Te prefiero sosa y poco sensual, según Han Kang, Nobel 2024
“Fue natural que eligiera casarme con ella, que tenía el aspecto de ser la mujer más corriente del mundo. De hecho, jamás he podido sentirme cómodo con las mujeres bonitas, intelectuales, sensuales o provenientes de familias adineradas”. Estas líneas —que pertenecen al marido de la protagonista— figuran en las primeras páginas de La vegetariana, novela de la surcoreana Han Kang, premio Nobel de Literatura de este año.
La prosa de Han Kang es bellísima y su reflexión sobre el rechazo a la carne, aguda; pero sobre todo me impresionó ese modo certero de encarnar la manera de decir (y sentir) de un hombre. En este caso, habla el marido de Yeonghye, el personaje central, una mujer acostumbrada a complacer a los demás (a su padre, a sus hermanos, a su pareja), hasta que su propio deseo se rebela y empieza a brotar como locura.
¿Cuántas veces hemos sabido las mujeres que los hombres nos prefieren insulsas, modosas, guapas sonrientes y en silencio, antes que apasionadas (“intensas”), inteligentes y, mucho menos, líderes?
“Mi mujer se ajustó sin problemas al rol de esposa común y corriente que yo deseaba”, dice el marido. “Era más bien callada. Rara vez me pedía algo y no se quejaba por muy tarde que yo volviera del trabajo. Tampoco insistía en que saliéramos los domingos o festivos que estábamos juntos en casa”, según la descripción de un esposo satisfecho.
Cuando leí esto, supe que me encontraba con una aliada de pensamiento que se atrevía a decirlo con todas las letras. Recordé a aquel jefe simpático, seductor y respetuoso con sus compañeras de trabajo, a quien en una reunión festiva con otros superiores, fuera de horario de oficina, se le escuchó decir a su esposa: “Sé discreta, no lo olvides”.
Me acordé, también, de aquel amigo que me confesó que lo que más le gustaba de su nueva pareja era que solo le reclamara estar con él en fines de semana alternos (ya que ella tenía un hijo en custodia compartida) y que, así, tenía la garantía de que no lo “molestaría” tanto, ni lo tironearía para hacer cosas juntos todos los findes. Fue el mismo que me confesó que se sentía a gusto no queriéndola tanto, porque tenía la certeza de que si ella lo dejaba, él volvería, al día siguiente, tan tranquilamente a su vida de soltero.
A salvo de sus propios sentimientos, diría yo.
A veces lo menciono en reuniones de mujeres, protegida de censuras defensivas: muchos hombres prefieren no amar a un igual, a una mujer, a ninguna mujer, y encarar relaciones con alguien que les resulte insustancial y no los ponga en duda. No quieren correr el riesgo de sufrir el rechazo o padecer el duelo del fin de una relación; tienen miedo a enamorarse y terror a medirse con otro (otra) tan inabarcable y misteriosa en su interior.
“Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando la vi por primera vez (…) Su manera de ser, sobria y sin ninguna traza de frescura, ingenio o elegancia, me hacía sentir a mis anchas. No hacía falta que me mostrara culto para atraer su atención ni tenía que andarme con prisas para llegar a tiempo a nuestras citas. Tampoco había razón para que me sintiera menos cuando me comparaba a solas con los modelos que aparecían en los catálogos de moda masculina. Ni mi barriga (…) –ni siquiera mi pequeño pene, que era causa de un secreto complejo de inferioridad– me preocupaban en lo más mínimo cuando estaba con ella”. Esto le hace decir Kang al miserable (no sin regodearse con sus características físicas). Cabe señalar que el marido miserable tampoco se priva de forzar a Yeonghye al sexo cuando (y como) a él se le ocurre… como no podía ser de otra manera.
Dicen que en Corea del Sur –un país ultracapitalista periférico y con una sociedad que padece un sesgo marcadamente machista–, quienes recibieron bien La vegetariana fueron las mujeres, ya que por fin encontraban una interlocutora. Y no tanto los surcoreanos, hombres habituados a esa vida vertiginosa de complacer a sus empresas y a sus jefes y trabajar sin desfallecer, persiguiendo el orgullo de un “triunfo” social.
Consumir o morir en el intento. Aparentar dominio o matar (física o simbólicamente).
¿Cuántas veces sentimos que nos ignoran intelectualmente para que no alteremos su autoidilio en un paisaje despejado, reconocible, digerible, del que nos han eliminado?
¿Cuántas veces la misoginia se traduce en frases despectivas, interrupciones o intentos torpes de seducción de la carne, despojada de voluntad?
La mancha mongólica en el cuerpo de la protagonista de la novela, que ocupa algunas páginas, es el fetiche de otro personaje masculino que apenas repara en una persona que tiene una piel que lo excita. Esa señal en la piel es una banderita literaria (una marca recordatoria) que evoca la mancha misógina, imborrable, tanto en sociedades orientales como en Occidente, más allá de que los modales y los discursos parezcan lejanos.
Es la mancha venenosa que a veces se esconde, pero que resurge en chistes y dichos populares. A propósito, días atrás, un locutor argentino que relataba un partido de baloncesto, espetó (sin percatarse de que el micrófono de la radio estaba abierto): “Yo siempre recomiendo que elijas a la linda, porque putas son todas”. Traducido: todas disfrutan del sexo.
Frente a esas miradas medievales en tiempos errejonianos, Han Kang podría ser nuestra sacerdotisa, o la bruja mayor que se atreve a poner algunas frases reveladoras en el altar de la literatura. El Nobel garantiza que ella no quede relegada a una lista de autoras feministas, esas que escriben casi exclusivamente para mujeres. Su ingenio y sutileza nos ayudan a sacar estos temas, que no constituyen delito penal, pero sobre los que necesitamos hablar, como catarsis colectiva.
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