hacía en la Coordinadora de Organizaciones de Defensa Ambiental (CODA, hoy Ecologistas en Acción), junto a mi gran colega Luis Merino, redactando y editando sus boletines informativos.
El otro día comentaba con una buena amiga que estaba por aquellos finales de los años 80 en Greenpeace, en la calle Rodríguez San Pedro, en Madrid, que antes que en CODA, Luis y yo visitamos aquella ONG para lo mismo, para ver en qué podíamos ayudar como voluntarios. “Estábamos tan recién aterrizadas que no sabíamos cómo atender la enorme cantidad de demandas de voluntariado que teníamos”, recordaba mi amiga. Nada, ni siquiera para pegar sellos en la correspondencia de la ONG. Bueno, al menos salimos de allí con el carnet de socios de Greenpeace. Y bien orgullosos, oye.
Bien orgullosos porque acabábamos de montarnos en el mismo barco que personas que se jugaban la vida a bordo de vulnerables lanchas frente a gigantescos buques para impedir que tiraran al mar bidones llenos de residuos radiactivos o que mataran a las últimas ballenas que quedaban en los océanos. No podían ser malas personas gente así. De hecho, hoy está prohibido –y resulta una atrocidad– verter residuos radiactivos al mar y la gran mayoría de países han acatado la prohibición de cazar ballenas.
Podría empezar a relatar aquí momentos en los que el movimiento ecologista y determinadas personas se pusieron por delante de la sociedad, y, por supuesto, de gobiernos y empresas, para demostrar que determinadas conductas y políticas asimiladas como normales eran perjudiciales para el medioambiente, ser humano incluido. Y para la naturaleza, sí, papá. Creo que todo el mundo sabe hoy que si no hubiera sido por personas y organizaciones como Suso Garzón y José Antonio Valverde y WWF/España –entonces Adena–, no existirían los parques nacionales de Monfragüe y Doñana, dos estandartes de la naturaleza de Europa.
«En los años 70, cuando los urogallos y los linces ibéricos parecían condenados al olvido, Jesús se convirtió en su defensor y su futuro. Fue capaz de enfrentarse a decisiones gubernamentales que amenazaban ecosistemas vitales, como aquí, como en Monfragüe, que gracias a su obstinación y gracias a su valentía lo salvó de convertirse en un monocultivo de eucaliptos». Estas palabras, pronunciadas en uno de los merecidos homenajes ofrecidos a Suso Garzón, fallecido hace poco más de un año, no son de ningún ecologista. Son de María Guardiola, presidenta de la Junta de Extremadura con el Partido Popular.
Imaginaos por un momento en un mundo sin ecologistas que se hubieran opuesto y se siguen oponiendo al impacto sobre el medio ambiente y la naturaleza del vertido de residuos, de la caza indiscriminada de animales, de la creciente contaminación provocada por el transporte o la industria, de la emisión de gases de efecto invernadero desde múltiples fuentes, de la construcción sin límites de carreteras y urbanizaciones, de la implantación masiva de regadíos, macrogranjas y monocultivos, de la alteración del cauce y la calidad del agua de ríos y otras zonas húmedas, de la proliferación de parques eólicos sin respetar paisajes y biodiversidad… Mejor no imaginar ese mundo. Prefiero agradecer eternamente esa labor.
Pero es curioso, se reconocen las virtudes y logros de ecologistas que, como Suso Garzón, se oponían a barbaridades industriales y urbanísticas en terrenos de alto valor ecológico, pero quienes ejercen/ejercemos similares actitudes hoy en día son/somos tildados de falsos ecologistas, de ecologistas de salón, de ultra-proteccionistas, de ir contra el desarrollo de pueblos y ciudades… o de “ecolojeta, que eres un ecolojeta”. “¿Qué significa eso, profe?”, me preguntaban los niños y niñas que atendían a mis explicaciones sobre el valor de la biodiversidad de los parques urbanos. Esa es otra: Cómo les explicaba al alumnado que, según algunas personas, quienes defendemos estas posturas estamos a sueldo de otras personas o empresas que nos pagan por decir y hacer esto.
Yo, personalmente, debería estar forrado en los últimos tiempos, porque llevo dos años implicado en la defensa del único parque que tenemos en el barrio de Vista Alegre, perteneciente al distrito madrileño de Carabanchel. En los dos últimos meses, por cuestiones personales, me he bajado del carro del activismo directo. Ya me perdonarán mis admirados compis de la plataforma Salvemos Eugenia de Montijo, que siguen en pie, contra viento y marea, defendiendo este parque consolidado que lleva el nombre de la emperatriz francesa cuya familia habitó en un palacio ubicado por estos lares. Una carretera por medio del parque y la tala de 600 árboles forman parte de la tropelía, consecuencia del desarrollo urbanístico en los terrenos de la antigua cárcel de Carabanchel.
Sí, papá, es el parque que nos vio crecer y que ha visto crecer también a tu querida nieta y tu querido nieto. Donde nos llevabas los domingos por la tarde, cuando todavía era principalmente un descampado, a pasear de muy bebitos y luego a jugar al balón, mientras tú escuchabas los partidos de fútbol en la radio y mamá, en casa, no paraba de hacer las labores del hogar. Cierto, ella nos acompañaba alguna vez en estos paseos; y, cierto, todavía no era parque como tal, que lo fue a partir de 1980.
Papá, voy a seguir ejerciendo mi labor como periodista como yo la entiendo, con rigurosidad, con fuentes contrastadas, dando voz a quien denuncia y a quien se defiende de la denuncia. Siempre he pensado que en una nota de prensa comienza la noticia, no acaba, sea de una empresa, de una administración o de una ONG. También voy a seguir defendiendo nuestro parque Eugenia de Montijo, y el de Comillas, y el de Arganzuela, y cualquier zona verde urbana o espacio natural de valor para la biodiversidad, incluidas las personas. Voy a seguir defendiendo un mundo más justo y solidario, donde quien más tiene y puede no aplaste al que menos tiene y puede, como la naturaleza.
La naturaleza es la que más tiene y aporta –suelo fértil, agua, biodiversidad, aire limpio, salud…–, pero la que menos puede defenderse. Por eso estamos aquí los ecologistas, para defenderla. Sí, papá, tu hijo también. De entrada pido que firmemos como primera acción de muchas esta petición de apoyo a Greenpeace USA contra la demanda de Energy Transfer, y secundar el grito de Eva Saldaña, directora ejecutiva de Greenpeace España y Portugal: “No nos callarán. ¡We will not be silenced!”. Y de salida, y para siempre, decirte que me puedes presentar cuando quieras y te venga en gana como: “Mi hijo mayor, el ecologista”.
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