Todos los crímenes se cometen por amor (y IV)
EL ESCRITOR LUISGÉ MARTÍN CEDE A ESTA REVISTA UNO DE SUS RELATOS QUE HEMOS PUBLICADO POR ENTREGAS EN LA MÁS PURA TRADICIÓN DE LOS AÑOS 50. ESTA ES LA CUARTA Y ÚLTIMA PARTE DE ‘TODOS LOS CRÍMENES SE COMETEN POR AMOR’
LUISGÉ MARTÍN
A las siete de la tarde, cuando cerraron la biblioteca, salí a la calle y caminé sin dirección por las calles del centro, que a esas horas eran todavía bulliciosas. Al pasar por delante de un restaurante, en la via Toledo, me di cuenta de que no había comido nada desde el desayuno y entré. Mientras cenaba, repasé el cuaderno de notas, que estaba lleno de fechas, datos, nombres propios, títulos de libros y apuntes esquemáticos. Tardé en reconocerlo ante mí mismo, pero en ese momento ya estaba convencido de que el caballero Cary Grant me había dicho la verdad y de que, en consecuencia, a John Fitzgerald Kennedy lo había mandado asesinar Onassis por amor a Jacqueline. Y sin saber por qué, de esa certeza me vino de repente la idea de matar a mi esposa para quedarme en Italia junto a la damita. Mientras imaginaba el crimen morbosamente, tuve un sentimiento de pánico y salí del restaurante sin acabar la cena. En el ferry, de regreso a Capri, comencé a marearme, y al llegar al hotel, casi desmayado, me metí en la cama sin telefonear siquiera a la damita para comprobar si su padre había regresado ya a Roma o seguía en la isla.
Esa noche soñé con serpientes, como me ocurre siempre que algo me atormenta, pero por la mañana no me quedaba ya ningún rastro de la enfermedad. Desde la habitación, hablé con mi esposa por teléfono, tratando de disimular la frialdad que me inspiraba ahora su compañía, y luego bajé al comedor para desayunar. Al pasar por el vestíbulo, vi en la playa al caballero, quien, vestido con un traje blanco de balneario, paseaba cerca de la orilla. Comí opíparamente —fiambres, huevos revueltos, tazones de cereales, fruta y panecillos untados de mermelada— para remediar el ayuno del día anterior, y mientras lo hacía volví a leer las notas que había tomado en la biblioteca. Seguía teniendo aún el convencimiento de que a Kennedy lo había asesinado Cary Grant por orden de Onassis, pero la idea de matar a mi esposa me parecía ahora, a la luz del día, en ese paisaje esplendoroso, un disparate grotesco. Me reí satisfecho, como un niño travieso que imagina fechorías que nunca se atreverá a cometer, y salí del hotel con el propósito de acercarme al caballero y pasear durante un rato con él, calmadamente. Al acercarme, sin embargo, vi que estaba acompañado por otro veraneante y consideré que sería impertinente interrumpirles. Pedí al portero que me buscara un taxi y me fui de allí.
Durante la mañana estuve recorriendo la isla a pie. Caminé por la costa este y subí de nuevo hasta la Villa de Tiberio, donde pensé en lo fácil que sería pedirle a mi esposa que viniera a Capri a recogerme, llevarla allí de visita turística —como resulta obligado— y empujarla furtivamente desde aquella altura. Nadie me acusaría del accidente, pues eran conocidos el amor que yo había sentido siempre por ella y la concordia que había gobernado nuestra relación hasta ese momento. Torturado por esos pensamientos monstruosos, bajé a través de un dédalo de caminos hasta Villa Lisis, el pequeño palacete que el conde Jacques d’Adelswärd-Fersen había mandado construir a principios del siglo XX al borde del mar, mirando a Nápoles. De joven, yo había hecho una investigación universitaria sobre los poemas de Fersen, que eran mediocres, y conocía bien sus gustos libertinos y su vida escandalosa. La villa estaba cerrada, pero a uno de los lados del portón, junto a la valla que la rodeaba, había un talud por el que, esforzándome, pude saltar. El jardín, en el que un siglo atrás el conde había reunido a muchachos adolescentes para celebrar orgías, estaba completamente asilvestrado. El palacete, al fondo del jardín, junto al mar, no tenía puerta. El gran salón de la planta baja, que se comunicaba con el piso de arriba a través de una escalinata circular sin baranda, estaba lleno de hojas secas y de excrementos de animales. Me acerqué a una de las ventanas, desde donde se veía el embarcadero privado, y pensé otra vez en crímenes y en vidas miserables. Allí, al pie de uno de los muros del jardín, podría enterrarse un cadáver sin que nadie lo descubriera nunca.
Al mediodía llegué a Anacapri, en la parte occidental de la isla, y busqué un restaurante para almorzar. Volví a ver en una de las plazas al caballero Cary Grant con su acompañante de la mañana, y, aunque me habría gustado hablar con él, me alegré de no poder hacerlo, pues las ideas patibularias que me rondaban por las mientes no habrían tenido a su lado mucha enmienda. Comí sin demasiado apetito y regresé al hotel, donde pasé la tarde leyendo. Después de cenar, telefoneé a la damita, pero no me atendió nadie en su habitación, por lo que supuse que su padre todavía no se había marchado de la isla. Me tomé una pastilla para dormir y me metí en la cama. Esa noche no soñé con serpientes, sino con desiertos llenos de dunas.
