Theodora: Händel, sexo, violencia y venganza contra la tiranía

La soprano Julia Bullock y el contratenor Iestyn Davies, en el dúo final de ‘Theodora’, en el estreno en el Teatro Real. Foto: Javier del Real.

La inteligente y actualísima versión de ‘Theodora’ firmada por Katie Mitchell asombró a un Teatro Real dividido y tan polarizado como la propia sociedad española. El oratorio de Händel actualizado y reconvertido en un alegato feminista de la venganza contra la tiranía recibió algunos abucheos que fueron rápidamente ahogados por una salva de aplausos y gritos de aprobación, una vez terminada la función de estreno.

En realidad, si se presta atención al libreto de Thomas Morell, la acción en Theodora apenas se desarrolla, pese a que Händel dejó escrito que nos encontramos ante un oratorio dramático y el único de temática cristiana de toda su extensa producción. La decisión de Mitchell de actualizar la historia y situarla en el edificio de una embajada es perfecta como madeja de la que tirar de varios hilos que puedan ofrecer más credibilidad a la historia. El máximo responsable de ese inmueble gobierna de forma tiránica y caprichosa. Así que la base de la dramaturgia es un conflicto típico de opresores y oprimidos, pero Theodora, como líder de los sometidos, se nos presenta como una mujer de acción más allá de la pasiva cristiana capaz de preferir la muerte antes que ver mancillada su virtud. Aquí ella e Irene, su amiga, compañera y confidente, son las cabezas visibles de un grupo rebelde dispuesto a hacer saltar literalmente por los aires la embajada y a sus habitantes.

La puesta en escena en el primer acto, que transcurre básicamente en la cocina del edificio, se hace un poco larga y tediosa. Mitchell lo apuesta casi todo a una de las escenas más potentes del montaje: Theodora fabricando cuidadosamente una bomba mientras canta un aria bellísima: “¡Mundo hipócrita, adieu! / Tus espejismos embaucadores, / tus pompas huecas, / tus placeres pasajeros, / no me tentarán ni me harán ceder. / Sólo anhelo / la fortaleza de la fe / y el premio de la esperanza». Irene le ayuda con los detonadores, quiere ser cómplice en el futuro atentado contra los tiranos. Mientras nos explica: “La riqueza es el obstáculo de la virtud, / la llama que aviva los instintos / y el refugio de los degenerados. / La auténtica felicidad sólo se encuentra / allí donde reina el amor, la verdad y la pobreza; / allí donde se practica la auténtica caridad. / La riqueza es el obstáculo…”.

La combinación de los dos elementos le ofrece a la propuesta una vuelta de tuerca interesantísima, pues la situación obliga al público a rellenar por sí mismo los huecos que propone la dramaturga. ¿Quiénes son los tiranos? ¿Es la resistencia un grupo fanático religioso? Nos ofrece la posibilidad de pensar en los innumerables conflictos armados que existen en la actualidad en la que las minorías son oprimidas por razones de conciencia y religión. Y a hacernos una serie de preguntas de rabiosa actualidad surgidas de una obra que se estrenó sin pena ni gloria en 1750. ¿Dónde radica el deber? ¿Es legítimo retirarse del mundo si uno lo desaprueba? ¿Cuánta libertad se puede conceder a una creencia minoritaria? ¿Se puede dar libertad a las minorías para infringir la ley?

El asunto de la bomba no es baladí y le permite a Mitchell una excusa más que creíble para que Theodora sea enviada al martirio. Y qué martirio. Tal vez la forma más heteropatriarcal que se me ocurre de frenar a una activista. Enclaustrarla en un burdel para que el Ejército pueda divertirse con ella. A Theodora e Irene, los guardias de seguridad de la embajada las pillan con las manos en la masa fabricando el artefacto explosivo y ese se convierte aquí en el desencadenante principal de la acción.

Un momento del segundo acto de ‘Theodora’ en el estreno en el Teatro Real. Foto: Javier del Real.

Como ya dejó caer Dan Ayling, el responsable de la reposición en Madrid, no es descabellado pensar en países o líderes que podrían tener habitaciones dedicadas al sexo en los edificios de sus embajadas. En la vida real hemos asistido a tantas noticias que superan la realidad que hasta esta propuesta de Mitchell puede parecernos incluso naif. Estados Unidos acaba de reelegir como presidente a un hombre que sobornó a una actriz porno con la que tuvo encuentros sexuales para que guardara silencio y no afectara a su primera carrera por llegar a la Casa Blanca. El periodista del Washington Post y disidente Yamal Jashogyi fue presuntamente asesinado y descuartizado en el consulado saudí en Estambul. En un establecimiento de la embajada de Rusia en Buenos Aires se descubrieron 12 maletas que contenían cerca de 400 kilos de cocaína.

