Una Navidad tendrás cincuenta
El escritor, crítico literario y traductor de alemán Ernesto Calabuig, autor de la novela ‘Expuestos’, de ‘Caminos anfibios’ y de la colección de relatos ‘Un mortal sin pirueta’, nos regala este nostálgico cuento de Navidad, una época en la que aun se hace más patente la noción del paso del tiempo, unas fechas en las que todo vuelve sin aparentes cambios pero sin que el reloj se detenga.
Pasó la soprano cantando y pedaleando en su bicicleta. Era a mediados de diciembre. Uno que no la hubiese visto como él la vio, y al que se le proporcionase esta simple información: pasó la soprano cantando y pedaleando en bicicleta, tendería a pensar que se trataba de una esforzada mujer con sobrepeso, una artista que lucha por cuidarse: el prototipo o la caricatura de una diva de melena recogida. No era así. En realidad, lo que vio Maz (todos le llamaban Maz, algunos Mazo, y, de joven, Mazinger, su nombre real no importa) cuando cruzaba la calle, fue a una chica delgada, de unos cuarenta, una mujer de aspecto centroeuropeo que cultiva una imagen «alternativa”, aún con ecos de ecos de ecos hippies, y a la que tendrías muchas probabilidades de encontrar en tu herbolario, comprando comprimidos gruesos de levadura de cerveza y de cebada y alfalfa, “Greenpower”. Algo que se llame “Greenpower” o “Greenmagma” debería curar, más o menos, todo, como un bombardeo de naturaleza pura sobre los males de tu extenuado cuerpo. El silbido procedía de su ligera bicicleta de bien engrasados platos y piñones, de la cadena limpia, plateada y exacta. Y la canción llegaba, entonada, afinada, suave, desde su garganta. Era su voz, la voz de ELLA, pero eso debería explicarse luego.
Era una canción hermosa, pese a parecer un ejercicio, muchas veces un ejercicio sencillo supera en belleza a una composición sesuda y seria, también nos gusta ver entrenar a los bailarines un día cualquiera de diario, con calentadores y pantalones holgados y simples ropas de deporte. Entonces han dejado en el suelo una manzana o un tupper y los auriculares de su Ipod. Llegan, tal vez, con el tiempo justo y no dejan de ser poco más que unos adolescentes con derecho a la pereza, al desorden o a la travesura, a una rebelión mínima contra tanta disciplina. Maz se preguntaba si no tenía que ser difícil cantar sobre dos ruedas y si habría ya una ópera contemporánea en la que los cantantes recorriesen el escenario, entraran y salieran, se traicionaran, asesinaran o amaran desde su condición ciclista. Como había cuartetos de cuerda –creía recordar-, que tocaban a bordo de un helicóptero, impregnando en la pieza resultante el tableteo de las hélices y la instrucción por radio del piloto en la cabina, o su mal día, o su breve ataque de tos.
Puede que alguien haya pensado que todo esto (eso poco, ese paso fugaz de una mujer en bici, esa casualidad extravagante de diciembre) tenía lugar en una calle de Madrid o en algún lugar de España, pero no.
NO. No era el Madrid de Maz, sino una plaza hipermoderna e hiperacristalada de Berlín por la que es habitual el paso de estudiantes y oficinistas en bicicleta, incluso bajo la lluvia o bajo la nieve. Maz no estaba en su ciudad, con casi cincuenta le habían concedido estos meses benéficos de “ayuda a la traducción” para sacar adelante ese libro emblemático de la literatura alemana, ese novelón grueso que lo traía de cabeza y por el que a la vez sentía verdadera pasión. Tal vez más rara que la aparición de la ciclista, era su vida, la de Maz, en los últimos tiempos, viviendo casi como un estudiante a estas edades… Separado Maz desde hacía cuatro años y con su única hija ya crecida, veinteañera, que vivía con el novio y estudiaba en una universidad muy muy lejana. Maz, entretanto, dedicado casi por entero a las traducciones y a contemplar con minuciosidad los cambios que se operaban traicioneramente en su cuerpo. Él se creía blindado ante la decadencia física, hasta hace bien poco.
Pero ¿y si seguía pensando? Si seguía pensando tanto, la mujer de la bicicleta, como dicen ahora, “saldría de plano” y de poco habría servido la casualidad de verla y reconocerla y mostrarla aquí para el “gran público”.
Porque era su voz, al cantar, era su voz. Y supo que era ella sólo con escucharla, incluso antes de reconocer sus rasgos y esos ojos tan verdes como el greenpower que todo lo cura. Tan curiosa la vida, que la última vez que conversaron era, más o menos, 1996. Los dos acudían a clases de traducción en una escuela internacional. Ella por entonces vivía en Madrid, pero era alemana, casi ya bilingüe y muy castiza y aficionada a comer sardinas en El Rastro después de pasar la mañana regateando en los puestos y ganándose a los vendedores con un guiño. Regresaba de la aventura coronada de sortijas y collares. Y le gustaba el flamenco: Enrique Morente sobre todo, über alles, como Deutschland en el himno nacional, Morente sobre todas las cosas. Maz, aquel Maz, tenía treinta, y no los ¡50! que le dan vértigo y que va a cumplir en unos meses.
