Sorolla llega al Thyssen como ‘cazador de tendencias’
Armani, Valentino, Givenchy, Saint Laurent entraron hace tiempo en los museos. Ahora le toca el turno a Joaquín Sorolla (1863-1923) en una exposición doble (en el Thyssen y en su casa museo en Madrid) que se centra en la fascinación del pintor valenciano por la representación del vestido y que recoge la manera de ver, los cambios sociológicos y estéticos de una época a través de un pintor entendido en moda, con gusto por las texturas, los brocados, los satenes, afición que pudo arrancar en su infancia de hijo de vendedores de tejidos.
Sorolla cumplió a la perfección lo que decía Manet: “Para una pintura la última moda es algo completamente necesario, es lo principal”. Ese primer plano da actualidad a la pintura, lo enmarca en el tiempo y Sorolla es eso, notario de la vida de 1900, un “captador de tendencias” avant la lettre.
A través de una selección de sus mejores retratos pintados entre 1890 y 1920, el pintor valenciano traza un minucioso recorrido por la vestimenta del cambio de siglo del XIX al XX, una panorámica reflejo de las profundas transformaciones que impuso la llegada de la modernidad a la sociedad. Sorolla y la moda muestra 70 pinturas y 60 vestidos y trajes; casi 200 piezas entre pinturas, dibujos, vestidos y complementos expuestos en dos sedes, en el Museo Thyssen-Bornemisza y en la Casa-Museo Sorolla, de Madrid.
En París, en 1900, no había almacenes Printemps, pero existían los de Vitaldi Babani, y Sorolla solía recorrerlos en busca del último grito en vestidos. Allí compraba kimonos, con ese japonesismo tan de moda entonces, y fue también donde encontró la creación suprema, el Delphos de Mariano Fortuny y Madrazo, el polifacético hijo del pintor, una túnica de seda plisada, a la manera de un Issey Miyake de hoy. Un modelo voluptuoso, sensual. El vestido que lucieron la bailarina Isadora Duncan o la actriz Sarah Bernhardt, espíritus libres que acabaron con el corsé de ballenas y los armazones que comprimían los cuerpos de las mujeres. El modisto Paul Poiret, el grande de su época, los desterró en 1908.
Sorolla adquirió el modelo para su hija Elena y la retrató con él en Elena con túnica amarilla, el icono de la muestra, un cuadro que se expone por primera vez, de una belleza magistral. Es la prueba del sentir de un hombre moderno, un buscador de tendencias y un padre que respetaba a las mujeres emancipadas.
Sorolla, documentalista de la alta sociedad burguesa, de “retratos graves y resplandecientes”, sabía perfectamente cómo reflejar los vestidos, sombreros, accesorios con sutiles brochazos que dan brillo a las sedas, suntuosidad a los terciopelos. Es como si hubiera desmenuzado al extremo la brillantez de un Velázquez en los encajes del Papa Inocencio X.
Eloy Martínez de la Pera, comisario de la exposición, sostiene que los cuadros de Sorolla «no solo reflejan su modernidad y la magnificencia de los retratos, sino que hablan del cambio de rol de la mujer en la sociedad. Es el tiempo de las sufragistas, de la apertura de los grandes almacenes, cuando la mujer se empieza a vestir para sí misma y no solo para su marido». O como afirma con rotundidad el director artístico del museo Thyssen, Guillermo Solana, “la moda le sirve al artista para decir: soy moderno, yo estuve allí”.
Sorolla paseaba por París, miraba, remiraba y cuando no pintaba se dedicaba a comprar ropa para sus chicas, Clotilde y Elena. Sus cartas están repletas de amor por Clota y de urgencias de medidas: “Hoy te he pedido por telegrama las medidas: no dejes de mandármelas, pues hoy encargaré un traje de calle para las tres. El tuyo es muy bonito, y creo que estarás guapísima, es azul oscuro. También quisiera que hiciesen uno negro en seda para pintarte un retrato, el retrato de los 25 años, pero veremos si encuentro lo que quiero”.
