Termina el ‘Año Frankenstein’ y remamos al viento, entre monstruos
Despedimos 2018, ‘el año Shelley’, con el bellísimo acercamiento cinematográfico a Mary Shelley y sus ‘frankenstein’ que Gonzalo Suárez realizó hace ahora 30 años: ‘Remando al viento’. El lado oscuro, los miedos, los monstruos que alimentamos hasta convertirse en fatalidades, más allá de lo real y lo irreal, remando entre espejos, ilusiones y oscuridad en la personalísima e inteligente barca del director español.
Se va 2018, un año extraño, de muchos choques y pocas confluencias, de demasiados extremos. Un año victimista y poco generoso, aunque como casi todos los años, cargado de citas y efemérides que a veces nos ayudan a recordar, no sin cierta nostalgia, que existen, o existieron también, asuntos maravillosos de los que estamos igualmente hechos. 2018 ha sido en todo el orbe el año de Mary Shelley y de su famosa criatura, El moderno Prometeo, ese al que casi todos conocemos por el monstruo de Frankenstein. Tan literario como cinematográfico, no voy a hacerles recuento de cuántas veces su inspiración, su historia o simplemente su armazón monstruoso han pasado por el celuloide.
Este Año Shelley ha venido cargado de homenajes a la escritora británica, en forma de películas, documentales, ensayos, exposiciones… Por eso hoy querría acercarles, o recordarles, que hace ahora 30 años, alguien se hacía eco con extraordinaria sensibilidad de la escritora y su relato. Fue en 1988 cuando Gonzalo Suárez los utilizó para escribir y dirigir su largometraje Remando al viento, algo más que una película rodada alrededor del mito de la criatura de Frankenstein y su creadora.
“Estoy sola, como en las páginas de mi libro, he venido hasta los confines helados del universo para encontrarme con la horrible criatura que mi imaginación concibió, pero donde no hay sombras los monstruos no existen, solo la memoria perdura más allá de los límites de la imaginación”.
Con estas palabras comienza Mary Shelley su recuerdo, el largo y hermoso flashback de Gonzalo Suárez sobre los hechos que envolvieron la existencia de unos personajes únicos: Mary y Percy Shelley, Byron, Polidori y Claire Clairmont.
A bordo de un barco que intenta atravesar el mar helado cerca del Polo Norte, Mary Shelley trata de escribir con su pluma y una tinta ya congelada –quizá como sus recuerdos– las circunstancias que la llevaron hasta el fin del mundo en busca de su criatura.
El recuerdo de todas y cada una de las tragedias que han predestinado su vida y la de todos aquellos a los que ama o admira, y que asegura con certeza tiene un punto de partida: aquella noche en la que Mary creó a la criatura. Una apuesta, la de escribir una historia terrorífica por parte de cada uno de los habitantes de la villa suiza junto al lago, que desembocará en un tormento inexorable de desgraciadas consecuencias, imposible de aplacar. A partir de entonces, las apariciones de la criatura imaginada por la mente de Mary tendrán lugar, sin remedio, en la vida de su creadora y los que la rodean, como un anuncio, como pregón de las catástrofes que habrán de llegar. El presagio de desgraciados finales. El reflejo de, quién sabe, ese lado oscuro que los personajes llevan consigo, los personajes en Remando al viento, y seguramente todos nosotros.
Ya desde el principio la belleza apresa al espectador para no soltarlo más, empujándole sin remedio hacia el universo de Suárez y sus criaturas. Atrapados con facilidad por la brillantez con la que el director nos engulle y la fascinación en la que nos vemos sorprendidos ante secuencias cautivadoras, luminosas, de un estilo tan personal como inspirador. La mentira, tan cinematográfica, para contarnos una verdad o una verdadera ficción, quién sabe si la suya, quizá también la de Shelley o la de Byron, tan incierta como cualquier otra, pero tan valiente como pocos otros se atreverían a mostrar. “La ficción es la mejor vacuna contra la realidad” dice Polidori, y a partir de ahí, reinventar para demostrar que la realidad siempre es más terrible, al menos para quien siente la necesidad de cuestionar, de horadar más allá, entre los recovecos del pensamiento, de la realidad, del instante.
Las bellísimas localizaciones, el vestuario creativo y particular de Yvonne Blake, la magnífica dirección artística de Wolfang Burmann, la aportación musical clásica (la banda sonora incluye obras de Paganini, Beethoven, Mozart o la inolvidable Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis, de Vaughan Williams), así como la extraordinaria fotografía de Carlos Suárez, alimentan una obra repleta de imaginación sobre hechos ocurridos –o no–, a los cuales Gonzalo Suárez da forma, entrelaza, figura e idea, con la libertad creativa de su peculiar sentido de la realidad, de la imaginación, de la puesta en escena y de su finísima ironía.
La distancia es la mejor composición en la historia de Suárez, que contempla sin entrometerse, que deja a sus personajes –concebidos por el inabarcable ingenio del director– deslizarse, tropezar, muchas veces de golpe, no solo con su realidad, la propia, sino también con esos espejos que la certeza y la circunstancia, el momento ilusorio, es capaz de crear sin límites, hasta acontecer. La imaginación, siempre la imaginación. Nunca las ensoñaciones capaces de arrastrar sin misericordia una existencia han sido tan poderosas.
El diseño de personajes, absolutamente personal del director, lejos del formalismo conceptual de cualquier género, lejos incluso de la ortodoxia biográfica, creando emoción en cada secuencia, casi como una pequeña obra de arte tras otra. Páginas de una memoria, la de Shelley, la de Suárez, más allá de los límites de la realidad y la irrealidad. La ficción como la mejor arma contra la lánguida certeza. Una realidad remando al viento.
Hermosa, literaria, conceptual, inteligente. Bellísima. Acérquense al universo de Suárez; luego se quedarán con ganas de más. Si es así, adelante, no se arrepentirán, dense una vuelta por la genialidad de Epílogo, la finísima y delirante ironía cómica de Reina Zanahoria o la más cercana y realista de El portero, y no se pierdan esa otra joya que es para mí El Detective y la muerte, pero esa es otra historia, otro viernes de cine.
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