Use Lahoz, la historia de un padre y una hija condenados a quererse mal
Use Lahoz (Barcelona, 1976) regresa a la actualidad literaria con ‘Jauja’ (Destino, 2019), una novela en la que el mundo contemporáneo convive con el de los pueblos de la España vaciada, en una trama que transcurre de manera hipnótica, con un padre y una hija que se convierten en personajes inolvidables para el lector. Hemos hablado con el autor largo y con calma, y hemos hablado de la felicidad y del sueño de la felicidad, del amor, de su infancia, de novelas, de pueblos y ciudades, de Chéjov, de lo que perdemos…
Esta nueva novela aborda los perdones pendientes, la imposibilidad de mantener inamovibles ciertos sentimientos, y el amor, tema central que vertebra una historia narrada en dos tiempos (presente y pasado) y en dos días. De estructura y factura impecables, Jauja combina la novela de formación y de ideas con la de aventuras. En ella se funden la habitual capacidad fabuladora y la precisión estilística de Use Lahoz a través de unos personajes heridos que rebosan autenticidad.
En apenas 48 horas, Use Lahoz reconstruye un periodo crucial de la segunda mitad del siglo XX. María Broto es una reputada actriz de teatro al filo de los 40 años. Al salir del estreno de El jardín de los cerezos, de Chéjov (su representación soñada), recibe la inesperada visita de un hombre al que no reconoce, que le da la noticia de la muerte de su padre, con quien ella no se hablaba desde hace 25 años. El viejo amigo de la infancia aparece con el ofrecimiento de llevarla a su funeral. Así se inicia una novela que busca dar una nueva visión del pasado, sacudidos los personajes por la fragilidad de los lazos emocionales, con el referente de los vaivenes de la sensibilidad de la obra de Chéjov.
María Broto, la protagonista de ‘Jauja’, es una actriz que interpreta ‘El jardín de los cerezos’, de Chéjov. ¿Por qué elegiste al autor ruso como referencia que recorre toda la novela?
Hay varios motivos. En primer lugar, porque las novelas no se empiezan a escribir el primer día que decides la primera palabra de la historia. Normalmente se van gestando, van tomando forma con una ilusión de realismo en el inconsciente hasta que un día el arco se ha tensado tanto que la flecha sale disparada e inicia su vuelo, lento en mi caso. Los motivos por los que se empieza una historia pueden ser infinitos, pero yo trabajo mucho con imágenes (fue el caso de Los buenos amigos, una escena desencadenó toda la novela) y con recuerdos, con fogonazos que de alguna manera provocan que una historia vaya tomando forma en tu cabeza.
¿Y cuál fue ese fogonazo del que surgió ‘Jauja’?
En el año 2000 asistí a una representación de esa obra en el Teatre Lliure de Barcelona. Mi primer Chéjov, que me conmovió profundamente. En mi memoria quedó la imagen de Anna Lizaran (que interpretaba, como María Broto, a Luiba Andreievna) en el escenario, a oscuras, diciendo adiós a la casa que la familia debe vender, y con ella diciendo adiós a su infancia, a su juventud, a su felicidad y, en definitiva, casi a su vida. Nunca he visto a nadie decir adiós como ella. Desde ese día el teatro de Chéjov se convirtió en una referencia determinante en mi formación, para mí a la altura de Shakespeare, Moliere, Lope o Calderón…
¿Qué otras obras de Chéjov te marcaron?
Más tarde vi una película de Louis Malle, que para mí es una obra maestra, Tio Vania en la Calle 42, en la que un grupo de actores ensayan esa obra de Chéjov en Nueva York y sus vidas se van mezclando con la ficción. Supongo que desde ese día se despertó en mí la inquietud o la voluntad de querer escribir la historia de una actriz cuya vida pudiera fundirse con el texto que interpreta. Una novela se construye a base de preguntas, de muchos dilemas: ¿quién es esa actriz?, ¿por qué el pasado que ha vivido ha sido tan intenso como para que ahora se vea reflejado en las palabras que declama en un escenario en el presente? Hace poco vi en París la película Viaje a Sils Maria, de Olivier Assayas, que me hizo recordar todo aquello y sentarme a escribir Jauja.
La estructura de la novela tiene mucho mérito porque todo ocurre entre dos representaciones de ‘El jardín de los cerezos’. El teatro lo impregna todo en esta novela.