Cómo humanizan al pintor sus consideraciones domésticas: “Por la mañana estuvimos viendo tiendas de telas y me volví loco pues no sé cómo deben ser las puntillas para los chicos. Para eso lo mejor será que, puesto que tengo decidido volver con un cuadro el año que viene, lo haga contigo… Es el país mejor para gastarse el dinero… Yo lo compraría todo, todo”. En las cartas, además de cariñitos, todo son referencias a modistos, hechuras y telas.
Clotilde, la mujer de Sorollam y su hija Elena fueron los mejores modelos para el pintor. Clotilde de negro (1906), el cuadro del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, Clotilde de blanco (1902), de la Hispanic Society de Nueva York; Clotilde en la playa (1904), en el jardín. Para cada situación, un vestido acorde. Emociona ver cómo la cinturita corsetera de Clotilde se va ensanchando con los años mientras los bullones de sus mangas se inflan como globos. Sorolla desde París se convierte en el asesor de moda familiar: “Mándame de vuelta de correo las medidas de tu cuerpo saleroso y de tu pie pues he visto zapatos muy bonitos”.
Poiret, Worth y Paquin son los nombres clave de la alta costura de París. Un Sorolla cada vez más curtido en la moda que observa en París, Nueva York o Londres retrata a las mujeres con delicadeza y brillantez. Le gusta pintar vestidos blancos, ligeros, de batista bordada, con sombrilllas y gasas claras en la playa que reflejan la luz del sol, una marca de la casa. Cuando ve la ropa que llevan las mujeres piensa en cuadros. Idea la composición en su cabeza y se arrebata ante las texturas.
Los maniquíes que lucen los vestidos proceden del Museo Textil de Terrassa, el Museo del Traje de Madrid, el de Artes Decorativas de París o el Victoria & Albert de Londres, y de colecciones privadas como las de las hermanas españolas González Moro, y dialogan, como les gusta decir a los organizadores de la exposición, con los retratos de Sorolla. Los tejidos del pintor valenciano se materializan en esos modelos diminutos, en los zapatos de satén que no pisaban calle o en los escandalosos sombreros de ala ancha con pluma. Los prestados por el Victoria & Albert se ocultan tras vitrinas; los demás, sin protección.
No se conservan vestidos de Clotilde, salvo una camisa de 1909-1910 en seda azul, con cordoncillo de hilo metálico y cuentas de vidrio, diseñada por Mariano Fortuny y Madrazo, cedida por Blanca Pons-Sorolla, bisnieta del pintor, pero en el Museo Sorolla enseñan la hebilla auténtica de uno de los zapatos de Clotilde. La otra excepción es un traje de la huerta valenciana de María Sorolla al lado del cuadro La grupa en el que aparece pintado.
Entre medias, espejos, sillas, armarios de tres cuerpos con luna, joyas, guantes. Todo el mundo de Sorolla y su familia, el costurero de Clotilde y las sábanas con su nombre bordado. La elección de los vestidos que acompañan los retratos del valenciano son un acierto. Son reales, no de atrezzo. A cada pintura le corresponde un modelo auténtico. Cuando Sorolla retrata a la americana Julianna Armour Ferguson lo hace con una figurita egipcia y un collar para demostrar que es una arqueóloga, y en la vitirina de al lado se pueden ver ambas piezas. Impresiona el vestido de baile de Worth junto al retrato de la reina Victoria Eugenia. Hay vestidos de baile, de boda, de día, de playas. De tafetán, algodón, de tul, de encaje. Y todos perfectamentes ponibles si adaptamos las medidas a nuestros cuerpos.
Una exposición muy interesante. No es otra más del pintor. Sorolla cuidaba la puesta en escena, ponía especial cuidado en mostrar la personalidad a través de su vestuario, de los muebles o la pose. Por primera vez vemos a un artista cronista de tendencias. Un historiador de la moda pintada.
‘Sorolla y la moda’ se puede ver hasta el 27 de mayo en el Museo Thyssen. (Paseo del Prado, 8) y Museo Sorolla (General Martínez Campos, 37) de Madrid.
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