A mí también me gusta beber: somos país de borrachos
Ay, a mí también me gusta beber. Como a toda España: un país donde se bebe para pasarlo bien y cuando se pasa mal; para soportar a los demás y para soportar la soledad; para divertirse y para no aburrirse. Un país beodo. Un país donde se bebe cuando hay motivo y también cuando no hay nada mejor que hacer. Para celebrar y fracasar. Queremos escapar al aislamiento vital: quedamos para tomar unas cañas. A poder ser en las amplias terrazas de ‘la libertad’.
Oh, dulces kalimotxos de la juventud. Muchos de los mejores momentos de mi vida los recuerdo acompañado de una cerveza, de muchas y burbujeantes cervezas. Qué hubiera sido de mi vida sin ellas. Las drogas, a saber las que me he metido, y qué felices me hicieron, y qué resacas tan cósmicas. Pasaban los días y las noches, y nosotros a lo nuestro, con las persianas bajadas.
Sin embargo, toda esta ebriedad ya me empieza aburrir. Mi cuerpo ya no metaboliza el alcohol de manera eficiente, viejo hígado, amigo cansado: en vez de hacerme brillar en una dulce euforia (así te ves tú / así te ven los demás), me amodorra, me empacha, me marea, me pone nervioso.
No soy solo yo: es el mundo. Escribe Daniel Soufi en ICON/El País que la generación Z ya no considera la ebriedad alcohólica como algo tan propio de la juventud, que se están quitando, que es la más abstemia de la historia. Es razonable: durante algunas generaciones quisimos ser rebeldes haciendo algo que también hacían los adultos: darle al frasco. Me dicen por ahí que ahora se toman las drogas no como una heroicidad maldita, sino como una herramienta que usar con mesura, o que ni siquiera usar. En eso éramos plusmarquistas, pero qué ridículo se ve ahora todo aquello.
La poeta Luna Miguel escribe en Babelia que ha dejado, también, de beber, y que bebió mucho y muy literariamente. Cómo nos ha inspirado la poesía a los beodos, qué coartada cultural tan efectiva para perdernos por los inciertos senderos de la noche, cómo nos ha inspirado el rock n roll y el electrotechno. Estar embriagado cada vez forma menos parte del catálogo de distracciones de la gente joven. Y ahora ya nadie monta un bar para beber y dislocar: ahora se monta una gastroteca.
¿Por qué me gustaba tanto beber?
Porque la promesa de que algo extraordinario iba a ocurrir esperaba siempre al fondo de la botella. Y muchas veces ocurría. La de cosas que me habrán pasado practicando la politoxicomanía. Pero cada vez ocurre menos: no acompaña el cuerpo, es cierto, pero tampoco acompaña el entorno, y estoy huérfano de fiesta. A los que me rodean cada vez les resulta más anacrónico practicar la ebriedad, que tenemos unos años (cenita, una copa y a la cama), y las responsabilidades propias de la edad tampoco dejan mucho espacio.
En los últimos años seguí la norma íntima de beber solo un día a la semana, normalmente el viernes, sin trasnochar demasiado. Solamente me pongo de vez en cuando. Pero en esos viernes ligeramente asilvestrados me veía atrapado en un espacio-tiempo tan rígidamente delimitado que bebía a toda velocidad, para aprovechar el momento (como si eso fuera aprovechar el momento) y la experiencia, entre tantas prisas, no es que fuera mejor, es que no era ni por asomo satisfactoria. El recuerdo de las hazañas nocturnas, la meritocracia de la droga, me resulta ahora una mitología ridícula. Y está bien: tengo genes alcohólicos. Mi padre murió devastado por el alcohol antes de cumplir 50.
Supongo que, en el fondo, con este bebercio crepuscular lo que pretendía era ir en busca de un tiempo perdido. El tiempo de la juventud y de los salires, cuando la existencia estaba perfectamente vertebrada por la fiesta, y éramos muchísimos, y los días laborales eran, simplemente, un tiempo-basura que transitar lo más rápido posible entre dos findes.
Salí durante siglos como un verdadero profesional, con la minuciosidad del relojero y la pasión del poeta, me lo tomaba muy en serio, conocía los ritmos del momento, los antros y los camellos. Qué tiempos aquellos, qué borrosos.
Mi nostalgia ahora es honda, pero ya vivimos en otro tiempo, un tiempo donde ponerse hasta el culo ya no es la hostia.
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