Es que para mí el teatro es un género imprescindible para representar la vida. Es un género presente en cualquier rincón del mundo porque no se necesitan grandes infraestructuras para ponerlo en marcha. En un piso de Buenos Aires surgió Timbre 4. Mira el éxito que tuvo en Madrid la sala La Casa de la Portera. Yo he crecido y me he formado viendo obras de teatro. Y en una época de indefinición de mi vida, cuando tenía 27, 28 años y vivía en La Habana, hice arte dramático. Quería ser actor. Allí me di cuenta de lo difícil que es serlo (es decir, cualquiera no dice adiós al jardín). Pero en aquella compañía amateur de la casa de cultura de Centro Habana fui muy feliz jugando a ser actor. Llegué a interpretar un papel en una obra que representamos, En alta mar, de Slawomir Mrozek. Y llegué a cobrar por ello, 10 dólares que me gasté religiosamente en ron y con muy buena compañía. La interpretación era una de mis pasiones (hoy puedo decir que frustrada, pero entonces no lo sabía). Luego estuve a punto de seguir con esos estudios, pero en el momento en que me iba a ir a Buenos Aires a estudiar en serio arte dramático me dieron una beca para enseñar español en Ajaccio (Córcega) y allí escribí Los Baldrich, mi segunda novela, y desde entonces me dedico a la literatura. Y como dicen que esta es un ajuste de cuentas con la vida, y yo nunca pude interpretar un personaje de Chéjov, mi personaje sí lo hace, y además muy bien, infinitamente mejor de lo que hubiese podido hacerlo yo.
Decía Chéjov que toda existencia personal descansa en el secreto. En ‘Jauja’ los secretos son la clave del relato. ¿Cómo te decidiste por un argumento así?
No soy un escritor de secretos ni de suspense ni de explosiones. Creo que ese secreto al que aludes queda bastante definido desde el principio. El lector es muy capaz de llenar los huecos o los silencios sobre algunos temas. La literatura es el arte de saber callar a tiempo o, como mínimo, de dosificar la información. No me interesan los secretos para guardarlos hasta un final explosivo o sorprendente, sino para que alimenten la trama y planteen dilemas morales a los personajes, como es el caso de Jauja. Y sí, es cierto que lo que callan los personajes es más determinante a veces que lo que dicen. El dueño del secreto es el lector, que sabe cosas que algunos personajes no saben. Mi manera de concebir la novela se basa en el estilo (la fuerza interior de toda novela), en cómo se cuenta una historia. “Los detalles, los detalles”, decía Nabokov a sus alumnos en sus cursos de literatura, y con razón. También decía que un escritor debe ser, sobre todo, un embaucador.
Dinos algún detalle que sea significativo en ‘Jauja’.
Por ejemplo, la chaqueta que Vidal tira al sofá la primera noche, que se acaba cayendo al suelo y la recoge María al día siguiente. Luego ella se pasa la novela pensando en si Vidal la habrá colgado o seguirá colocada en el sofá. Me gusta ver esa chaqueta como una metáfora de la relación descompensada entre ellos en su nivel de compromiso. Todos sabemos que cuando llegue a casa la chaqueta seguirá en el sofá, ¿no? En definitiva, igual que el arquitecto y diseñador Charles Eames decía que “los detalles no son los detalles, ellos hacen el producto”, un escritor también son los detalles, y los detalles hacen el estilo de su producto, que es en este caso una novela. Por algo decía Nabokov en el curso de literatura europea que Flaubert hay uno y puede morir, pero Madame Bovary vivirá siempre.
‘Jauja’ es una novela sobre el amor de un padre por su hija. ¿Cómo se te ocurrió ese tema y cómo fueron surgiendo los personajes principales de Teodoro y María?
Ciertamente creo que Jauja es una novela de amor, es la historia de amor desdichado entre un padre y una hija, que por varios motivos están condenados a quererse mal y no llegan a reconciliarse. Llegué a ese tema por casualidad, como siempre. “Salí de casa para ir a misa y aparecí en el canódromo” dice Charles Simic. A mí me pasa un poco lo mismo. Empecé la novela de una actriz que debe volver al pueblo al entierro de su padre, quería que ese viaje al pasado fuera una cura de humildad para ella, pero no sabía que entre ambos constituirían una historia de amor sobre los perdones pendientes y sobre el dolor por la imposibilidad de una reconciliación.
