Robert Wilson ultracongela ‘Turandot’ en el Teatro Real
El director de escena estadounidense Robert Wilson presenta en el Teatro Real una nueva producción de Turandot, la última ópera de Giacomo Puccini. Una propuesta de minimalismo academicista basada en la luz, el color y el estatismo típicos del lenguaje de Wilson. Nicola Luisotti firma una dirección musical enérgica y vibrante que ayuda, y mucho, al resultado final.
“Sabes que estás en problemas cuando Un Bel di Vedremo, una de las arias más emocionantes de la lírica de todos los tiempos, te deja frío. Y es frialdad lo único que probablemente puedas sentir al ver la puesta en escena de Madama Butterfly que firma Robert Wilson en la ópera de París”. Si cambiamos Un Bel di Vedremo por Nessun Dorma, estas mismas palabras del crítico Lewis Whittington para Culture Vulture podrían traspasarse, sin mayores problemas, a la nueva producción de Turandot que Wilson estrenó en el Teatro Real de Madrid el 30 de noviembre. Justo un día después de cumplirse el 94 aniversario de la muerte de Giacomo Puccini.
Es cierto que entre Butterfly y Turandot al compositor nacido en Lucca le dio tiempo a escribir La fanciulla del West, La rondine y las tres óperas que componen El tríptico. Es cierto que entre una y otra hay 20 años de diferencia y también es cierto que el Puccini del drama de la geisha Cio-Cio San es tremendamente distinto al de la despiadada princesa china Turandot. Sin embargo, y por más que el músico decidiera “reinventar completamente su propio código estético con Turandot, una obra en las antípodas de aquella dramaturgia realista y conmovedora que, hasta ese momento, había sido su sello de identidad“ como escribe el director artístico del Teatro Real, Joan Matabosch, el estatismo y el minimalismo exacerbado que Robert Wilson imprime en ambas óperas pueden resultar disuasorios para una buena parte del público.
La ausencia de interpretación actoral y la inmovilidad logran acentuar una iluminación portentosa. Porque esta Turandot cuenta, como casi todo el teatro de Robert Wilson –es marca de la casa-, con una iluminación impecable que logra componer algunas estáticas imágenes de potencia onírica. Pero, ¿es suficiente cuando al espectador se le hurta tanto sobre el escenario en aras de un minimalismo academicista? ¿Es el lenguaje pictórico de Wilson el más adecuado para las óperas de Puccini en particular? Funciona de maravilla con músicos más cercanos a su universo como Philip Glass o Gavin Bryars, o para propuestas escénicas como las coreografías de Merce Cunningham o Martha Graham, incluso para representaciones de óperas barrocas -el director de escena tiene al menos tres grabadas en DVD-, pero cuando se enfrenta con Puccini, el resultado, de alguna manera, no logra transmitir la emoción que cabría esperarse de las obras del genio de Lucca y pareciera que mezclar Wilson con Puccini fuera algo así como intentar ligar agua con aceite.
Wilson aseguró en Madrid: “A veces, lo irreal sobre un escenario es lo más adecuado». Y añadió: “Observar a un actor intentar parecer natural en escena es lo más artificial del mundo”. Unas declaraciones que contrastan vivamente con el último montaje que vimos de Wilson en el Teatro Real en 2012 del que él mismo era cocreador: la arrolladora y maravillosa propuesta titulada Vida y muerte de Marina Abramovic, en el que el actor Willem Dafoe daba todo un recital interpretativo.
