“Cuando uno pierde a un ser querido, ya no puede volver a ser él mismo”
“Cuando uno pierde a un ser querido, ya no puede volver a ser él mismo, por mucho que se quiera. Ese es el duelo más grande: el duelo de perder a la persona que fuimos antes”, apunta Socorro Venegas. Y es en este punto donde entra la ficción, que no es más que una herramienta necesaria para reconstruirse ante la pérdida, para poder seguir siendo alguien. De estas pérdidas de seres queridos, pero sobre todo de cuál es el siguiente movimiento del que se queda, es de lo que habla la escritora mexicana en su primera obra publicada en España, ‘La memoria donde ardía’ (Páginas de Espuma). Un libro de cuentos tan bello y desgarrador como su título.
¿Dónde arde la memoria?
Aunque ubiquemos la memoria en algún lugar del cerebro. A mí me parece que su órgano es el corazón, que es un órgano de combustión. Recordar significa pasar otra vez por el corazón; como un hilo que puede volver a atravesar emociones, el dolor, todo.
Me refería más a qué es lo que nos duele.
Esas ausencias que pueden ser tanto la pérdida de un amor como de un ser querido. El libro va tocando esas ausencias fundamentales en la vida de los protagonistas. Son seres que, a pesar del vacío en el que se quedan, encarnan una belleza también. Están en el momento en el que pueden elegir cómo mirar hacia atrás, cómo decidir que sea esa memoria. Se trata de reconstruirla, lo que es en definitiva un ejercicio de ficción hasta cierto punto. Cuando puedes reconstruir tu pasado, tienes las facultades para hacerlo como te plazca.
El mantra que se repite en la mayoría de los cuentos es, más que esa memoria, la lucha contra ella.
Sí puede ser esa una lectura. Esa memoria contra la que luchan los personajes la intentan reconfigurar. Pero también hay una memoria que tiene que ver con una proyección hacia el futuro. Una memoria que permite ver hacia delante. Pienso ahora en el último cuento del libro: la memoria podría catapultar al personaje hacia muchas cosas, pero reacciona como esos perros que reconocen y recuerdan los golpes y lo último que quieren es una alarma. Esa canción de Radiohead de No surprises; el personaje no quiere saltos que le trastoquen.
¿Somos capaces de reconstruirnos a base de ficción?
Así estamos hechos. Así vivimos. En el último cuento el personaje lo dice: la ficción nos transmite la idea de que vivimos bajo la ilusión de que la muerte sólo existe para los demás. Cuando a alguien le ocurre algo terrible siempre se pregunta: ¿Por qué a mí? Como si tuviera un salvoconducto que le pudiera eximir del mal destino. Eso no existe. Necesitamos esa ficción, esa ilusión de que lo malo les pasa a los demás. Si no, no podrías salir de tu casa.
Hay una frase en el libro que escribes así: “Un ser mutilado no es más un individuo”. ¿Qué se pierde cuando perdemos?
Nos perdemos a nosotros mismos. Cuando uno pierde a un ser querido, ya no puede volver a ser él mismo, por mucho que se quiera. Uno se vuelve un ser mutilado: ya sea una condición, la salud, un ser cercano, el amor… Ese es el duelo más grande: el duelo de perder la persona que fuimos antes.
En el libro se palpa un dolor tremendo en todos los cuentos. Y es un dolor que se lee en primera persona.
Casi siempre hay un dolor en primera persona. Me parece que crea más cercanía, más posibilidades de empatía con el lector. Creo que el género del cuento pide una mayor complicidad, te pide que te involucres más. En estos cuentos, que además son intencionadamente breves para buscar la intensidad, procuro dejar fuera información que no es necesaria, que para mí es accesoria. Eso significa pedirle al lector que se integre, que juegue con sus propias experiencias, que se involucre. Creo que eso se consigue mejor con una persona narrativa en primera persona.
Dejas espacios para que el lector rellene huecos con sus experiencias. Eso ofrece diferentes enfoques de los cuentos.