¿Hay alguna historia de tu vida que marcara ese camino en la ficción?
Cuando vivía en Montevideo conocí a una señora estupenda, judía, que había llegado al Uruguay huyendo desde los Balcanes, imagínate. Contaba la historia de cómo su padre había desarrollado una técnica de huida por separado para que cuando fueran delatados en los lugares a los que llegaban, como solía suceder a menudo, no tuviera que huir la familia entera porque entonces llamaría demasiado la atención, sino uno a uno. María y Teodoro también huyen por separado, cuando ella es niña iba al encuentro de su padre, y su padre siempre estaba allí, esperándola, como le había prometido. Lo que yo no sabía, ni ella tampoco, era que ahora, al final, volvería a ir detrás de su padre igual que como lo hacía antes, en la infancia, cuando vivía ajena a la verdad y a salvo del porvenir.
La María Broto adulta no cae tan bien como la María Broto niña.
Me gustan los personajes que tiene arrepentimientos, no solo los personajes literarios, también las personas. Siento compasión por esa gente que dice a los cuatro vientos: “No me arrepiento de nada y lo volvería a hacer todo tal cual”. Coño, qué suerte, me digo yo, ojalá me pasara a mí, pero también pienso: qué putada, con lo bonitos que quedan los arrepentimientos en el recuerdo. Yo veo los arrepentimientos como signos de haber vivido intensamente, de haberse equivocado. Y María es así, ha vivido intensamente y, como todo aquel que ha vivido intensamente y sin cabeza, tiene de lo que arrepentirse. Supongo que porque es un potro mal domado. Como dice el tango de Julio Sosa Qué me van a hablar de amor: “Yo he vivido dando tumbos, / rodando por el mundo / y haciéndome el destino… / Y en los charcos del camino, / la experiencia me ha ayudado / por baquiano y porque ya / comprendo que en la vida / se cuidan los zapatos / andando de rodillas. / Por eso / me están sobrando los consejos, / que en las cosas del amor / aunque tenga que aprender / nadie sabe más que yo”. María Broto ha dado muchos tumbos, pero, por suerte, nunca se ha visto obligada a andar de rodillas, a diferencia de Teodoro, que sí ha tenido que hacerlo. Por eso para mí él es el personaje de la novela, aun siendo menos poliédrico, menos conflictivo y menos contradictorio.
“Estás muerto y te llevan al cementerio, mientras yo me apresto a desayunar”, escribió Chéjov. Todo en ‘Jauja’ parte de un entierro.
Sí, y todo trata con el personaje principal muerto. Quería que la novela sucediera en el menor tiempo posible, en este caso apenas 48 horas, aunque en realidad es un día desde las cinco de la mañana, en que quedan para ir al entierro, y unas horas más tarde, cuando María sale de nuevo al escenario. Por fin me he enfrentado a una novela corta en el tiempo. Antes te hablaba de Julio Sosa y aquí tengo que hablar de otra influencia en mi vida, Alfredo Zitarrosa, el gran cantor del Uruguay, que tiene una canción de homenaje a su padre muerto (un poema de Enrique Estázulas) titulada Explicación de mi amor, en la que hay dos versos que dicen: “Soy como tu mar, rodaré eternamente / hacia ti y, desde ti, a lo más hondo”.
¿Qué importancia tuvo la etapa uruguaya en tu vida?
Mis años de Montevideo fueron fundamentales en mi formación. Allí, en casa de Rosario Peyrou, me hice escritor sin ser consciente de ello. Y esta es una de las canciones que han inspirado al personaje de Teodoro. Al igual que otra referencia fue Silvio Rodríguez y su canción Paula, en la que me he basado para crear al personaje de María Broto: “Paula, pequeña hermanita, niña sin jardín, por no tener flores, sembraste una en ti”. No me puedo imaginar mi vida sin Silvio ni Zitarrosa, como no la puedo concebir sin la poesía de Claudio Rodríguez o de Idea Vilariño (también uruguaya) o de las novelas de Juan Marsé y Mercé Rodoreda, o sin las obras de Octavio Paz y Borges. Si miro atrás, todos los momentos definitivos están atravesados de canciones o poemas. La música y la poesía te hacen ver la vida a través de ellas, quizás más que las novelas, las obras de teatro o las artes plásticas, y quizás por eso están tan ligados a ambos géneros.