Desde luego que esta Turandot lleva la máxima de la irrealidad -las claves que han informado el teatro de Wilson desde sus inicios- hasta sus últimas consecuencias, pues todos los personajes (cantantes-actores-actrices) llevan la cara maquillada en blanco para acentuar el efecto de las luces sobre ellas y tienen premeditadamente prohibido cualquier atisbo interpretativo más allá de muecas que transmuten sus rostros-máscara, salvo esos personajes heredados de la Comedia del Arte que son los tres ministros Ping, Pang y Pong, a los que, aparte de todo un arsenal de muecas, Wilson les permite una buena dosis de saltos, brincos y cabriolas. El peligro de llevar hasta los límites este tipo de lenguaje reside en que, en ocasiones, queda muy difuminada la línea que separa lo irreal de lo grotesco, como, por ejemplo, el hecho de que el personaje de la criada Liú recorra más metros sobre el escenario una vez muerta que estando viva. Tampoco encaja muy bien que en una producción que huye premeditadamente del costumbrismo como de la peste, una cigüeña de cartón piedra cruce volando la escena de izquierda a derecha en el momento mismo en que el coro la nombra. Puede que sean cosas del humor tejano.
En lo musical, sin embargo, esta Turandot que puede escucharse en el Teatro Real hasta final de mes, es tremendamente efectiva. El director musical Nicola Luisotti exprime una orquesta que cada nueva producción demuestra con gran valentía de lo que es capaz. Luisotti apuesta por poner en valor los matices de este Puccini que quería trascenderse a sí mismo e ingresar en ‘las vanguardias’. Logra que desde el foso se despliegue una energía vibrante de la mayor orquesta jamás utilizada por Puccini. Pero también acentúa la caricia de ese puente entre lo sentimental y el nuevo paradigma que es el personaje de Liú, que interpreta con gran sensibilidad la soprano Yolanda Auyanet. La Turandot de Irene Theorin resulta enérgica y tan convincente que la soprano sueca se lleva una de las mayores ovaciones de la noche. El tenor estadounidense Gregory Kunde también convence al público con un Calaf muy seguro y de voz potente. Sin duda alguna, es el coro el que merece unas líneas destacadas en esta crónica. Su trabajo es impecable. Puccini quiso que en esta ópera el coro tuviera casi la importancia de un personaje protagonista más. Las mujeres y hombres del coro del Teatro Real se dejan literalmente la piel en esta representación. Suenan con una contundencia asombrosa y con un especial respeto a los múltiples matices de la partitura. Se nota, y mucho, el trabajo concienzudo de su director, Andrés Máspero.
Turandot es la última ópera de Puccini; el compositor la dejó inconclusa antes de morir víctima de un cáncer de laringe. Según explicó Luisotti, el músico utilizó esta partitura para pedir perdón al mundo y redimirse por uno de los sucesos más negros de su vida. Puccini era aficionado a los coches y sufrió un accidente que no solo lo dejó postrado durante un par de meses, también ayudó a que aflorase la diabetes que sufría. La familia contrató a una joven, Doria Manfredi, para que cuidase del maestro. La mujer de Puccini, Elvira Gemignani, que había tenido que soportar otros episodios de infidelidad, puso en el disparadero a la joven Doria, acusándola de haber mantenido una relación amorosa con su marido. Fue tal el acoso que sufrió la muchacha por parte de la enfurecida Elvira que terminó por suicidarse ingiriendo un veneno. Murió tras una semana de sufrimiento indecible y, cuando le practicaron la autopsia, se descubrió que había fallecido virgen. Puccini terminó por pagar a la familia de la joven para evitarle problemas legales a su esposa, pero cuentan sus allegados y los que conocieron al compositor que ese suicidio fue algo de lo que nunca logró sobreponerse. Asegura Luisotti que Turandot es el testamento de Puccini y que por eso decidió cambiar la historia y el libreto de la obra para que la virtuosa Liú también se suicidase por amor.
Puedes consultar aquí las fechas y elencos de las representaciones de ‘Turandot’ en el Teatro Real de Madrid.