“¡Eva!”, gritó por fin, antes de que la bicicleta se alejase al fondo junto a la base del gigantesco abeto de navidad cargado de adornos, y el espectador en su butaca se quedara con la congoja de lo que no pudo ser y lo imposible, la misma que hubiese anegado el corazón de Maz. Y ella se detuvo y giró el manillar hacia él, con la amplia cesta en la que asomaba el paquete colorido de una juguetería. Ayudó la acústica de la plaza. Maz se acercó a media carrera, sorteando a algunos transeúntes. “¡No me digas!”, dijo ella en español, con un marcado, oxidado acento, al reconocerlo.
En estos años él la había imaginado viviendo aún en España, tal vez en Mallorca o en Ibiza, donde la madre –ahora recordaba, una hippie “de las de verdad”, de las legendarias, de las pioneras- tenía una tienda y trabajaba en un yoga center. Pero la hija –sabría después-, era profesora de música y canto en un colegio de Berlín.
Charlaron un poco (ella aún sin desmontar). Él preguntó: “¿Tienes tiempo para un café?”. Amarraron la bicicleta en la barandilla del río, frente a la mole de la catedral. Fueron a una cafetería de gran cristalera. Tenía tiempo, dijo, porque la niña estaba todavía en el colegio. Mientras hablaban frente a frente, sentados ante unas tazas picudas de diseño y unas galletas de jengibre y canela, él recordó Madrid, la escuela de traducción aquel día de lluvia de finales de los noventa, en el que ella había venido con una fina camiseta blanca, desgastada por el uso y los muchos lavados, casi transparente. Ni él ni sus compañeros podían concentrarse mucho esa mañana en la traducción directa e inversa. La mesa del aula era ovalada, todas y todos, incluida la profesora, distribuidos alrededor. Era imposible no mirarla. Ella, en cambio, hacía sus preguntas como cada día, sus listas de vocabulario, con la ingenuidad y la despreocupación que sólo algunas personas tienen en este mundo. Se había vuelto costumbre ir y volver con ella cada día de clase. Quedaban, porque vivían muy cerca. Charlaban mucho por el camino. Él a veces se sentía un pesado, pero ella parecía disfrutar de su compañía.
Al salir en grupo a la calle, aquel día lejano de Madrid, hacía viento y seguía lloviendo, y ella dijo de repente “¿Nadie me invitaría a un café?». Había una cafetería en un bajo, justo al lado de la escuela. Nadie se quedó aquel día, sólo Maz. La lluvia la desnudaba, sus pechos parecían al aire cuando salieron. A su paso se volvían los porteros de finca y los albañiles y los mensajeros y los carteros de correos y los empleados de banca. Se cortaban de decirle nada porque Maz la acompañaba y era un tipo grande y fornido. Maz propuso en un momento “Ponte mi chaqueta” y ella respondió con mucho acento: “Aún quedan caballeros”. Al llegar a su portal de la calle Infantas, cuando iban a despedirse, Eva dijo: “Tengo un gatito recién nacido. ¿Pasas a verlo?”. Maz dijo que no, que mejor otro día, también dejó para otro día unos CDs de flamenco que ella quería prestarle. Poco después llegó el final de curso y tras los exámenes se perdieron la pista.
Ahora es el despiadado y descarnado ahora en el que el pelo de Maz ya es más blanco que castaño y las arrugas surcos, y aquel Madrid pasado se ha vuelto este Berlín presente. Ella le cuenta que se divorció por fin después de unos años turbulentos y malos. Le dice que vive con su niña de siete años, feliz. Enfatiza que vive “de verdad feliz”, y Maz le dice que vivir feliz no es poca cosa, que no es desdeñable. Ella no entiende “desdeñable” y buscan una equivalencia.
Ella apunta su dirección en una servilleta pomposamente elegante. Él dice tontamente “Estas servilletas costarán una pasta”. Ella ignora la broma, se pone seria, le mira a los ojos: “Si estás solo y no tienes otro plan, puedes venir con nosotras para Nochebuena”.
La vida es curiosa y caprichosa, ¿no? Si no, ¿por qué estaría él en esa Nochebuena, un cincuentón, admirando los colgantes y los adornos navideños que hizo en el cole una niña que no conoce o que acaba de conocer? Si no -si la vida no dejara de sorprenderte después de hacerte cruzar desiertos-, ¿por qué cenaría él con Eva y con su hija salchichas blancas y ensalada de patata y manzanas asadas, y cantarían juntos en español y en alemán frente al piano vertical, y reirían?
Ernesto Calabuig (nací en Madrid, España, en 1966). Me licencié en Filosofía por la UAM. Soy escritor, traductor y crítico literario. Autor de la colección de relatos «Un mortal sin pirueta» (2008), de la novela «Expuestos»(2010) y de «Caminos anfibios» (2014), todas publicadas en Menoscuarto ediciones. Me he centrado en la crítica hispanoamericana en El Cultural de El Mundo y Revista Mercurio, con anterioridad colaboré con Turia, Quimera, Nueva Revista o Revista de Occidente. Del alemán, entre otras cosas, he traducido Die Nacht, die Lichter (“La noche, las luces”), de Clemens Meyer (Menoscuarto, 2011), y recientemente la novela gráfica Treibsand («Arenas Movedizas», Editorial Impedimenta, 2015). Figuro en el libro/antología «Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual», de Gemma Pellicer y Fernando Valls. También en «Velas al viento» (Cuadernos del Vigía, 2010) con el relato «Malsueño». Y en «La navidad es puro cuento» (2014), coordinado por José Ignacio García, con «Después de los niños».
Comentarios
Por Marina Perezagua, el 08 mayo 2016
Bravo, bravísimo. Uno de los mejores escritores españoles.