¿Alguna novela de la Barcelona en la que naciste ha sido especialmente significativa?
La Plaça del diamant, de Mercé Rododera, por ejemplo, porque da realidad a la Barcelona de posguerra, e incluso a una plaza real inconcebible hoy en día sin esa ficción. Y Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, que da realidad a la Barcelona del Carmelo de los sesenta e incluso a un barrio inconcebible hoy sin esa novela. En este sentido, El jardín de los cerezos es una mentira que da realidad a la Rusia del XIX y también al presente de María Broto. Hasta dónde llega la ficción, ¿no?
Digamos que María no existiría sin Teodoro, y viceversa. Pero ella vive entre la atracción y la repulsa. Sin embargo, el amor de él es incondicional. ¿Es ese un elemento prefijado o fue surgiendo durante la escritura?
Fue surgiendo, porque en un momento dado el personaje de Teodoro me hizo entender que su amor es el amor de un padre y de una madre. Él, esa figura, encarna y representa a ambas, ese ángel es una figura muy chejoviana. Ya decía Virginia Woolf que la clave de una novela era humanizar a los personajes, y eso procuro, humanizarlos para bien y para mal. María tiene claroscuros y por eso se complementa con Teodoro, ni el uno ni el otro podrían sostenerse por separado. Quería que se diferenciara la mirada de la niña de la mirada de la adolescente y de la adulta. La vida no se ve igual con ocho años que con 15, ni con 25 que con 40.
Como nos recuerda Janet Malcolm en Leyendo a Chéjov, el escritor ruso valoraba “las buenas costumbres, las buenas maneras y los pequeños actos de respeto”. Pero de pronto sucedía lo extraordinario y el equilibrio se hacía inestable. ¿Hay algo de esto en tu manera de narrar en ‘Jauja’?
Admiro mucho a Janet Malcolm, creo que de ese libro suyo me identifico más con otra frase, una que ella recuerda que solía decir Chejov: “Las imágenes generan pensamientos, pero los pensamientos no generan imágenes”. Es cierto, lo pongo en práctica cada vez que escribo una novela. Si veo a un mendigo arrodillado pidiendo limosna, puedo pensar en la pobreza o en la maldad; si veo a un pareja magreándose, puedo pensar en el deseo, pero por ejemplo si tengo que hablar de una traición o de un estado de plenitud, me cuesta mucho describirlos si no los he experimentado. Por eso pienso que la diferencia entre la ficción y la no ficción no es tanta. El yo siempre está presente –también en la ficción– porque si no he traicionado, o sufrido o querido, me costaría mucho hablar sobre ello con verosimilitud. Aunque, a pesar de esto que he dicho, sigo siendo un defensor de la fabulación, de crear mundos de la nada, del placer de inventar. Como decía Nabokov, la literatura no nació el día en que un hombre en mitad del bosque empezó a correr gritando “¡Un lobo, un lobo!” con un lobo detrás persiguiéndole, sino que la literatura nació el día en que un hombre se puso a correr en el bosque gritando “¡Un lobo, un lobo” sin que hubiera ningún lobo detrás.
El placer de fabular y de imaginar es inherente al acto de la literatura.
Sí, lo que pasa es que para darle forma influyen mucho la experiencia y la memoria, obviamente. Algún día tal vez me atreva con la no ficción, pero creo que hay que ser muy bueno para cultivarla. Yo que enseño literatura en París soy muy fan de este género y recomiendo a mis alumnos que lean grandes obras de no ficción que me han conmovido (por ejemplo El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince; Voy, de Gabi Martínez; Ordesa, de Manuel Vilas, o Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente), pero luego, a la hora de escribir, todavía confío en la ficción para representar la vida, en ese gran placer que supone crear un mundo literario y cincelarlo. Confío en eso que los franceses llaman forme romanesque, siendo consciente de que no podemos repetir indefinidamente lo que han hecho nuestros predecesores y maestros. Desde que era un alumno de la facultad de humanidades y soñaba con ser escritor, oigo hablar de la muerte del autor y de la muerte de la novela y todas esas teorías… y por mucho que sea muy fan de Roland Barthes (que se preocupó mucho de divulgar esas tesis) creo que esto provoca en mí las ganas de escribir, de crear, en la medida de lo posible adaptando a cada historia un estilo y una voz.