Comentarios
Por rara avis, el 17 diciembre 2018
El señor Cuéllar podría bien ahorrarse el insultante y chauvinista comentario sobre el «humor texano» de Wilson. La lectura literalista de la poesía visual Wilsoniana del crítico me hace pensar que tal vez su sentido del humor sea tan magro como la percepción del andamiaje de sutilezas (tanto teóricas como prácticas) del arte escénico contemporáneo, y en particular de Wilson. Por no mencionar que este gran innovador del teatro contemporáneo está tan lejos del tópico «texano» como García Márquez lo está del «sudaca».
Todo en el mundo teatral (al igual que en cualquier otra comarca del mundo de las artes) responde a convenciones y dialectos estéticos. Si decides hacer caso omiso a estos en el momento de presenciar una representación, o si no estás equipado con un entendimiento claro de las propuestas teóricas que enmarcan dicha presentación, mal haces en tratar de comentarlas. Es como recibir una lección sobre la poesía húngara de voz de un académico que no habla dicha lengua. Hay quienes piensan que sólo los cánones visuales que pudiesen haber sido aprobados por el mismo Puccini (y tal vez sus libretistas) deberían regir la preparación escénica de sus obras. Y, sin embargo, ahí vamos… El teatro, contemporáneo, como institución, se ha separado de esta idea literal drástica, y (una vez más, como institución colectiva, regida por derroteros vectoriales y Zeitgeist,y no por complot o conspiración, como algunos críticos culturales quisieran remarcar) ha decidido encontrar su sendero en la representación metafórica. A ti, puede no gustarte el Rap, o el Rock-and-roll, pero lo que no puedes hacer es criticar sus mismísimas existencias. Son productos culturales que responden a mil confluencias sociales, políticas, económicas y culturales… simplemente, como las rocas y los mosquitos, son. Igualmente puedes decir “quisiera que Wilson no existiera, o que por lo menos no dirigiera ópera.” En cuyo caso, estás fuera de la esfera de aquellos capacitados para analizar su obra. Dirige ópera tú.
A mis ojos, y oídos, pocas experiencias operísticas son más musicales que una propuesta de Wilson. Éste abandona muchos de los dejos característicos de su prestidigitación teatral en otros géneros, y permite que la música conduzca la coreografía luminosa, artificial y algo distante, algunas veces enajenada, que sus cantantes ejecutan en la escena. La examinación teatral de la colisión entre el sexismo desaforado del universo pucciniano y las moras del bravo nuevo mundo en el que quisiéramos, como comunidad global, entrar el día de hoy, refulge bajo las lámparas escénicas del Real a pesar de los rezongos esplénicos del señor Cuéllar.
Por Rgh, el 17 diciembre 2018
He ido a ver turandot.. la obra de la que habla el artículo..
Efectivamente es un cuento chino y esta vez la puesta en escena refleja eso un cuento chino donde toman el pelo al espectador
Es decir la puesta en escena es una tomadura de pelo
Robert Wilson será todo lo famoso que queráis… Pero aquí se ha puesto a innovar y a ser minimalista y lo que ha hecho es una pantochada de títeres… Es decir los que se ponen con las marionetas en la calle emocionan más. Una decepción total
Por DVM, el 21 diciembre 2018
Pues yo, humilde espectador, salí encantado, emocionado y maravillado de la representación.
Felicidades.
Por Alkia, el 30 diciembre 2018
He ido a ver Turandot al Teatro Real, y la puesta en escena del señor Wilson, como dice el crítico Lewis Whittington me dejó fría, o aún peor, me hizo no disfrutar de la obra.
Si hubiera ido a un concierto con el coro colocado tras la orquesta y los cantantes principales vestidos de gala interpretando la partitura habría disfrutado más que viendo estos maniquíes cantantes.
Me gustaría contestar a Rara Avis. Hay cosas como la pintura, la escultura, la música, la danza y la ópera que emocionan o no. Te llega al alma o no. Y no hacer falta pintar, esculpir, bailar, cantar o tocar para que te llegue o para saber si te gusta. Y Wilson no llega al corazón, tal vez a la razón.