Esto es una apuesta que a mí me importa mucho y que el propio género la propone. No son textos muy extensos. Excepto el cuento de los niños, que lo hice más largo a posta porque quería enmarcarles dentro del hospital, ese lugar en el que nadie debería estar, pero mucho menos los niños. También es más largo porque necesitaba mostrar a esos niños que son conscientes de todo lo que hay a su alrededor, de lo que les va a pasar, porque ya lo han visto en otros compañeros suyos que han estado en el hospital.
Estos niños de los que hablas, y el resto que aparecen en el libro, los construyes desde la madurez. No pecan de ingenuos.
Sí. Exactamente. Son inocentes, pero no ingenuos. Hay que notar ese matiz. Son criaturas con capacidad para amar, para odiar, para conmoverse, para la compasión, son inteligentes… Esa es la idea que tengo de los niños. Desde el mundo adulto los vemos con mucha condescendencia. Ahí también nos contamos historias, pensamos con mucha contundencia qué pueden y no pueden soportar los niños. Y son mucho más fuertes y capaces de recibir golpes fuertes que los adultos.
¿Por qué entonces se tiene esta concepción de los niños?
Es un prejuicio. Se tiende a subestimarlos. Hablo desde lo que he vivido, ya que trabajé en una editorial para niños. No sabes cuántos manuscritos recibía en los que, porque estaban escritos en diminutivo, creían que ya eran aptos para niños. Como si eso fuera lo que merecen: historias edulcoradas, historias que querían engañar. Los niños detectan eso perfectamente. Cuando un niño toma un libro y percibe que le están enseñando algo, tiende a abandonarlo. En cambio, una historia que lo desafía, que lo reta intelectualmente, que le hace reflexionar…, ese tipo de historias las admiten mucho mejor. Todo esto tiene mucha importancia en lo que escribo, desde el respeto y la inteligencia hacia los niños.
¿Por qué hablar sobre el dolor?
Como otros escritores y creadores, me conecto con experiencias emotivas, intelectuales, personales. Si me tocas, tiene que ver con algo que yo he sentido. Al mismo tiempo ha sido como una elección: explorar qué es el dolor en la experiencia humana y cómo el ser humano responde a la experiencia del dolor. Yo no podría escribir historias sobre la felicidad. Alguien decía que la felicidad se escribe en blanco. No sé cómo contar eso. Alguien también decía que las familias felices son felices de la misma forma, pero las infelices son infelices cada una de distinta manera. Eso me atrae muchísimo. Cómo esos personajes, que tienen derecho a no seguir con su vida, deciden quedarse. Tampoco es que sean valientes, pero sí hay una mirada desafiante ante el mundo que es la que a mí me interesa. Quiero seguirles los pasos y ver qué hacen con el dolor.
Este dolor lo representas a través de una belleza desgarradora. Uno se enfrenta al texto leyendo esta dualidad.
Sí. Y eso es lo que me parece especialmente conmovedor. Me preguntabas ¿por qué escribir sobre el dolor? Y es que allí, en medio del dolor, en ese lugar tan improbable, también se encuentra la belleza. El secreto de quererse en condiciones absolutamente improbables, una relación extraña que surge entre dos completos desconocidos que deciden intercambiar sus pertenencias, esa relación que no es de amor, sino un encuentro muy solidario de dos personas que se devuelven la mirada en condiciones de igualdad. Mirarse a los ojos con la misma desnudez del alma, con el mismo vacío de historias, de pasado. Eso es lo que a mí me interesa, lo que me parece bellísimo; encontrar a otro ser humano que no está en condiciones de superioridad. En el momento del duelo, tú estás en desventaja con el resto del mundo. Todos esos que suelen decir “si yo estuviera en tu situación me habría muerto”… Hay como un estigma, un híjole, y no te moriste. (Y se ríe).
A esta belleza es a la que nos aferramos para seguir vivos.
Probablemente estos sobrevivientes, estos personajes, probablemente ellos no identifiquen la belleza en el mundo. Están ensimismados en el ciclo del dolor de recrearse y recrearse. Lo que yo pienso es que la belleza la terminan encarnando ellos mismos, en esas miradas que le devuelven al mundo mirándose.
No hay comentarios