Cualquier tiempo pasado fue en color: un homenaje a las viejas fotografías 

Monet en su jardín de Giverny. 1921. Foto restaurada por BabelColour.

«Un día, hace mucho tiempo, di con una fotografía de Jerónimo, el último hermano de Napoleón. Me dije entonces, con un asombro que después nunca he podido despejar: ‘Veo los ojos que han visto al Emperador’. A veces hablaba de este asombro, pero como nadie parecía compartirlo, ni tan sólo comprenderlo (la vida está hecha así, a base de pequeñas soledades), lo olvidé». Así arranca ‘La cámara lúcida’, el inolvidable ensayo de Roland Barthes sobre la fotografía. Sus páginas revelan algo que constatamos hoy, ante viejas fotografías o documentales remasterizados a todo color con los que parece hacerse de día en la historia, tan sombría y lastrada de connotaciones melancólicas. De repente se iluminan rincones del pasado oscurecidos por prejuicios, y sentimos más empatía por personas y épocas que nos parecían decadentes, como si se acortase la distancia que nos separa. El blanco y negro era una frontera mental que cae de pronto como un velo, mostrándonos un mundo tan reluciente y vivo como el nuestro, y nosotros caemos también rendidos porque somos hijos de la cultura de la imagen. Y de su lenguaje.  

En el álbum familiar, justo después de las fotografías en blanco y negro de los abuelos, estaban esas primeras fotos en color a través de las que mi generación se asomó a la juventud de sus padres. Fotos descoloridas que iban de los 70 a los 80 y en las que el mundo lucía distinto del que captaron nuestras fotos a partir de los 90, tan nítido y realista, actual y vacío de interés histórico. Ni que decir de las fotos digitales e hiperpixeladas que llegaron después, más realistas que la propia realidad. El mundo de nuestros padres parecía más orgánico, brumoso o velado por un halo de calima, por la luz de otro tiempo, como imitan los filtros vintage de tantas apps. Y en comparación con el nuestro, tan nuevo y estilizado, el tono dorado de sus fotos hacía pensar que estaban ya lo bastante maduras como para decantar cierto poso de memoria en la mirada.

En ellas, por ser cámaras más sensibles o expuestas al ambiente, la decoloración del cielo me parecía deberse a veranos más calurosos, y la palidez de los campos a la helada de la mañana o al vaho del otoño. Y era esa sensación de intemperie, de luz tenue o nebulosa como la del amanecer, la que acabé asociando como propia de toda esa época. Porque igual que cuando nuestros padres contaban anécdotas de su niñez bajo el franquismo yo solo podía imaginármelos en blanco y negro –la única forma en que los había visto retratados–, nunca logré separar esos colores desenfocados de la Transición, transición del mundo gris de los abuelos al reluciente y capitalista de sus nietos. Como si despertaran de una larga noche en blanco y negro y se deshelara la vida, durante tanto tiempo hibernada, recuperando poco a poco el calor.

Esas fotos de la juventud de nuestros padres y tíos, con sus barbas y grandes gafas, pantalones campana y abrigos de borrego, me hacían pensar siempre en la Cavatina de la película El Cazador. Y viceversa, la Cavatina me hacía pensar en ellos. Y en toda una época que no conocí pero que me gestó, y que reverberaba todavía cuando llegué al mundo entre canciones de Serrat y un fondo de paisajes familiares. Veo esas fotos y pienso en la generación que nos precedió, en el escorzo de sus cuerpos, y en cómo invirtieron su esfuerzo y su energía en un mundo analógico, tan lejano ya de nuestro mundo digital. Construyendo sus hogares a mano, sobre los cimientos morales de los abuelos, y entre los andamios de un país que salía de la dictadura para incorporarse al progreso, con todo lo que eso implica en esperanzas y proyectos de vida.

Niña con abrigo rojo en la película ‘La lista de Schindler’.

Ahora que las incertidumbres se cronifican, ¿cómo no sospechar que la cumbre del bienestar la dejamos atrás? Impugnamos la vida añorando el pasado o idealizando el futuro. Nuestra cultura pujante y excesiva, aupada a hombros de gigantes, sobre pilares históricos, ha pretendido sostenerse solo sobre la innovación material y la obsolescencia, reduciendo el pasado a una triste monotonía de atraso, guerras o miseria, cuando lo realista es mirar atrás sin nostalgia ni desdén, asumiendo que cualquier tiempo pasado fue en color. Para bien y para mal. Debemos nuestros pilares a personas de carne y hueso en un mundo tan vivo como el nuestro. O más. Al menos más crudo, menos virtual. Y de no progresar tanto mirando al futuro sino alrededor, veríamos que no somos nosotros los que cambiamos sino la cultura material y de la imagen en cuyo reflejo bebemos, que en apenas un siglo pasó de la Edad de Piedra al HD, hiperpixelando nuestra mirada y nuestro atrezo.