¿Cómo es tu técnica a la hora de escribir? ¿Está la historia dibujada desde el principio, como en los capítulos de una serie de televisión? Te lo pregunto porque en ‘Jauja’ hay saltos en el tiempo y reacciones y sorpresas muy eficaces que me hacen preguntarme por el método empleado.
Normalmente tengo claro el arranque de la historia y parte de su conflicto, pero no sé a dónde va a ir. Si la literatura imita la vida, me cuesta predeterminar las novelas. Confío más en la improvisación que en la inspiración. Es decir, creo que una novela se puede modelar pero no prever o proyectar con antelación. Suena trillado, por supuesto, pero cualquiera que lo haya experimentado te podrá hablar de la satisfacción de ver desarrollarse a tus personajes y de verlos decidir por sí mismos. Supongo que otros autores opinarán lo contrario, y se sientan más cómodos con el final predeterminado, pero yo no. Además, me interesa más el desarrollo que el final en sí. También, como te decía antes, procuro dar prioridad al estilo, al lenguaje, a los personajes y en este caso a la estructura.
Escribía Chéjov que “detrás de la puerta de toda persona satisfecha y feliz debería haber alguien con un martillo que le recordara en todo momento con sus golpes que hay personas desdichadas”. En ‘Jauja’ parece que llevas ese martillo como narrador y nos creas a los lectores un estremecimiento, una inquietud.
Estoy muy de acuerdo con Chéjov, cómo no. La felicidad es un concepto muy peligroso en literatura (también el amor, en poesía sobre todo). Cuando estudiaba interpretación, un profesor maravilloso nos decía que en Chéjov la felicidad no existe, existe el sueño de la felicidad. También en la vida real sucede eso, por eso muchas veces asociamos la felicidad con momentos del pasado, cuesta ser consciente de ella a tiempo real. Un escalón por encima de la felicidad está la libertad, que es lo verdaderamente importante. Me gusta recordar aquello que le preguntaban a Filkenkraut cuando entró en la Académie Française y cómo respondió: ¿Se siente usted feliz? Me siento libre. ¿Acaso es diferente? Es un escalón por encima.
Pero respecto a lo que me preguntabas, y a Jauja, se alude a la idea de felicidad desde el título, porque jauja puede identificarse con una abundancia que es precisamente la que persiguen en vano los personajes porque el propio significado de la palabra cambia con el tiempo. Cuando era niña, María identificaba jauja con la abundancia material de la que carecía por completo su familia. Cuando es mayor y tiene esa abundancia, identifica jauja con la juventud, con un periodo de tiempo de plenitud vital. Por eso hay que tener mucho cuidado con la felicidad, por naturaleza propia es efímera y tiene su reverso.
¿Cuál es la inspiración para la historia que se cuenta en ‘Jauja’? Tú pasabas los veranos de tu infancia en un pueblo aragonés. ¿Viene de ahí?
Jauja viene de algunos lugares y de algunas vivencias. Evidentemente, si no hubiera veraneado durante mis 15 primeros años de vida en un pueblo que no aparece en el mapa de la provincia de Teruel muy parecido a Valdecádiar, no existiría. Viene por tanto, en gran parte, de ahí. Pero no sólo de ahí, también de experiencias de Montevideo o de la manera en que mucha gente se enfrentó a la emigración y llegaron del pueblo a la gran ciudad para buscarse la vida.
¿Cómo se enfrentaba un niño de Barcelona a esos veranos de pueblo? ¿Cuál era la relación con los chavales de la zona? Te lo pregunto porque en ‘Jauja’ el pueblo pequeño y la ciudad grande son un escenario de opuestos que radicalmente marcan a los personajes.
