Un melancólico viaje a pie por Soria: belleza agreste y humillada
En ‘El Asombrario’ aprovechamos agosto para acoger libros que nos han llegado a la Redacción y que nos mueven, conmueven o remueven. Que nos gustan, vamos. Y uno de esos, tan humilde como cargado de esencias, raíces y reflexiones, es ‘Mañana me voy’, de Víctor Colden (Madrid, 1967) (Abada Editores), el sosegado, descreído y melancólico diario de una marcha a pie de seis días por el norte de la provincia de Soria. Un viaje al interior del escritor, al yo y los otros, la soledad, la libertad, el pesimismo, la enfermedad, los caminos, las dudas sobre la escritura, el desamor. Y el paisaje, con directas referencias a cómo tantos aerogeneradores –ahora que, por ejemplo, el Maestrazgo se ha levantado contra un avasallador despliegue eólico– rompen horizontes y maltratan, una y mil veces más, la España vaciada, hablemos de Soria o de Teruel. Cuánta razón tenía Unamuno: “Los españoles no están a la altura de sus paisajes”. Aquí os dejamos tres sentidos extractos de ‘Mañana me voy’.
EL ASOMBRARIO
Por fin he llegado a Sarnago.
Agreste belleza, y desolada, en medio de un silencio limpísimo. Manchas de nieve, frío y amplias vistas que impresionan: las eras y los bancales verdes, los oteros, la sierra de Oncala y el cerro del Castillo.
Belleza agreste, belleza humillada. Herida –¿de muerte?– por los gigantes eólicos que coronan los montes y por la fealdad de los bosques de repoblación. Cuánta razón tenía Unamuno: “Los españoles no están a la altura de sus paisajes”.
Es llamativo el contraste entre la soledad del pueblo y la vida que bulle en las Historias de la Alcarama de Abel Hernández, que nació aquí y aquí pasó su infancia y su adolescencia. La escuela, los animales, las fiestas. El olor de las hogazas en la hornada, las conversaciones del trasnocho, la bendición del campo en primavera con los escaramujos, las aulagas y los majuelos en flor. El esquilo, la cosecha, las campanas, los caminos de herradura, la pureza inolvidable de la nieve.
¿No podrían volver tiempos mejores? Me aferro a unas pocas señales. La asociación de amigos de Sarnago no descansa. Los paneles informativos son recientes. Hay casas restauradas: segundas viviendas. Algunas personas pasan temporadas en el pueblo.
Me ha costado dar con la plaza donde se encuentra la casa del escritor, una recia construcción de piedra de tres plantas y más de trescientos años. Ante ella, he sacado su libro y he leído: “Todo lo esencial está dispuesto como si la vida pudiera echar de pronto marcha atrás y fuera a comenzar de nuevo”.
De repente ha aparecido un vecino, un hombre que acarreaba leña en una carretilla de obra. He hablado con él unos minutos. Me ha contado que vivía en Tarazona y que al jubilarse regresó al pueblo. Le dan rabia los espantosos aerogeneradores: “De vez en cuando se me saltan las lágrimas”. Además del destrozo del paisaje –me ha dicho–, y a pesar de la distancia, se oye el ruido que hacen. “Quieren poner más en el monte de detrás del pueblo”. No tarda en cambiar de tema: hablar de eso le provoca mucha amargura.
Agua congelada en el plato de la fuente. Me había destemplado sin darme cuenta mientras charlaba con el hombre de la carretilla y me he puesto el plumas para entrar, marcando un código en la puerta, en el pequeño museo que exhibe objetos de la vida tradicional en Sarnago. Lo he visitado entristecido y tiritando, y tiritando y comiéndome una naranja –se me congelaban las manos– he salido del pueblo: he bajado al collado, he cruzado un cercado de vacas y, entre barro, bostas y placas de hielo, he empezado a subir el cerro. A medio camino me he dado la vuelta. “Todo lo que se ama permanece”, escribe Abel Hernández en sus Historias de la Alcarama.