Muchas veces soñamos con abrir una ventana a otras épocas y contemplar con nuestros ojos lo que el tiempo ha borrado. Es la fascinación de lo irrecuperable. Del instante que al pasar se desvanece como si nunca hubiese existido, evaporándose en rumor, junto a todo lo incierto. Nadie puede saber ya cómo eran realmente Julio César o Platón, Beethoven o Napoleón, hoy reducidos a biografías, pero las personas concretas que fueron, alejadas del mito, con su intimidad y sus desvelos, existieron, y por inverosímiles o fabulosas que hoy resulten su época o sus gestas, ocupamos los mismos lugares en que fueron ciertas. La fotografía llegó para certificar eso, que más allá de toda evocación, el pasado es un hecho. Que lo que vemos fotografiado es tan real como nosotros. «Es el advenimiento de la fotografía, y no, como se ha dicho, el del cine, lo que divide la historia del mundo» sentencia Barthes en su libro.

«¿Qué es una fotografía?», se pregunta: “Una emanación de lo real en el pasado (…). De un cuerpo real que se encontraba allí, han salido unas radiaciones que vienen a impresionarme a mí, que estoy aquí; importa poco el tiempo que dura la transmisión. La foto del ser desaparecido viene a impresionarme al igual que los rayos diferidos de una estrella”. No apreciamos lo bastante esta alquimia. Supeditamos la realidad a su escenificación, y de tanto abusar de los poderes tecnológicos los banalizamos. En una cultura que nos satura de imágenes, que nos ha hipertrofiado, ya no entendemos la poderosa naturaleza de la luz, como tan bien la explican quienes mejor la conocen. El físico Salvador Bará dice que, a fuerza de rotar y orbitar alrededor del Sol, la alternancia de días y noches fraguó la vida en la Tierra. Y durante millones de años, al subir y bajar como la marea, la luz del Sol amasó nuestro paisaje y nuestros sentidos, refinados luego en colores.

Teatro de Odesa en Ucrania, en 1941 y en 2022. (montaje recuperado de las redes sociales)

La luz fluye como el agua, dice Bará, pero es mucho más sutil y antigua. Y lo más veloz del universo. Su dominio era fundamental en la pintura. Llenaba los cuadros de aire y de Sol, como las paredes de una casa. Pero nuestra excesiva cultura ha perdido ese arte atiborrándonos como moscas de luz artificial y de todo lo que ésta transporta, deslumbrados por sus connotaciones visuales. Al inventar la luz eléctrica la opusimos maniqueamente a la sombra y la dotamos de las mismas virtudes que la luz natural, olvidando que ésta convivió siempre con la noche. Y que la sombra forma parte de nosotros. Y que mucha luz nos contamina: igual que esas viejas fotos se velaban al exponerse a un exceso de luz que las quemaba, nuestra deslumbrante cultura nos ciega, quemando nuestros cielos sin estrellas e incluso el ciclo circadiano de la vida. Roland Barthes ya predijo que la semiótica de la imagen nos abduciría con su inmediatez, como hace el llamado soft power corriendo por nuestros circuitos neuronales con banda ancha.

El artista digital Stuart Humphreys (BabelColour) afirma: «Nuestra percepción del mundo, de la historia (y su distancia de nosotros) está determinada por el medio en el que la vemos. Estas dos fotos fueron tomadas por el fotógrafo Simon Williams el mismo día, pero parecen separadas por un siglo».

La comunicación digital es una aliada de la libertad pero nos invade sin criterio, desbocada, convirtiendo el resplandor de las pantallas en otro velo. En un filtro que exagera o distorsiona el brillo de las cosas. Deberíamos ser cautos, porque como advierte Salva Bará nuestro espectro óptico es limitado y la realidad es más de lo que podemos ver. De ahí parte del magnetismo de nuestras fotos antiguas y su tiempo estancado. De lugares y personas que ya no están, pero siguen presentes por la luz que dejaron. Esa arqueología fotográfica que muchos reducen a nostalgia o romanticismo es una forma de cuestionar o psicoanalizar nuestra propia cultura y escenificación del mundo o la historia, de la que nosotros, tan nítidos, nos sentíamos a salvo. De constatar que la experiencia humana es atemporal y nuestra forma de percibir el mundo puede cambiar en un instante según las contingencias o condiciones materiales.

Y que es entonces, a la vieja y cíclica luz del Sol, la Luna o las estrellas, cuando se nos caen los velos y los filtros y vemos el color real de las cosas.

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Comentarios

  • Rogelio

    Por Rogelio, el 15 abril 2022

    Hace unas semanas una amiga me llevó a un Starbucks, yo quería tomarme un té. Pero lo único posible era un matchá latte. No tomé nada, sentí que me obligaban a hiperpixelarme… Ud. Lo llamaría así, creo.
    Gracias

  • Iván

    Por Iván, el 18 abril 2022

    Excelente

    Gracias

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