Una sociedad perfecta donde la república absorbe al individuo
Es tiempo de miel. Las abejas han trabajado desde la primavera para llenar sus panales y los apicultores comienzan a recoger sus cosechas. La inteligencia de estos insectos ha despertado durante siglos la fascinación de científicos, filósofos o escritores como Maurice Maeterlinck, que pasó años observando la intimidad de una colmena y volcó sus reflexiones en su fabuloso libro ‘La vida de las abejas’: Toda la vida de una abeja se sacrifica a la comunidad, es “una sociedad casi perfecta, pero despiadada, donde el individuo es enteramente absorbido por la república, y donde la república, a su vez, se sacrifica regularmente a la colectividad abstracta e inmortal del porvenir”. Pero hace tiempo que alertan de que estos himenópteros están desapareciendo; es otro efecto del cambio climático y lo llaman ‘síndrome de despoblamiento de las colmenas’.
Dicen que las abejas cantan cuando la colmena es más fértil, y que tienen memoria para recordar la ubicación exacta de su colonia aunque se despisten mientras vuelan ajetreadas de flor en flor, cada vez más lejos. Que pueden aletear unas 200 veces por segundo y recorrer hasta 800 kilómetros a lo largo de su vida. Todas las que zumban ahora a mi alrededor han salido a inspeccionar en cuanto hemos abierto la colmena; se acercan a la malla protectora que cubre mi rostro una y otra vez, como si me olfatearan, y algunas se posan en el traje y buscan con obstinación alguna abertura por la que llegar hasta mi piel. Es la primera vez que me veo rodeada de abejas; seguro que saben que estoy nerviosa, así que procuro no hacer movimientos bruscos para no alterarlas. Antes, cuando ascendimos en coche por el camino hasta el pie del cerro donde se encuentran las colmenas, lo aparcamos mirando hacia abajo por si en algún momento teníamos que salir rápido. Las abejas pueden llegar a ser peligrosas, podrían incluso matarnos. Sin embargo, son ellas las que están muriendo.
“Aún no está claro por qué desaparecen las abejas, lo llaman síndrome de despoblamiento de las colmenas y se están haciendo estudios en todo el mundo; yo este año he perdido dos”, dice Elena Boy, que es ingeniera agrónoma y me ha invitado a observar cómo es el proceso de recolección de miel. “Claro que parece haber una mezcla de causas, sobre todo el uso de plaguicidas o insecticidas, la falta de alimentos por los monocultivos donde a veces no encuentran las flores que necesitan, las enfermedades y plagas que las están diezmando, o la propia selección genética que se hace en la apicultura; y por supuesto, el cambio climático”.
Elena tiene un puñado de colmenas para consumo propio aquí, al pie de la sierra de Ayllón, que eran de su padre, y tuvo que aprender a cuidarlas hace unos años cuando éste murió. Hoy es una de esas mañanas soleadas de septiembre que prolongan el verano, el campo está seco y bajo esta luz desprende un extraño resplandor ámbar. A través de la malla del traje lo veo todo terso y brillante, como en una película: aquí estamos Elena, su amiga Chus Aranda y yo, recorriendo la polvorienta superficie de Marte embutidas en nuestros monos espaciales con escafandra, tomando muestras de estos cajones sellados donde prosperan las colonias de unos valiosos organismos que revolotean a nuestro alrededor y que son la última esperanza para la vida en la Tierra, porque si desaparecieran nos extinguiríamos con ellos.
“El campo no es nuestro, es de los animales”, dice Ángel Barahona, el apicultor experto que nos acompaña. Y me devuelve a la realidad. Está sacando los panales de la primera colmena y los inspecciona para comprobar si tienen suficiente miel, dejando alguno para que se alimenten las abejas durante el invierno; al fin y al cabo, no la fabrican para nosotros, sino para su propio sustento. A las abejas este allanamiento no parece importarles demasiado, como si estuvieran acostumbradas o ya le conociesen de hace mucho. Es probable, porque Ángel es apicultor desde hace más de 40 años, “desde toda la vida”, puntualiza; su padre ya era apicultor como él. Sus colmenas están repartidas por Zaragoza, Soria, Guadalajara, Madrid y Segovia, y al contrario que otros apicultores, no practica la trashumancia con sus abejas para llevarlas en el invierno a zonas más cálidas. Cada uno de sus panales produce unos 45 kilos de miel pura, que luego vende a granel para ser envasada. “Pero en los supermercados”, dice, “venden sucedáneos con miel procedente de China, donde la mezclan con agua y siropes de arroz; aunque lo ponga en la etiqueta, eso no es miel”.
La recolección se lleva a cabo dos veces al año: en junio y en septiembre, así que durante esos meses la actividad es muy intensa y está viajando constantemente para cosechar en sus colmenas. Pero el progresivo deterioro de los ciclos naturales también le está afectando: “Cuando hay sequía baja mucho la producción, porque hay escasez de flores, y eso es por el cambio climático”.
