Teresa Gancedo, la pintora del misterio y los paraísos perdidos
Teresa Gancedo (Tejedo del Sil, León, 1937). Mari Tere. Aquella niña a la que regañaban las monjas en el colegio porque solo pensaba en dibujar y dibujar. Y que, aun hoy, a día de hoy, a sus 84 años, sigue dibujando y pintando a diario, como una adicción, “como si fuera una droga”, dice ella. De ahí que el ‘leit motiv’ que encabeza ‘Lo llamaré otro tiempo. Lo llamaré otro espacio’, su macro-exposición en la galería Odalys de Madrid, ciudad a la que regresa más de 20 años después, sea: “La pintura siempre vuelve, siempre vuelve, siempre vuelve”. Entramos en las realidades paralelas de esta mujer, en los paraísos perdidos de esta artista, a la que, creemos, no se le ha hecho el caso debido en las últimas décadas.
Ha sido, es, su manera de vivir. De existir. Porque partiendo de la figuración ha construido un universo de realidades paralelas, mágicas, un mundo que se ha inventado ella, con una trascendencia que se ha inventado ella, una religión que no es la religión de los sacerdotes y los colegios de monjas, pero sí la de Cristo, cuya cabeza, representada por Velázquez, llena algunas de sus mejores obras. Igual que el símbolo de la cruz. “Es algo que compartía con Tàpies, con el que hablaba mucho de esto. Los dos coincidíamos en que al meter una cruz en un cuadro nos redondeaba la composición, nos la completaba como ningún otro símbolo”.
“A mí en el colegio me explicaron la religión como un azote, una religión de prohibiciones, como un continuo castigo, y no como una esperanza, así que yo tuve esa cosa de un mundo inventado por mí y una religión inventada por mí”.
Pintora de signos y de mandalas. De círculos. A lo largo de toda su trayectoria ha ido encerrando en círculos sus principales motivos y personajes, su microcosmos, como mandalas que acogieran lo mágico y lo inexplicable de la existencia, y unieran todo en uno, el pasado con el presente y el futuro. “Para mí el círculo es esencial en el arte, desde el arte egipcio y el budista hasta Miró; el círculo siempre esta ahí”.
El gran poeta leonés Antonio Colinas escribía en 2003 sobre ella: “Es el símbolo precisamente el centro alrededor del cual gravita el mundo onírico y reflexivo de esta pintora (…) No hay que olvidar tampoco el que podríamos considerar como carácter mandálico de esta pintura (…) En la concreción y simplicidad del mandala se halla su valor, su fin último. El valor de la pintura de Teresa Gancedo consiste también en que ella ha sabido profundizar, ir más allá de ese símbolo de eternidad en el que la mirada se fija para deshacer dudas, sobrevolar vanidades, resolver angustias, atender a la eterna unidad de las cosas y de los seres. La pintura de Teresa Gancedo nos conduce a la eternidad del mandala –el centro de los centros en sus cuadros– (…) Aplica, por una parte, a la realidad y a lo suprarreal una mirada de microscopio, dispersadora, plagada de microcosmos, pero a la vez siempre se halla en el cuadro esa presencia del círculo que resume el Todo. Queda así representada en estas obras, de manera ideal, lo eterno y lo pasajero, la razón y el corazón, los sueños y esa realidad en la que las cosas se descomponen para volver enseguida a renacer”.
Y ahí, rodeando los mandalas, están la naturaleza y el paso del tiempo. Ese querer recobrar, como una obsesión, década tras década, el paraíso perdido de su infancia en un pueblo del norte de León (sus padres vivían en Madrid, pero, en plena Guerra Civil, decidieron buscar ese refugio en las montañas leonesas), de su gente, de su abuela, a la que trae continuamente a la conversación, con la que vivía una conexión como la que no ha sentido con ninguna otra persona. “Su muerte me marcó. Otras cosas que me dicen de mi obra no puedo explicarlas, es lo que siente cada uno al contemplarla, pero sí que veo ese aire de misterio y de nostalgia, esa melancolía de lo que se pierde, ese círculo de la vida y la muerte, en el que lo más terrible no es la muerte, sino el olvido”.
Alfonso de la Torre, comisario de la exposición en Odalys (en la que también llama la atención el gran tablero central con sus altarcitos elaborados a partir de objetos encontrados, una especie de ajuste de cuentas de la artista con una de sus asignaturas pendientes: la escultura), señala: “La obsesión del dibujo durante su vida de colegial, entre la regañina de las monjas: será la niña que quería pintar y no jugar, dirá un poeta (Colinas), la infelicidad le dominaba por completo, dirá otro (Lluis Permanyer). Y el padre comprensivo que le lleva al Museo del Prado, transportada al inmemorial encuentro con El Bosco, jamás abandonado. Fue bastante infeliz, niña Teresa, durante su vida madrileña. Y aún en estos días ella evocaba melancólica el inmemorial paisaje del valle de Laciana y El Bierzo, la pervivencia en su memoria de los gestos de sus ancestros, rememoración (…) del país interior, la intratierra, el tras-país”.