Los dos siguientes días los pasé al borde de la desesperación, sufriendo alucinaciones. Apenas salí de mi cuarto de hotel. No tuve higiene ni me alimenté como debía. Leí trozos sueltos de libros, hojeándolos sin orden ni concentración. Cuando hablaba con mi esposa, cada mañana, le contaba mentiras divertidas o fábulas de escritor para que no se inquietara. Ya había decidido matarla, sin embargo, aunque ni siquiera hubiera sido capaz de reconocerlo en voz alta mientras me miraba al espejo. Quedaban sólo tres días para el final de mis vacaciones y, si no quería que el porvenir se me enmarañara irreparablemente, debía urdir algún plan antes del regreso.
Una noche salí a cenar a uno de los restaurantes de la Marina Piccola, cerca del hotel. Encerrado en la habitación me estaba volviendo loco, y pensé que un poco de bullicio me distraería. Paseé un rato y después entré en una trattoria pintoresca desde la que se veía —como era habitual en los establecimientos turísticos de esa zona— el mar. Pedí una mesa cerca de la cristalera y, mientras seguía al maître hasta ella, distinguí allí, sentada sin compañía, a la damita, que al verme se levantó muy alegre y me saludó amorosamente. Antes de que yo tuviera tiempo de preguntarle por su padre, llegó junto a nosotros un hombre elegante atusándose el bigote.
—Éste es mi padre —dijo ella con formalidad. Luego, continuando las presentaciones, me señaló:— Este caballero me ayudó a traer las cosas desde el barco el día que llegué, papá. Creo que te he hablado de él, aunque no recuerdo su nombre —añadió haciéndome un gesto de complicidad.
—Ernesto —dije yo mientras extendía la mano para estrechar la suya—. Ernesto Ridruejo, español.
El padre de la damita era el hombre que había visto acompañando al caballero Cary Grant en la playa de la Marina Piccola y en una de las plazas de Anacapri algunos días antes. Le reconocí enseguida y, sin saber por qué, sentí miedo.
—Ernesto, es verdad —dijo la damita fingiendo recordar, y luego, riéndose, agregó:— Yo me llamo Donatella, usted también lo habrá olvidado. En esta isla tenemos tantas diversiones y tanta paz que perdemos la memoria de todo, ¿no es cierto?
Le di la razón, complaciente, y me despedí de ellos deprisa. En mi mesa, con espanto, les observé mientras cenaba. La damita aprovechó un descuido de su padre para mirarme, pero al ver sus ojos no supe ya si sería capaz de amarla durante el resto de mi vida.
Al salir del restaurante, busqué clubs nocturnos en los que beber sin remilgos. Cuando volví al hotel, ya de madrugada, me senté en la barra del bar, que estaba aún abierto, y pedí otra copa para no tener que subir a la habitación y enfrentarme desamparado a las serpientes de mis sueños. Había bebido tres o cuatro grappas cuando llegó Cary Grant, que se sentó a mi lado sin pedir permiso y me ofreció un habano.
—¿Ha estado usted disfrutando de los placeres de Capri? —me preguntó con aire bondadoso.
Yo debía de tener los ojos velados por la locura. Le invité a que bebiera conmigo y le conté tartamudeando, con la lengua entorpecida, mis andanzas por la isla en los últimos días. Luego me quedé en silencio, mirando al fondo del vaso.
—¿Se acuerda de la historia que el conté el otro día? —me preguntó el caballero de repente, sin prolegómenos—. La del asesinato de Kennedy.
Yo asentí sin moverme.
—No he dejado de pensar en ella desde entonces.
El caballero me examinó curioso durante unos instantes y sonrió.
—Onassis me encargó que cuidara a Jacqueline después de aquello. Estuve a solas con ella muchas veces. La llevé de aquí para allá, en aviones y en escondites secretos, y escuché sus confidencias. No voy a decir que llegara a tener con ella una intimidad excesiva, pero en aquellos primeros meses de viudedad fui quizá la persona que mejor sabía lo que Jacqueline pensaba. Y créame —continuó después de una pausa que aprovechó para chupar del habano—, no le gustó en absoluto que mataran en su nombre a Kennedy. Llegó a aborrecer a Onassis como yo no he visto aborrecer nunca a nadie. Con cólera, ensañadamente. Después, con los años, se le fue olvidando el resentimiento, porque ya sabe usted que las mujeres son a veces inconstantes. Pero nunca perdonó del todo aquel crimen. Cuando se casó con Onassis, exigió que fuera firmado un contrato mercantil de matrimonio que daba idea del escaso romanticismo que quedaba en su trato. Y muchos aseguran que cuando el griego estaba agonizante ella le negó su mano para que la sujetara mientras moría.
Volvió a callar durante unos instantes para dar énfasis al desenlace del cuento, que, aunque era incomprensible, me pareció que tenía la forma de una moraleja.
—Todos los crímenes se cometen por amor. Absolutamente todos.
Hizo entonces un gesto al camarero para que apuntara en su cuenta todo lo que habíamos bebido y, con una despedida demasiado protocolaria, se marchó.
No dormí nada. Pasé el resto de la noche haciendo de nuevo el equipaje, y por la mañana, temprano, telefoneé al aeropuerto para que me cambiaran los billetes de regreso. Volví a Madrid ese mismo día, y una semana después, mientras yo trataba de recobrarme aún de la depresión psicogénica que se me había agravado durante las vacaciones, un vagabundo intentó robar a mi esposa cerca de donde trabajaba y la mató de cinco cuchilladas. Cuando los policías me enseñaron la fotografía del asesino, la miré durante mucho rato sin dejar de llorar mientras cavilaba acerca de qué iba a ser la vida para mí a partir de ese momento.
—Se parece a Lee Harvey Oswald —dije.
Comentarios
Por adprietopyc, el 23 diciembre 2012
Un gusto de lectura… espero más