Solo con el deseo se negocia, así fueron creados los gatos

Foto: Pixabay.

Recta final de los Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Con perros y gatos como inspiración. “La criatura a la que el sirio llamó gato yacía en el interior de una caja de madera. A veces surgía un respirar entrecortado que luego se detenía, estaba al borde de la vida. Intenté acercarme a los Rasos por la noche, cuando debía de hacerse, pero la silueta de sus grandes carpas detenía siempre mis pasos y me hacía retroceder corriendo a la velocidad a la que sólo se corre cuando se regresa al hogar.

POR FRANCISCO J. GONZÁLEZ MORENO 

Los Rasos acamparon al otro lado de río Chico justo el día de mi trece cumpleaños. En una mañana extendieron sus mugrientas carpas sosteniéndolas sobre largas varas de castaño que apuñalaban el cielo. Una secta de embaucadores cuya presencia adulteraba nuestro horizonte.

Esa misma noche mi padre me condujo arrastrándome sin piedad por las infinitas chabolas y barracas del barrio de la Rivera, al otro lado del río. Aquello era un laberíntico entramado de estrechas callejuelas que yo pisaba por primera vez, la pobreza allí olía a pescado crudo y químicos vertidos río arriba, donde las calles se encendían por la noche. Fíjate bien, o se volverán a llevar a tu hermano, me repetía.

No recuerdo lo último que me dijo mi hermano antes de irse, se despidió en medio de la noche, debí agarrarlo, despertar a nuestro padre, pero quería demostrarle que yo también podía ser valiente, y sólo el silencio es valiente.

Buscábamos a Guillén Tehd-irá, un sirio a cuya barraca sólo se llega desorientado. Mi padre sabía dónde estaba y por eso mismo nunca la encontraría. Me la había descrito como la única barraca con ventanas ovaladas y un tejado amarillo de un ángulo imposible. Cuando la vi me frené en seco, la sentí familiar, como la bici que había heredado de mi hermano. Bien hecho, Topillo, bien hecho.

Entró y yo le seguí. Guillén Tehd-irá estaba recogiendo la mesa, era un hombre tostado, de gestos tranquilos y un caminar animal. No se perturbó con nuestra presencia, nos ofreció una silla y se dirigió a mi padre como Darandé. Su pobreza olía distinta, a pita y almíbar. Mi hijo, ya sabe, se lo llevaron los Rasos y acaban de volver, pero no tardarán en marcharse, a saber qué le dirían, ¡lo engañaron! Lo convencieron, corrigió el sirio. Los Rasos son una especie rara de nihilistas, Darandé, vienen del mismo lugar que vengo yo, no creen en nada; si quieres convencerles de que te devuelvan a tu hijo, antes tienes que hacerles creer en algo. Se levantó sin ademanes y trajo una piel de chivo. Bajo la luz de unas velas se adivinaba en ella la silueta dibujada de una criatura de formas elegantes y desconocida para nosotros, con un sinfín de anotaciones a su alrededor. Habrás de hacer una de estas criaturas, la harás con las posesiones de los Rasos: sus telas, sus raíces, su carne si fuese necesario. Se había echado mi padre sobre la piel de chivo, buscando lo que no encontraba en las palabras del sirio. ¿Cómo servirá?, preguntó. Los Rasos amarán a esta criatura, la desearán más que a nada y recuerda, Darandé, que sólo con el deseo se negocia. ¿Por qué así?, me aventuré a preguntar recorriendo con el dedo las elásticas líneas del dibujo. Así fueron creados los gatos, respondió Guillén Tehd-irá.

Los siguientes días los pasó mi padre haciendo incursiones nocturnas al campamento de los Rasos. Llegaba a casa a veces con heridas, otras con la ropa hecha jirones al tener que atravesar los secarrales llenos de cardos; luego pasaba el resto de horas cosiendo con cara de espanto y ojos de presa. La confección se debía de hacer en completo silencio, de noche y alejados de cualquier fuente de agua. Mi padre robaba sólo lo estrictamente necesario: mechones de pelo, ropas usadas, objetos personales, un líquido espeso y oscuro, con el que sellaba cada puntada que daba del que nunca supe de dónde salió, y dos ascuas de una de sus lumbres para los ojos.

Yo me pasaba las horas observándolo, curándolo mientras dormía y preparando algo de comer para cuando despertase. Llevaba días convencido de que si nadie se había acordado de mi cumpleaños nunca cumpliría los trece.

Una noche vino mi padre con las manos vacías, se sujetaba uno de los brazos, cojeaba y estaba empapado. Tuvo que cruzar el río Chico a nado, huyendo de quienes lo habían descubierto. Mi querido Topillo, termina tú, la cola, has de hacer la cola con la bandera de los Rasos, hazlo por tu hermano o se lo llevarán. Se echó y durmió durante dos días.

La criatura a la que el sirio llamó gato yacía en el interior de una caja de madera. A veces surgía un respirar entrecortado que luego se detenía, estaba al borde de la vida. Intenté acercarme a los Rasos por la noche, cuando debía de hacerse, pero la silueta de sus grandes carpas detenía siempre mis pasos y me hacía retroceder corriendo a la velocidad a la que sólo se corre cuando se regresa al hogar. Decidí entonces hacerme con una tela similar, corté la vieja camisa que mi padre usaba y la enrosqué para que su forma ocultara su procedencia. Siguiendo las instrucciones la cosí como había visto hacer a mi padre, moviendo siempre la cola, moviéndola con una mano y con la otra dando puntadas, eso ponía. Trece, cumplí trece. Trece, trece, trece le decía al gato mientras le cosía la cola.

Mi padre se despertó aún sin recuperarse, me preguntó por la cola y yo asentí orgulloso. Esta noche, Topillo, esta noche lo soltaremos. Para él siempre tendría doce.

Cruzamos los secarrales una noche de luna llena. Sólo fue cuando abrimos la caja en los límites del campamento cuando nos dimos cuenta de que aquella criatura, aquel gato, nos había estado observando durante todo el camino. Salió con andares curvilíneos y seguros, sus orejas apuntaban al cielo y su cola se movía al ritmo al que la había cosido. Sus pasos amortiguados se dirigían al centro del campamento, dónde pertenecía. Entonces lo entendí. Mi padre estaba hipnotizado por el zigzag involuntario de su cola, se levantó abstraído con ojos de centella y fue tras él. Debí de agarrarlo, gritar su nombre o llamar a mi hermano que estaría con los Rasos, pero sabía que sólo el silencio era valiente.

 

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