Vacas, hierba, maestras, culebras: un microcosmos rural en ruinas

Foto: Miguel Núñez.
‘Todos los colores del negro’ es el título del libro que el escritor Miguel Bermejo y el fotógrafo y librero Miguel Núñez han presentado recientemente. Los relatos incluidos, muchos de ellos de apenas una página, dialogan con las crepusculares imágenes en blanco y negro en una cuidada edición de Salto al Vacío, sello zamorano independiente fundado en 2021 por Clara Ponte y Sylvaine de Tourdonnet. En los textos de Miguel Bermejo, nacido en Lubián, en la comarca zamorana de Sanabria, se documentan, con un estilo literario admirable, depurado, delicado e hipnótico, los rescoldos de un microcosmos que se desvanece: los nombres de las vacas (Marquesa, Garbosa); los carros de hierba que da un prado; los platos de leche para las culebras; los segadores embebidos en su propia polvareda; los mastines, las fuentes y los chozos; la música de la guadaña mientras es afilada o la mujer encima del burro e indisociable del animal. Arcádico, amenazante o cruel, el mundo en ruinas retratado en el libro se resume en esta selección de textos y fotografías.
DELANTE DE MI CASA HAY UN PRADO. Todas las tardes vienen a él una mujer y una vaca. La mujer trae una silla y una vara. Mientras la vaca come, la mujer está sentada y de vez en cuando da golpes con la vara sobre la hierba, como si para sus adentros cantara distraídamente una canción; pero tiene una expresión, la postura o algo, que parece que mentalmente estuviera mirando un álbum de fotos. A veces la vaca muge y la distrae. La mujer siempre dice lo mismo: “No te vayas tan allá, bonita, que ya nos vamos”.
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EL REBAÑO ENTRÓ POR EL CALVARIO, arrojado del monte, torrenteras abajo, como un arrastre de las aguas de la tormenta. Aunque ya no llovía, la gente se guarecía bajo los aleros y los balcones como si diluviara.
Nada de polvo ni regueros de excrementos, ni el olor a monte que trae el ganado. Traían solo nubes de agua hervida sobre los lomos, como gallinas recién escaldadas. Cada cual apartaba sus animales y contaba las cabezas al paso de aquel río baladrero que empezaba a deshacerse ya en las primeras casas, dejando atrás pequeños grupos de ovejas y cabras, arrimados a las puertas de las cuadras. El resto seguía calle abajo, recorriendo los sitios de la espera.
Pasó todo el rebaño y entonces se dieron cuenta de que las ovejas venían solas, acompañadas solo por los perros. ¿Y la pastora? Ya estaba todo el ganado acomodado, todo menos el de Baldomina, la pastora, que aguardaba a la dueña en la puerta de su casa. Fue entonces cuando empezó a preocuparse la gente y nos preguntaron a nosotros, que habíamos estado jugando por encima del Calvario, y les dijimos que sí, que el rebaño había bajado solo.
Subieron muchos al monte a buscarla. Dijeron que tardaron en encontrarla y que aún estaba atolondrada, llena de magulladuras; que por lo visto había sido una pedrea muy bárbara, que, según ella, habían caído piedras como corazones.
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EL CAMINO DE LA SIERRA es un tormento: sube dando vueltas, revolviéndose contra la cuesta, todo es piedra suelta y en lo que se anda por él no se pisa en firme, se va de tropezón en tropezón. Hay que salirse de la rodera y andar entre urces y escobas. Así que todo el día a puro sol y a la carrera. Las ovejas se te pierden por detrás y las cabras por delante; siempre dando voces y apedreando a los animales, apurada por hilar tres ovillos en lo que te dejan quieta. Luego vete corriendo a casa, acomoda el ganado, trae agua de la fuente, haz un caldero de comida para los cerdos, un poco de guiso para la cena y sigue hilando. Y mientras el marido, borracho desde el desayuno, que se despierta para llamarte puta.
Le di solo un machetazo y allí lo dejé, con el hacha clavada en el costillar; me fui al huerto a por un cesto de berzas.
Cuando volví, la casa era un hervidero de gente. Dicen que lo vieron asomado a duras penas a la ventana gritando que yo lo había matado. Lástima que no lo matara.

Foto: Miguel Núñez.
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TODOS LOS ANIMALES QUE SE CRÍAN POR AQUÍ acaban en el matadero, pero miras los rebaños y no ves que los ronde la muerte ni que tengan ese destino. Solo las ovejas del carnicero cruzan un pequeño regato de agua ensangrentada cuando entran en la cuadra. Esas sí que dan la impresión que te digo, de que cada día un cuchillo las pasa rozando.
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SU CONDICIÓN ERA LA DE PORTUGUÉS y criado; la nuestra, hijos del pueblo. Él se estaba bañando por pura necesidad en un estanque de agua de deshielo cuando nosotros lo descubrimos. Ya no aguantaba el frío y quería salir del agua, pero le daba vergüenza que le viéramos desnudo, o quizá temió parecer obsceno. Un miedo absurdo, visto desde hoy, que nosotros también padecíamos en ocasiones, le impedía salir. Nos pidió que nos alejáramos, que se estaba quedando helado. Lo pedía dolorosamente, por favor, pero nosotros nos reíamos y no nos íbamos. La tiritona hizo más ridículas sus súplicas, porque llegó un momento en que era incapaz de articular una palabra inteligible. Nos quedamos allí viendo cómo tartamudeaba y se amorataba. Era tan divertido que no podíamos irnos. Después, el pánico nos hizo correr, alejarnos a toda prisa indagando si alguien nos habría visto porque el portugués se desplomó, tieso como un árbol talado, levantando dos olas de agua que rebotaron en las paredes y volvieron a unirse justo donde él había desaparecido.
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LA VARITA DE FRESNO era la medida del largo; en ella, una muesca marcaba la medida del ancho. Mientras la ponía sobre el mostrador, el hombre que había entrado en el comercio pidió que le cortaran un cristal.
En una manga de su chaqueta brillaba una cinta negra recién cosida. Cuando el cristal estuvo listo, sacó otro palo más pequeño y dijo al tendero:
—Es para unos zapatos de mujer, blancos; pero que no le aprieten.

