‘Tres colores’: la trilogía que consagró a Kieslowski, 30 años después
Arden las pérdidas, escribió el poeta Antonio Gamoneda. Pérdidas que siguen ardiendo, con su dolor intacto, en la trilogía de películas que el director polaco Krysztof Kieslowski rodó a principios de los 90: ‘Tres colores: Azul, Blanco y Rojo’. Este año se cumplen 30 del estreno de la primera parte de un, como suele decirse, ‘sucès d’estime’, un gran éxito de crítica, tras su presentación en el Festival de Venecia, donde ganó el León de Oro. La reputación de Kieslowski alcanzó tal eco que fue considerado el mejor director europeo de su tiempo. Un honor que apenas disfrutó. Casi tres años después de terminar la tercera parte de esta gran obra murió de un ataque al corazón. Como recuerdo y reivindicación del magisterio del cineasta, el sello Criterion acaba de publicar una edición especial de la trilogía, cuyos tres filmes pueden verse en Filmin.
“Soy un buen pesimista”, decía de sí mismo Krysztof Kieslowski. Buena parte de sus películas también lo eran. Él no se llevaba a engaño. Vivió casi toda su vida en una dictadura, donde “el comunismo empleaba el término libertad, pero no éramos libres. No había justicia, ni fraternidad ni igualdad”, según le contó a su ayudante de dirección Wierzbicki en el documental que este le dedicó en 1995, Krysztof Kieslowski: estoy más o menos… Kieslowski y, con él, su cine respiraron la misma atmósfera gris, triste, cansada, que el cineasta captó en las caras de sus conciudadanos en algunos de los cortometrajes documentales que rodó en los años 70. Ni siquiera cuando viajó a principios de los 90 a Francia para rodar Tres colores: Azul, Blanco, Rojo, logró desprenderse del todo de esa capa cenicienta de su Polonia natal. El daño permanecía intacto. Hacía apenas tres años de la caída del Muro de Berlín y dos de la disolución del partido comunista polaco.
Kieslowski había encontrado en el país galo financiación para su proyecto. Le avalaba un prestigio creciente que eclosionó definitivamente con la presentación de la primera parte de la trilogía. Solo cinco años atrás, el Festival de Cannes le había concedido el Premio del Jurado y el de la Crítica por No matarás, el episodio más desolador de su Decálogo, diez filmes realizados para la televisión polaca bajo la inspiración de los diez mandamientos bíblicos. Y en 1991 había ganado el Premio de la Crítica, de nuevo en Cannes, por La doble vida de Verónica.
La idea de Tres colores se la había proporcionado su guionista Krzysztof Piesiewicz. Esos colores se correspondían con los de bandera francesa y remitían igualmente a los tres conceptos que definieron las aspiraciones europeas tras la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. “Queríamos ver cómo estas tres palabras funcionan hoy a nivel humano, íntimo, personal, más que filosófico, político o social”, explicó el cineasta en unas declaraciones recogidas por la Cinemateca francesa en Historia oral de la trilogía de los tres colores de Krzysztof Kieslowski.
“Al final”, añadió, “fue la idea de que se cruzaran los personajes lo que provocó la idea. Entonces nos hicimos estas preguntas: ‘¿Qué queremos contar? ¿Qué respira la gente hoy? Y luego tratamos de vivir con ellos, describiendo su carácter en lugar de contar su historia”.
Este énfasis en los personajes antes que en los conceptos o los símbolos que enmarcan las historias de la trilogía lo subrayó en una entrevista con The Guardian: “Los conceptos en sí son solo pretextos para hacer películas”. Sugieren un juego ambiguo, si uno se presta a ello, más sugerente en el simbolismo del azul (el color de la aflicción, el que nombra la melodía del sur de Estados Unidos, el blues, o si se quiere, o el de Noche estrellada de Van Gogh), que en el del rojo concreto e insinuante en numerosos objetos de la tercera película o en el blanco neutro de la segunda. Pero si uno sigue los propósitos de Kieslowski, y no cuesta nada hacerlo porque sus personajes se imponen desde el principio, hallará el fondo moral de estos filmes en la pregunta acerca de cómo sobrevivir al dolor que provoca la pérdida de quien amamos.
El rodaje de las tres películas fue relativamente rápido. De septiembre a noviembre de 1992, Kieslowski realizó Azul. En su último día de rodaje empezó el de Blanco. Y de marzo a mayo de 1993 rodó Rojo en Ginebra. En septiembre de ese año, Azul se estrenó en Venecia. En febrero de 1994, Blanco ganó el Oso de Plata en el Festival de Berlín y Kieslowski anunció allí su retirada del cine. En mayo, Rojo se presentó en el Festival de Cannes y en marzo de 1996 el cineasta murió de un ataque al corazón a los 54 años. La trilogía constituye, por tanto, su principal legado y aún hoy lo más valioso de su cine.