¡Adiós, Sarnago!
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Nuestra arrogancia no tiene límites, como tampoco los tienen nuestra necedad, nuestra ambición, nuestro egoísmo. Cuando oigo o leo que alguien manifiesta su fe en la especie humana, me resulta enternecedora tanta ceguera. Que se engañe quien quiera engañarse. Entre lo bueno y lo malo, hemos elegido siempre lo peor. ¿Por qué habríamos de dejar de hacerlo?
“¡Los avances científicos!”, me dirán, “¡las mejoras sociales, el desarrollo de esto y de aquello!”. Sí, sí, pero no puedo evitar pensar que ni el arte ni la ciencia, la medicina, la ingeniería o la tecnología, nada de lo que el ser humano ha conseguido –ninguno de sus logros– compensa lo que hay en el otro platillo de la balanza. Bastaría con poner en él un solo arroyo contaminado. O uno de estos cerros de belleza sencilla a la par que majestuosa destrozados por los gigantescos molinos de metal.
Lo hemos mancillado todo.
Qué maligna fantasía, y qué dañina, la de considerarnos merecedores no sólo de lo que tenemos, sino de lo que aún podríamos conseguir. No creo en nuestra especie, no. El humanismo es una falacia, un delirio. Por cada gramo de bondad, de belleza o inteligencia, ¡cuántas carretadas de ruido, de grosería, de estupidez, de crueldad, de arrogancia, de destrucción!
Recuerdo aquella frase de Paul Bowles –“todo empeora”– que me empeñé en traducir al latín siendo muy joven: omnia in deterius mutant. No todo ha empeorado, pero muchas de las cosas importantes sí pienso que van peor. Que las hemos roto. ¿Para siempre? Me resisto al final rotundo que parece pedir la frase. Necesito suponer, a mi manera descreída, que cada vez romperemos menos cosas y que serán más las manos dedicadas a reparar lo quebrado, a enmendarlo como puedan.
No sé qué clase de incrédulo soy, qué clase de pesimismo es el mío. Quizá sea sólo por una peculiar forma de pudor por lo que no quiero caer en la solemnidad catastrofista del “para siempre”.
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Por fin me parece entenderlo: no soy el que mucho tiempo creí ser. No soy esa persona que yo había ido fabricando con retazos de sueños, de historias, de deseos, de rasgos tomados de aquí y de allá, de modelos muy diversos. Por encima o por debajo, queda el que a lo mejor fui una vez. ¿Podría volver a serlo? He cambiado tanto que casi ni me acuerdo de cómo era antes. Antes: hace cuarenta años, digamos. Yo callaba entonces, y uno de mis mayores deseos era el de no ser visto, que nadie se fijara en mí. Desde que empecé a hablar, las cosas ya no volvieron a ser iguales.
A menudo echo de menos aquella época. Me echo de menos. ¿Por qué cambié? Siempre me ha producido estupor oír o leer lo que dicen algunos: que no se arrepienten de nada y que si volvieran atrás lo harían todo de idéntica manera. Qué seguridad en sí mismos. Verán en esa declaración –pienso– una coherencia vital extraordinaria, algo así como el coraje de asumir lo vivido. Me pregunto si no será más bien arrogancia. Yo cambiaría bastantes cosas. Me comportaría de otra forma, tomaría otras decisiones.
La sensación, a veces, de que han ardido los puentes, de que no hay marcha atrás. ¿Los he quemado yo? Seré otro, de acuerdo, pero sigo siendo aquel niño, aquel joven.
Aunque no vine para buscarme ni para encontrarme, debe de ser inevitable que todo viaje termine siendo un viaje interior. Y que los caminos se conviertan en galerías de nuestro propio laberinto.
No creo haber aprendido nada en esta excursión. Sea como sea, estoy un poco menos cansado de mí. Me he reconciliado conmigo mismo para una temporada. Puede que unas semanas, no sé. O un par de días.
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