Foto: Miguel Núñez.
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A LA NUEVA MAESTRA, nuestro pueblo le pareció maravilloso. Nos dijo que aunque quisiéramos ser malos, no sabríamos.
Llegó en la época de las matanzas. Cada día comía invitada en una casa. Al acabar las clases los niños iban a su casa, se sentaban en el escaño al lado de la lumbre y la miraban. Se reían, les resultaba divertido estar en casa de la maestra. Las mujeres del pueblo también la visitaban; se pasaban las horas allí de conversación.
Algunos días tuvo la necesidad de decirles a los niños que se fueran, porque no tenía ni un momento para estar a solas. Las mujeres no solo iban a la casa cuando estaba ella. Un día, se encontró la cama hecha. Pidió a las mujeres que no se molestaran, que ella podía hacerse su cama. Cada día se encargaban de más tareas sin que ella pudiera impedirlo. Barrían la casa, fregaban los cacharros y siempre había alguna mujer que se adelantaba a preparar el fuego o lavar la ropa.
Sin embargo, con el paso del tiempo iba notando algunos cambios. Mientras unas eran más cordiales, otras habían dejado de saludarla en la calle e incluso le habían mostrado su disgusto. Una de sus primeras amigas, la que había tomado la iniciativa de ayudarla en los trabajos caseros, comenzó a hablarle de un hijo suyo que estaba en edad de casarse; y a decirle que no era bueno que una chica estuviera sola en una casa, que siempre podría pasarle algo. La mujer ofreció a su hijo para que la acompañara por las noches y pudiera estar más tranquila. No fue bien aceptado que rechazase esta proposición. También tuvo insinuaciones directas de algunos hombres, pero ya tenía novio y no podía aceptar otros compromisos.
Un hombre, una de las muchas amistades que ocasionalmente la acompañaban en los paseos por el campo, le dijo un día: “Usted, que es estudiada y que sabe, me podría explicar esto”, y le sacó una revista pornográfica. Estaban bastante alejados del pueblo y la maestra sintió deseos de regresar y encerrarse en su casa. Cuando llegó, encontró a las mujeres leyendo sus cartas, registrando los armarios. A los pocos días vinieron a visitarla sus padres. Los hombres y las mujeres se sintieron en la obligación de informarles de que su hija recibía visitas de un chico de fuera y dormía sola con él. Llegó un momento en que ella, su casa y sus asuntos acabaron siendo imprescindibles en la vida de aquel pueblo. Fue creciendo el número de enemigos. Cada día eran más los que le hacían desprecios, le gastaban bromas pesadas o la miraban con indiferencia. Sin embargo, soportaba peor a los amigos. Dudaba de ellos, de sus intenciones. Se preguntaba qué querrían aquellos que todavía estaban allí, sentados a la lumbre, cuidando de que no se apagara. Comenzó a temerlos sin ninguna causa que lo justificara.
Un día, echó de su casa a las tres o cuatro personas que había; las últimas que quedaban de las muchas amistades que había tenido. De pronto se dio cuenta de lo odiosos que eran los niños, de que nunca le habían gustado. Eran sucios y crueles. Se sentía asediada, sola en un pueblo sin teléfono, donde no pasaba ningún coche porque estaba alejado de la carretera. Rodeada de aquellos monstruos empezó a tener miedo. Al principio era una sensación débil, pero muy pronto se convirtió en pánico, y el desagrado, en una repulsión insoportable.
Un día que el pueblo amaneció nevado, los niños encontraron la escuela cerrada y la casa de la maestra abierta; puertas y ventanas abiertas de par en par.
No la volvimos a ver. Todo lo que se sabía, por las huellas de las pisadas, era que se había ido en dirección a la carretera.

Foto: Miguel Núñez.
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LAS MUCHACHAS, en el camino de ida, llevaban los zapatos en la mano. Al llegar al pueblo en fiestas se cambiaban de calzado, dejaban escondidas las zapatillas en las primeras tapias y se acercaban al baile balanceando sus cuerpos, haciendo sonar los tacones como los cascos de caballo sobre la calle empedrada.
A medianoche volvían las zapatillas a sus pies de siempre; los zapatos columpiándose en la mano, en el camino de regreso, antes de volver a su caja de cartón.
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PRIMERO LA VACA
después el perro
después el hombre
hacia la casa
primero va el hombre
después el perro
después la casa
hacia la muerte
hacia la vaca
primero va la muerte
va la vaca
va la muerte.
‘Todos los colores del negro’. Textos de Miguel Bermejo; imágenes de Miguel Núñez. Editorial Salto al Vacío. Zamora, 2024. 256 páginas. PVP: 23 €
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