Yo esperaba con impaciencia la partida al pueblo. Desde los ocho hasta los 14 años, unas semanas antes de ir, cuando acababa el curso, ya me sentía nervioso y hasta les escribía cartas a mis amigos llenas de ese deseo por encontrarme con ellos y con la libertad. Era mi paraíso, mi arcadia. Y al hablar de ello no puedo evitar que se cuele en mi pensamiento aquella frase de Camus: “El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”. Allí me esperaba un mundo sin artificios, prácticamente ancestral, con comportamientos humanos absolutamente diferentes. El trabajo en el campo de los hombres, las tareas del hogar y del lavadero de las mujeres. Aquellas vecinas con las que me crie aquellos veranos, a las que sigo viendo de vez en cuando, fueron muy importantes, y para mí son igual de interesantes, o más, que las señoras que puedes ver en la quinta avenida de Nueva York. He tenido mucha suerte, creo, al haber vivido eso. A los 15 años dejé de ir, como todo adolescente dejé de sentirme tan identificado con ello y busqué otras inquietudes, pero cuando me hice escritor todo aquello volvió y lo tengo muy presente, me brinda mucho material narrativo y no pienso renunciar a ellos. Mi pueblo fue una gran escuela, como lo fueron algunos viajes, algunos dolores, algunas decepciones y algunos enamoramientos.
¿Cuáles son los recuerdos más vívidos de aquellos veranos?
El pueblo cambiaba por completo mi vida. Fuera normas. Mi abuela me dejaba hacer lo que quería, me pasaba el día en la calle, se vivía de puertas para afuera –no como el resto del año en la ciudad–, y deseaba ir al campo. Me encantaba ir en el remolque con mi abuelo, que siempre estaba cantando canciones de la guerra, de hecho el terreno estaba lleno de cascotes de balas, fíjate que habían pasado años de la guerra pero él solo recordaba eso, claro, era lo único que había vivido diferente. Mis recuerdos, como imagino que los de tantos otros de mi generación que tuvieron pueblo, están en las eras, en el campo, entre animales; en lugar de ir al mercado con mi madre, iba al corral a por huevos, o a despellejar un conejo con mi abuela. Y además hablando otra lengua, aparcaba el catalán (que era la lengua que más hablaba en mi colegio) hasta que volvía en septiembre. Asistía a una dimensión distinta del mundo por cómo se nombraban las cosas. Eso es importante porque me chocaba mucho el lenguaje, las cosas no se llamaban de la misma manera: jada, cestera, presco, alberge (azada, huerto, melocotón, albaricoque)… En fin, vivencias que permanecen en la memoria.
Veo otras dos referencias claras en ‘Jauja’ además de Chéjov. Por una parte, Jeffrey Eugenides, por esa capacidad fabuladora, la acción incesante y la interacción entre los protagonistas con una amplia lista de secundarios.
Has nombrado la que quizás sea mi referencia más clara: Eugenides. Para mí Middlesex y La trama nupcial son dos obras maestras, y por supuesto las tomo como referencias en mis novelas. La capacidad de fabulación es el arma que más me gusta utilizar. Y la vida, como él dice, es un material muy digno de ser novelado. De este tipo de escritores, como de Franzen (leer Libertad, por ejemplo, fue una experiencia sobrecogedora), he aprendido que la novela no ha llegado al final de su historia, aún no lo ha dicho todo. También, por supuesto, la imprescindible presencia de los personajes secundarios. De hecho, creo que Jauja también es una novela que habla de todas aquellas personas que pasaron por nuestra vida un corto periodo de tiempo pero que de alguna manera fueron importantes. Estoy pensando en maestros, amigos, gente que te echó una mano sin que entonces pareciera importante. También habla de la herencia no material, ¿qué queda en nosotros de la gente que nos crio o nos educó o nos quiso una vez que ya no están?
Entre estos secundarios destaca el maestro, uno de esos personajes generosos que actúan por amor al arte y que recuerda a Chéjov. El escritor nunca ganó dinero con la medicina, pues solía atender a los pacientes del campo de forma desinteresada. ¿Te interesan ese tipo de personajes?
Mucho, la bondad desinteresada, como la amistad, es una de las mayores recompensas de las que puede disfrutar el ser humano. Yo me acuerdo mucho del maestro de aquel pueblo de mi infancia porque además tenía por costumbre montar una obra de teatro cada final de curso y, como yo ya estaba allí, las disfrutaba mucho. En casa de mis abuelos siempre hubo mucha amistad con los maestros y los médicos del pueblo, eran muy cercanos. Luego, obviamente, yo me hice escritor por culpa de mis profesores de literatura, y encima también ejerzo de profesor. Como te decía antes, una novela no puede construirse solo con un gran personaje central, o dos, sino que considero imprescindible que exista un buen elenco de personajes secundarios, del mismo modo en que son imprescindibles los matices y los detalles. No concibo a Madame Bovary sin Charles, Homais, Rodolphe, León o esos habitantes de Yonville.