‘Azul’. 1993
En el comienzo de Azul, el marido y la hija de una mujer mueren en un accidente de tráfico y ella sobrevive. Recién despertada en el hospital intenta suicidarse, infructuosamente. “No puedo”, le dice a la enfermera que la observa con estupor después de devolver de la boca al bote un puñado de pastillas. Cuando se recupera físicamente, intenta eliminar todo rastro del pasado, como si fuera la única manera de escapar de la pena; pero en vano. ¿Querría ella perder la memoria como su madre, a la que visita periódicamente en una clínica, enferma de Alzheimer? Tampoco.
Lo que sobrevive en ella son el color azul de la habitación de su marido, un compositor de prestigio, y las notas de una partitura que había dejado sin terminar antes de morir. Pero el proceso de sanación se va manifestando y se acelera cuando comprende que asumir el pasado implica aceptación. Y esa aceptación la encarna con bondad y generosidad. Así la veía el marido. Se lo cuenta la amante de éste, a quien él ha dejado embarazada. Paradójicamente, el descubrimiento de ese pasado oculto la fortalece. Y apunta al corazón de Azul como compendio de una humanidad civilizada y posible en la Europa de finales del siglo XX en la que vivía Kiewsloski. Como si a pesar del dolor, o desde dentro del dolor, alumbrara el destello de esperanza (en que consiste la aceptación) que sostiene a quienes viven.
Quizá no sea concebible Azul sin Juliette Binoche (ni Rojo sin Irene Jacob ni Jean-Louis Trintignant). Sobre ella sustenta Kieslowski la película, que apenas se aparta de su personaje en la poco más de hora y media que dura el filme. El dolor que desprende su mirada, su gestualidad lacónica, la zozobra interior que emana de su intensa actuación aún conmueven.
‘Blanco’. 1994
Los hechos que narra Blanco comienzan en el París de la misma época en que sucede Azul, y en la misma época, pero en Ginebra, en que sucede Rojo. Kieslowski hilvana las tres películas en unas pocas imágenes: en Blanco y Rojo reaparece fugazmente el personaje que interpreta Juliette Binoche; en los tres filmes repite la misma escena de una anciana que deposita una botella de vidrio en un contenedor en la calle y en el inolvidable final de Rojo reúne en siete planos a los protagonistas de los tres filmes.
Los personajes de Blanco abandonan inmediatamente París y vuelan a Polonia. A su modo, al modo polaco (o al modo de Kieslowski), Blanco es una comedia, ma non troppo. Suscita alguna sonrisa por la rocambolesca historia que cuenta el cineasta, la de un polaco que se enamora y se casa con una francesa. Pero enseguida ella pide, y obtiene, el divorcio, porque su marido no ha sido capaz de consumar el matrimonio. Aquejado de impotencia, pierde a la mujer y vuelve a su país.
Es un gran peluquero, pero tiene otras ambiciones. “Quiero entrar en las finanzas”, le dice a un empresario corrupto que le ha contratado de vigilante por mediación de una clienta de la peluquería. Y en ese corrupto hallará la vía de escape de su vida gris, cuando le escucha a éste planear con un cómplice un negocio de compra de tierras donde van a instalarse dos grandes empresas. El peluquero se les adelanta, adquiere los terrenos y los revende al empresario. A partir de ahí funda su pequeño imperio con la voluntad de recuperar a la mujer.
Blanco es novelesca, algo aparatosa, un poco embrollada. Kieslowski superpone varias tramas al canal principal de su argumento, como lecciones morales sobre el comportamiento humano. Pero su fondo moral es, como en Azul, el de la dependencia. ¿Qué puede hacer, se pregunta el peluquero de Blanco, para recuperar a la mujer que ama? De una manera burlesca, alambicada, Kieslowski le concede el regalo de la reconciliación.
‘Rojo’. 1994
Si la música incidental de Zbigniew Preisner en Azul es sinfónica, en Blanco es un tango, y en Rojo, un bolero. Y lo que canta ese bolero es el amor de un anciano exjuez (Jean-Louis Trintignant) hacia una joven (Irene Jacob), cuyo amor hacia ese hombre es de otra naturaleza (no sexual, sino afectiva, amistosa, quizá filial). Pero Kieslowski, en una especie de transferencia psicoanalítica, propicia que la joven acabe unida a un hombre que aprueba la oposición a juez, y que, como le ocurrió al anciano, pierde a su amada.
El cineasta va entrecruzando ambos relatos, el de la joven con el anciano y el del opositor con su amante, al modo de una fábula sobre la fraternidad, el consentimiento, la dicha de vivir el presente como un don y la posibilidad del bien. Si en Azul el personaje de Binoche es una mujer buena y generosa, no meramente un arquetipo de la bondad, en Rojo, el personaje que interpreta Jacob se le presenta al anciano como la revelación de una bondad superior: la inocencia. La mediación de ella permite al exjuez recomponer su vida solitaria. Y halla en la aceptación de un amor sin correspondencia la esperanza que había perdido cuando la mujer que amó lo abandonó por otro hombre y poco después, como el comienzo de Azul, murió en un accidente de tráfico.
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