En cada uno de los tres actos de este oratorio, Mitchell propone que la escena más importante se desarrolle a cámara lenta. Dicen los realizadores de cine que cualquier cosa que se filme a cámara lenta adquiere, automáticamente, un extra de dramatismo. Esta debe de ser también una verdad absoluta en el teatro, pues la directora consigue con este recurso atrapar como nunca la atención del espectador. La maravillosa música de Händel, por supuesto, consigue que además de pegar tus ojos al escenario se te encoja el corazón.

El trabajo de Sarita Piotrowski como coreógrafa es, sin duda, magnífico y fundamental para esos momentos. Sobre todo en la espectacular, impactante y sorpresiva escena final en la que ocurren tantas cosas a la vez a lo largo y ancho del escenario. Porque sí, puestos a actualizar la obra, Mitchell se inventa un nuevo final para la historia. Y funciona, vaya que si funciona.

Como en todos, o casi todos los oratorios, el trabajo del coro es fundamental. En la función de estreno, las mujeres y hombres elegidos por José Luis Basso lograron imprimirle a sus pasajes un extra de emoción. La dramaturgia en este caso ayudó bastante, puesto que Mitchell hace coincidir casi todas sus apariciones con distintos rituales religiosos que poseen una bella liturgia: la celebración de la Navidad, el bautismo de Dydymus, el matrimonio de los protagonistas… Pese a algunos momentos de descoordinación evidente entre el podio en el que Ivor Bolton dirigía y lo que se cantaba sobre las tablas, sobre todo en el primer acto, las cosas lograron encarrilarse. Y sí, en un par de ocasiones esos hombres y mujeres lograron poner la piel de gallina al respetable.

Las escenas de acto contenido sexual o violento finalmente no fueron para tanto. Había en el ambiente cierta expectación por la presencia por primera vez de una coordinadora de intimidad para algunas partes de la obra. Los episodios resultaron bastante creíbles en un ambiente de chulos, putas y cocaína que podría haberse ido de las manos.

La soprano Julia Bullock estuvo correcta en el papel que da título a la obra. En ocasiones, su entrega como actriz pone en riesgo la eficacia de su canto como en el aria que interpreta en la escena de la violación. El esfuerzo físico es tan notable que se ve en serias dificultades respiratorias. Joyce DiDonato, como Irene, demuestra por qué está considerada una estrella. Estuvo brillantísima especialmente en sus arias casi consecutivas del primer acto y en la emocionantísima Defend her, Heav’n! Let angels spread, de segundo acto. Pese a los problemas de movilidad que arrastra tras un aparatoso accidente en 2009, fue más que capaz de interpretar las exigentes escenas a cámara lenta.

El Dydymus de Iestyn Davies es probablemente de lo mejor de la velada. Hay que ver lo bien que canta este contratenor y lo buen actor que es. Su personaje de centurión converso y amante de Theodora transita por un amplio rango de emociones y situaciones. Estuvo brillante y concentrado de principio a fin. Desde su primer aria del primer acto, The raptur’d soul defies the sword, una de las más bonitas de Händel, hasta la impresionante aria Streams of pleasure ever flowing, que precede al dúo final de la obra.

El Septimus del tenor británico Ed Lyon tiene presencia y voz, aunque el timbre de este cantante tal vez no sea lo melodioso que un personaje como este demandaría. Sin embargo, Lyon se deja la piel en el escenario y logra dar vida al amigo de Dydymus de forma más que profesional. El Bajo Callum Thorpe está fantástico en el papel de Valens. Pendenciero y macarra, como pide la producción, y con un canto potente y adecuado.

A reseñar el último cuadro de la ópera desde que Iestyn Davies canta ese aria que precede al dúo final. Lo que ocurre en el escenario recuerda mucho a una videocreación del recientemente desaparecido Bill Viola y nos regala un final potente, sorprendente y acertadamente cinematográfico.

Puedes consultar aquí las funciones y entradas para este espectáculo en el Teatro Real. 

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