¿Habría compuesto Tchaikovsky una obertura para Ucrania?
Entre el repertorio musical del coche, entonces dominado por el sonido electrónico de los 80, había como extraviada una cinta de música clásica con la ‘Obertura solemne 1812’ de Tchaikovsky. A fuerza de oírla en carretera acabé asociándola con el paisaje natural que veía por la ventanilla, monumental como ella, y como ella, postergado por el progreso y las tendencias urbanas a un pasado romántico y anticuado, casi mítico. Ante el sombrío panorama actual, hoy Tchaikovsky –o un equivalente– habría podido dedicar su Obertura solemne a la pandemia, la crisis ambiental o la resistencia del pueblo ucraniano. Un marco estético y moral que exorcizara el conformismo y conjurase el duelo y la voluntad que en el pasado servía para fundar naciones o coronar reyes. Sin embargo, hemos estado bailando al son de otra música, más próxima al vodevil o al ruido.
Un día leí que la Obertura no evocaba mitos, sino hechos reales, y desde entonces cada vez que la oía veía a Napoleón cabalgando, y al ejército ruso emboscado entre la nieve, y el miedo, y el valor. Y el estrépito de los cañonazos y campanas triunfales. En apenas 15 minutos transcurría toda una guerra, con sus derrotas y victorias, sus esperanzas y desolación. Como en las grandes epopeyas clásicas, la guerra desataba un repertorio de virtudes y emociones vigentes, universales. De hecho, supe al crecer que el paisaje de mi ventanilla era también digno de aquel respeto y de aquellas notas solemnes, porque además de su vigencia geológica y biológica, había inspirado la misma resistencia popular frente a la invasión napoleónica, consagrando su soberanía e independencia nacional en la Constitución de 1812.
Durante la crisis de la Covid oímos invocar con frecuencia el símil de la guerra en los análisis políticos, económicos y sanitarios de la pandemia. Las escenas que veíamos no eran para menos, y conjuraron una corriente de reflexión social que luego, poco a poco, la «nueva normalidad» fue disipando bajo el conformismo habitual. Pero la tesitura había cambiado, como si el shock global hubiese sentado un precedente para la excepcionalidad. Apelar a la épica es un recurso alentador en circunstancias adversas, porque las ordena en un contexto histórico o moral, de supervivencia, que les da sentido y mueve a la unidad y la resistencia. Un recurso del arte que conmueve al poner el acento o gravedad sobre bienes preciados en situación extrema.
El filósofo y psicólogo William James dijo que si las guerras infunden tantos sentimientos de unidad y consenso ante la adversidad, la sociedad debería, en lugar de acomodarse, inventar un «equivalente ético de la guerra» que movilizase o mantuviera siempre vivas esas virtudes. Que previniese el sufrimiento con disciplina moral en vez de olvidarlo con frivolidad.
Ese equivalente –para James– lo representaba el desafío de la naturaleza. Curiosamente, el padre de la hipótesis Gaia, James Lovelock, que acaba de fallecer, dijo hace una década que la emergencia climática llegaría a ser un equivalente de la guerra capaz de suspender la democracia. Apelaba a esa dimensión épica de la naturaleza que nuestra cultura frivolizó. Y a la supervivencia, consciente de nuestra vulnerabilidad y nuestros límites. De los recursos por los que la gente estaría dispuesta a movilizarse, y sobre los que la cultura debería haber puesto hace tiempo ese acento o gravedad moral capaz de conmovernos. Porque son reales, no entelequias idealistas. Y porque son dignos del respeto que invoca lo solemne y las instituciones deberían proteger. Descreídos y acostumbrados a vivir por encima de ellos, desafíos colectivos como los límites planetarios no nos parecían tan reconocibles como los enemigos de la patria, banalizando la ecología y su potencial para el consenso. Y así, las humanidades, desacreditadas por una cultura material y consumista, nunca lograron poner en valor la épica científica que ante nuestros ojos despliega la naturaleza. Nuestra fuente no solo de recursos, sino de sentido e identidad colectiva.