El paraíso perdido de una niña feliz en el pueblo y en el campo. Esas flores de larguísimos tallos que van tejiendo sus lienzos. Y esa fotografía de una niña desnuda levantando un brazo, que se repite en la obra de sus tres últimos años, que es la que domina en la exposición de Odalys. Una niña que, como ella explica, es “un alma pura, un ángel y, a la vez, una mujer que levanta el brazo, la mano, como pidiendo algo, reclamando algo, reivindicando algo, y ahí sí que hay algo de feminismo”.
El arte como una interpretación feliz y dolorosa al mismo tiempo de la existencia y del paso del tiempo, y quizá, por eso, a la vez que trae a su abuela a la conversación, recuerda su trabajo de 24 años como profesora de Bellas Artes en Barcelona (tras crecer en Madrid, en 1960 se traslada a Barcelona, donde sigue viviendo), que le llenaba más que nada, como todo, porque le aportaba la enseñanza de ver cómo otras almas gemelas, artistas, “sufren por su conexión, su obsesión, a veces tan inexplicable, con su obra”.
“La pintura siempre vuelve, siempre vuelve, como una necesidad, una adicción, una droga. Para mí la realidad es la que me llega a través de la pintura”.
En 1980, Teresa Gancedo escribía sobre su obra para el catálogo New Images from Spain en el Museo Guggenheim de Nueva York (fue una de los nueve artistas seleccionados por la comisaria Margit Rowell para representar la España artística del post-franquismo; Teresa Gancedo y Carmen Calvo fueron las únicas mujeres; pero la historia posterior no ha sido muy generosa con esta artista y muchos pensamos que no ha recibido el reconocimiento debido, tanto por la calidad de su obra como por su carácter pionero en décadas tan dominadas por lo masculino). Decía Teresa, Mari Tere: “La realidad es la base de mi lenguaje plástico. Esta realidad no es objetiva, sino subjetiva y casi siempre transformada por la honestidad del engaño que el recuerdo infunde en todo lo que nos pasa. Me gustaría que mis obras se vieran como representaciones fugaces y equívocas del mundo y de la vida (…), una realidad entretejida con recuerdos de años, de nombres, de misterio, de dolor, de alegrías”.
Escribía el poeta leonés Antonio Gamoneda en 2018, a raíz de una gran retrospectiva de Teresa Gancedo en el MUSAC (uno de los principales actos de los últimos años de reivindicación de esta artista), y de la que había escrito 45 años atrás, a raíz de la que fue la primera exposición de esta mujer, en la sala Provincia, en León. “Ya anotaba entonces que la artista entendía la obra pictórica como un espacio cuyos contenidos están en función poética”.
Volvemos a Alfonso de la Torre y sus reflexiones en el catálogo de la exposición madrileña: “Ese misterio ha sido pertinazmente defendido por Gancedo pudiendo simbolizarse en su frecuente declaración que me recuerda a aquel Michaux del vivimos en un mundo de enigmas, “vivimos en un misterio”, dirá aquella, en donde tampoco ha esquivado un hondo sentido poético que parece signarse siempre en una devolución a la no explicación, un repliegue sentido a lo interior, a un deseo de crear para comprenderse a sí misma”.
Son misterios. Y es el Misterio.
“De alguna forma”, sigue Alfonso de la Torre, “la obra de Gancedo ha sucedido siempre entre dos puntos, la experiencia del ser en el mundo y, por otra parte, un inagotado misticismo en dicho estar, como si un poderoso sentimiento de temblorosa trascendencia se encontrase con la gravedad de lo real, la levedad con el peso, una mirada poética de gran fuerza simbólica entre lo inmóvil habitado, reflexionando sobre qué sea ese lugar inquieto donde clama el vacío”.
La vuelta a un paraíso perdido.
La temblorosa trascendencia frente a la gravedad, al peso, de lo real.
El aspecto caótico del existir.
Microcosmos y macrocosmos.
La necesidad de explicar la realidad exterior e interior encerrándola en mágicos mandalas.
La búsqueda de un Cristo humano frente a las reprimendas de las monjas, el catecismo castrador, el paso del tiempo y la muerte; la naturaleza que siempre renace frente a la muerte y el olvido.
Antonio Colinas, en su libro En los prados sembrados de ojos (2020), le ha dedicado un poema, del que son estos versos:
“Más sobre todo entraré para perderme / en ese firmamento de los signos, / en el misterio y en lo inescrutable / de las cosas humildes”. “Gracias a esos signos / lograremos salir del laberinto / del vivir sin vivir”. “Bondadosa pintura de la niña / que quería pintar y no jugar. / Sí, nos salvas en símbolos y signos / que trazara la mano de un niño; nos salvas / gracias a esas argollas a las que aferrarnos”.
Argollas, mandalas, círculos a los que aferrarnos frente al paso del tiempo y, más terrible aún que la muerte, el olvido.
“La pintura siempre vuelve, siempre vuelve, siempre vuelve”.
“Quizá lo que hice fue inventarme una realidad y una religión a mi manera”.
`Teresa Gancedo. Lo llamaré otro tiempo. Lo llamaré otro espacio’. Galería Odalys. Calle Orfila, 5. Madrid. Hasta el 14 de enero de 2022.
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Por Joaquín Liberal, el 27 octubre 2021
Esplendido y cercano