La otra referencia a la que me refería es ‘La plaza del diamante’, la obra maestra de Mercé Rododera, una de las mejores novelas escritas en español en el siglo XX, y una de las favoritas de Gabriel García Márquez. De ella pareces heredar la contención, esa mansedumbre narrativa muy elegante que sin embargo deja vislumbrar una realidad muy compleja y oscura.
La plaza del diamante es una de las novelas que más me han marcado. La contención con la que está narrado ese monólogo interior de Natalia (Colometa) es impresionante. Fue la primera vez que lloré con una lectura. Y lo que conmueve, perdura. Lo recuerdo perfectamente. Ese momento en el que Colometa piensa en la cama junto a sus dos hijos (Quimet ya ha muerto en el frente) que a la mañana siguiente comprará con las últimas monedas de que dispone un litro de salfumán, que ella beberá la mitad y la otra mitad la repartirá entre los dos niños para acabar de una vez con tanto sufrimiento. Qué fuerte, yo lloraba desconsolado en la cama por una mentira, una mentira tan real… y con la que tanto empatizaba… Considero que es la gran novela de posguerra española. Qué luminosa esa oscuridad que describe. Ojalá tuvieras razón y yo hubiera heredado algo de ella, pero sinceramente creo que Rodoreda son palabras mayores, como también lo fueron para mí otras lecturas de Ignacio Martinez de Pisón, Almudena Grandes, Antonio Muñoz Molina, Juan Marsé, Rafael Chirbes, Javier Marías, Manuel Longares, Josan Hatero y tantos otros.
La novela se sitúa en diferentes contextos históricos de la España del siglo XX: el franquismo, la transición y la democracia. ¿Cómo se articula ese cambio de situaciones y en qué medida afectan a los personajes?
Afecta muchísimo. Determina su manera de estar en el mundo y de sobrevivir y de amar (como es el caso de Teodoro y el ingeniero Pablo Peñalver). Y fíjate si lo determina que María, aun siendo ahora rica, o al menos solvente económicamente, nunca ha dejado de ser pobre. Esa también es la herencia de la que te hablaba antes, pero venía marcada por los estigmas del pueblo, por la oscuridad terrible del franquismo en las zonas rurales, por el hambre en determinados sectores de la sociedad, por la prostitución a la que se ven obligadas dos de los personajes.
Es una novela que tiene un trasfondo político: los ricos y los pobres, el campo mísero y la ciudad opulenta y brillante (una referencia más a Chéjov podría ser su magistral relato ‘Campesinos’, donde se refleja esto mismo), la diferencia de oportunidades en la España del franquismo y el posfranquismo. ¿Es algo recurrente en tu literatura?
Sí, la lucha de clases es uno de mis temas recurrentes y siempre está presente. Mis personajes suelen ser hijos de nadie que huyen obligados a buscarse la vida y que luego se desviven por dar a sus hijos las oportunidades que ellos no pudieron tener. Estoy en deuda con esos personajes para mí tan reales.
‘Jauja’ pasa de las 400 páginas, lo mismo que otras obras tuyas anteriores. Chéjov les decía a los escritores que le enviaban sus inéditos: “¡Abrevia, hermano, abrevia! Empieza en la segunda página”. ¿Vas a seguir el consejo? ¿Por qué escribes tan largo?
Estoy de acuerdo con Chéjov: lo que ocurre es que mis novelas son largas porque en ellas creo que se desarrollan muchos cuentos. Mi anterior novela, Los buenos amigos, estaba constituida por cuatro novelas breves. Y esta está constituida por algunos capítulos que servirían como cuentos prácticamente independientes. El otro día estaba leyendo los diarios de Julio Ramón Ribeyro y él decía que veía la vida en forma de cuento. A lo mejor la próxima vez uno de esos cuentos míos tiene 150 páginas y con suerte se publica de forma autónoma. Sería como darle la razón a Chéjov, y cómo no dársela, tendré que convertirme en su aplicado alumno.
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