La desaparición de las abejas no es solo otro desastre ecológico; influye directamente en nuestra alimentación porque los cultivos necesitan de la polinización de los insectos para prosperar. Como me explica Elena, los modernos métodos de agricultura ya cuentan con apicultores que instalan colmenas en los sembrados o en los invernaderos para favorecer las cosechas. Las abejas son trabajadoras incansables, y entre la primavera y el otoño están siempre muy ocupadas. Seguro que hoy hemos interrumpido alguna de sus labores, porque ya están preparando sus celdas para pasar el invierno. “Las colmenas son una super-unidad biológica organizada, en la que sus miembros dependen de la colonia para su supervivencia. Son más inteligentes de lo que pensamos; se comunican entre ellas para decirse por ejemplo dónde están las mejores flores, o para ventilar la colmena moviendo las alas todas a la vez”.
Con cada colmena que abrimos, a mí me asalta la idea de que estamos profanando algo. Así lo describía también Maurice Maeterlinck en La vida de las abejas: “La primera vez que se abre una colmena, se experimenta algo semejante a la emoción que se sentiría al violar un objeto desconocido y lleno quizá de sorpresas temibles, una tumba por ejemplo”. Este poeta y dramaturgo al que llamaban el Shakespeare belga, que fue premio Nobel de Literatura en 1911, tenía en su casa una colmena de observación y pasaba los días espiando a sus abejas a través del cristal. En su libro, salpicado de reflexiones filosóficas y sociológicas, narra como una epopeya la vida de estos himenópteros: la formación y partida del enjambre, la fundación de la colmena, el nacimiento, los combates y el vuelo nupcial de las reinas, el exterminio de los machos y el letargo invernal.
Para Maeterlinck, el orden de la colmena gira en torno a la maternidad y la jerarquía de sus miembros está férreamente establecida en torno a ella: la reina, las obreras (“hembras incompletas y estériles”) que recolectan, alimentan y cuidan de la colonia, y los zánganos entre los que eligen los que fecundarán a la reina. Toda la vida de una abeja se sacrifica a la comunidad, es “una sociedad casi perfecta, pero despiadada, donde el individuo es enteramente absorbido por la república, y donde la república, a su vez, se sacrifica regularmente a la colectividad abstracta e inmortal del porvenir”. Una abeja que por algún motivo no regresara a la colmena donde vive apretada con las demás, donde tiene su alimento y la temperatura ideal, añade, no muere de hambre ni de frío, sino de soledad.
Maeterlinck, que antes de La vida de las abejas solo había escrito teatro, observó su colmena durante años no por afán científico, sino por la simple fascinación de contemplar la intimidad de una abeja desde que nacía hasta que moría, quizá para encontrar en el misterio de su destino la comprensión misma del destino humano. Cuando escribió su libro, ya existían importantes estudios sobre las abejas como el de Darwin en El origen de las especies, publicado un par de años antes; o el de François Huber, que pese a su ceguera había ampliado el conocimiento científico sobre estos insectos con Nuevas observaciones sobre las abejas en 1806, ideando además la colmena de cuadros móviles que a partir de entonces iba a facilitar mucho el trabajo de los apicultores.
Por la tarde, en el garaje de la casa familiar de Elena, cerramos bien las puertas por si entre los panales han venido escondidas esas abejas guardianas que nos vigilaban cuando nos llevábamos su trabajo de tantos meses; podrían tomarla con los perros, por ejemplo. Chus, que es la ayudante habitual de Elena, comienza a desopercular los panales: rasca la superficie con un pequeño rastrillo metálico para limpiar la cera que tapona las celdillas, antes de colocarlos dentro un bidón que gracias a un pequeño motor gira muy rápido y extrae la miel por fuerza centrífuga. Este artilugio es una evolución del smelatore accionado por correas que inventó el apicultor Francesco De Hruschka y, como cuenta Maeterlinck en su libro, iba a permitir extraer la miel sin destrozar los panales: “Desde este momento termina la inútil matanza de las ciudades más laboriosas y la odiosa selección al revés, que era su consecuencia”.
Luego, abriendo la llave del grifo que hay al fondo del bidón, vamos llenando frascos de todos los tamaños que Elena ha reciclado y lavado, que estarán reposando un par de semanas para decantar las partículas o restos de cera que hayan podido caer en la miel. Y al terminar nos chupamos cuidadosamente –y ruidosamente– los dedos, pegajosos y azucarados tras el proceso.
Existen en el mundo unas 20.000 especies diferentes de abejas. Igual que hemos hecho con otros animales, hace siglos que las hemos domesticado para nuestro beneficio. Son seres muy inteligentes cuyo único empeño es la construcción y el progreso de esas asombrosas ciudades en miniatura que son las colmenas, y esa coincidencia con nuestra propia vida no deja de admirarnos. Son insectos, pero se parecen a nosotros. Deberíamos velar por que no desaparezcan; quizá solo observándolas, como hizo Maeterlinck, podamos penetrar en el misterio de la naturaleza que compartimos con ellas: “Ahora que los libros nos han dicho cuanto de esencial tenían que decirnos acerca de una historia tan antigua, dejemos la ciencia adquirida por los demás para ir a ver las abejas con nuestros propios ojos. Una hora que pasemos en el colmenar nos enseñará cosas quizá menos precisas, pero infinitamente más vivas y fecundas”.
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