De haberlo hecho, ante el sombrío panorama actual, hoy Tchaikovsky –o un equivalente– habría podido dedicar su Obertura solemne a la pandemia, la crisis ambiental o la resistencia del pueblo ucraniano. Un marco estético y moral que exorcizara el conformismo y conjurase el duelo y la voluntad que en el pasado servía para fundar naciones o coronar reyes. Sin embargo, hemos estado bailando al son de otra música, más próxima al vodevil o al ruido. En los 90 la sociedad de consumo se creía tan imparable que proclamaba el fin de la historia celebrando su triunfo sobre la naturaleza, la caída del muro y de los viejos mitos de nuestros abuelos. Las nuevas generaciones ya no debían preocuparse de causas colectivas o grandes ideales fuera de la carrera del éxito personal, porque todo estaba ya hecho, el mundo alicatado hasta el techo, y el mercado global de bienes y servicios le sacaría provecho. El desarrollismo se desmadró volviéndose tan impune y descarado como la destrucción del paisaje bajo el boom del ladrillo, que muchos veíamos impotentes desde la ventanilla del coche como una invasión napoleónica.
Este año hemos visto cómo esos paisajes se secan o arden arrasados por olas de calor e incendios que según los expertos irán a más. A la incertidumbre se suma ahora el pesimismo ecológico. La crisis energética y el agotamiento de los recursos además amenazan con un largo invierno y con el llamado «fin de la abundancia». A falta de oberturas solemnes o equivalentes, cada vez son más los que viven esta sensación de ocaso o de pérdida al ritmo de una elegía o de una marcha fúnebre. Recuerdo acusar como estudiante esta orfandad generacional de artistas, intelectuales o causas colectivas ante aquel menosprecio al patrimonio natural e histórico, porque el optimismo desarrollista nos abocaba al futuro y reducía la Historia a un culebrón sentimental del que el progreso técnico nos eximiría, como de la mili. La crisis de 2008 confirmó luego que seguíamos viviendo de mitos, ahora virtuales, y que la historia, lejos de terminar, acabaría por arrastrarnos también. De hecho, al ver por primera vez la catedral de Notre-Dame, donde Napoleón fue coronado, o la isla de Elba, donde fue desterrado, aquel sentido estético y moral del arte lo acompañaba, como si no pudiera disociar el paisaje de una banda sonora histórica.
Los griegos creían que la música es para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo, y es cierto que la armonía o el ritmo orquestan la percepción de nuestros sentidos y emociones. Pero si la estética es una gimnasia para la ética y moldea nuestra forma de sentir el mundo, en 2020 la pandemia quebró esos moldes y mantras que en los 90 creíamos definitivos y parieron el progreso arrogante de esta etapa de «adolescencia tecnológica». E incluso cuando la nueva normalidad se acercaba y la inercia del mercado nos devolvía al conformismo, el IPCC nos recordó que no hay mayor inercia que la del planeta. Por su fuera poco en 2022 Rusia invade Ucrania y la crisis energética se acelera. ¿Y qué papel juegan aquí la cultura y el arte? ¿Distraer? Querría pensar que subvertir la inercia estética, devolviéndole su solemnidad a la naturaleza, reconciliando la belleza con la ciencia y la ética, o inculcando el gusto por la verdad entre tanta apariencia, como cuando Orfeo libró a los argonautas del hechizo de las sirenas, alzando la belleza de la música. Porque si la cultura nació como una fuente de recursos colectivos para allanar nuestra supervivencia en la naturaleza, en esta jungla virtual cada vez estamos más aislados y rodeados de señuelos, y emocionarnos por las cosas equivocadas puede ser una nueva forma de incultura y regresión.
Después de todo somos primates, animales vulnerables a los sesgos y dinámicas que nos rodeen, cual dogmas, y seguir cultivando el estímulo fácil e individual en vez del respeto por la realidad que nos une y sostiene puede llevar a que lo único que hagamos ante cada nueva crisis sea parchear la grieta para seguir disfrutando de nuestra particular cuota de libertad hedonista. Y de nuestras pequeñas burbujas ideológicas o identitarias… Frente a los caprichos del mercado tecnológico, el entretenimiento o la evasión se echa en falta una cultura crítica, capaz de desenmascarar tantos espejismos y devolverle el sentido a las cosas que lo merecen. De actualizar las causas dignas de respeto solemne. Igual que a Napoleón, el gran estratega, lo doblegó el clima en Rusia, ahora, mientras se acerca el invierno y los bloques geopolíticos se pertrechan, los goznes terrestres están girando con su gemido viejo y pesado en un eco que durará generaciones, metiéndonos en cintura y contexto ante los límites planetarios. Reclamando una perspectiva con criterio a la altura eco-geopolítica que podamos esgrimir frente al cinismo o el fanatismo. Un «equivalente ético de la guerra» capaz de movilizar la razón frente a retos y enemigos globales que ya no cantan la Marsellesa, pero que nos embaucan y dividen, como a los argonautas. Con cantos de sirena.
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