Valladares: “A poco que hagamos, estaremos más sanos y felices”
Desafíos, zancadillas, pero también motivaciones es lo que el científico Fernando Valladares, biólogo del Museo Nacional de Ciencias Naturales, profesor universitario y, en los últimos años, portavoz científico oficioso contra los impactos del cambio climático, nos resume en su último libro, ‘La recivilización’ (Ed. Destino). Tras años de trabajo, y no sin esfuerzo, ha logrado sintetizar las causas, los impactos y los retos que la humanidad tiene por delante, sin caer en el catastrofismo, pero apuntando con el dedo al culpable: un sistema económico global que hay que cambiar, nos dice, partiendo de una actitud de acción hacia el cambio. Valladares, a medida que salió del mundo de sus investigaciones para contar a la sociedad lo que dice la ciencia, ha vivido en primera persona la hipocresía de muchos políticos, amenazas en las redes sociales, manipulaciones en debates televisivos…, pero no ceja en su empeño de “abrir los ojos” a la sociedad.
¿Era necesario otro libro sobre temas ambientales?
La idea de escribirlo fue de la editorial, a raíz de aquel mensaje que lancé durante la pandemia de que teníamos la vacuna y nos la habíamos cargado: la naturaleza. Y he tardado tres años. Pensé hacer algo más científico sobre los costes de la crisis de la civilización, como la COVID-19, pero al final pensé que era necesario un libro que provocara y nos hiciera reaccionar.
¿Qué nos quieres decir con la palabra “recivilización”, precisamente en esta parte del mundo que nos creemos la cuna de la civilización occidental?
Esa es una de las provocaciones. Quiero decir que nuestra civilización no está nada civilizada, no es para sentirse orgullosos. Cuando hablo de injusticia, desigualdad, guerras, enfermedades crónicas, trato de ponernos un espejo para que veamos lo que somos. Más allá del sistema socio-económico, que hay que cambiar porque provoca que nos salgamos de los límites planetarios y tengamos tantos problemas, con civilización me refiero también a cuestiones culturales, espirituales, sociológicas que trascienden a lo económico. Recivilización indica que tenemos que hacer las cosas de nuevo, que no somos civilizados si millones de personas mueren por un modelo alimentario despiadado. El modelo que propongo está basado en los derechos humanos, y a casi todo el mundo le parecen bien. Pero para ponerlo en marcha no bastan actualizaciones, no es suficiente firmar el Acuerdo de Paris [acuerdo para recorte mundial de las emisiones que provocan el cambio climático] o un Green Deal en la UE, que no cumplimos, porque no cambiamos.
¿Es ese cambio posible en un mundo en el que la inercia nos lleva por otro rumbo?
Es posible si encontramos la motivación. Lo que pasa es que mucha gente pobre, que no han provocado la situación actual, en este país o en el sur global, aspira a ser como los que más tienen. Eso potencia populismos que te dicen que eres libre para alcanzar ese nivel, cuando no es verdad. Es un espejismo que ciega a los que más ganarían si nos recivilizamos. Una motivación puede ser el miedo al apocalipsis y al caos que habrá con más calentamiento, menos agua potable, pero esa narrativa del miedo sirve solo para un 30% de la sociedad. Yo defiendo un cambio más potente, sin perder de vista que jugamos con escenarios de extinción. Hay que sumar otras cuestiones, como la necesidad de mejorar la salud física en el sur y psíquica en el norte. Aquí poco más podemos mejorar en lo físico, pero vamos para atrás en estrés, ansiedad, depresiones, suicidios… Y la tendencia es a ir peor. Es motivante pensar que a poco que hagamos estaremos más sanos y felices.
¿Dónde está la clave para que ese mensaje de cambio evidente nos cale?
Ese es uno de los desafíos. También hay desafíos políticos, jurídicos, sanitarios, educativos o ambientales. La clave es hablar claro. Hoy tenemos tres escenarios: no hacer nada, lo que nos lleva al colapso; dejar que otros nos dirijan en un gobierno autocrático o ponernos en marcha. Luego están las zancadillas, que son trampas que nos hacemos a nosotros. Una es negar la realidad (el negacionismo), que es la huida hacia adelante en el círculo del milagro, es decir, prometer imposibles, como más agua para Doñana. Otras están organizadas, como el green-washing, los paripés; y también hay presión por el interés: no me interesa el cambio climático ni la sequía, así que sigo a lo mío sin pensar en los que vienen detrás.
En tu libro mencionas a los tecno-optimistas y los tecno-pesimistas. ¿Quiénes son más peligrosos?
Sin duda, los tecno-optimistas. La tecnología no va a solucionar las crisis que tenemos. Es más; la ha creado. El inicio de un colapsismo organizado comenzó cuando hicimos más eficiente la tecnología del carbón y subió su consumo, en vez de reducirlo, aumentando el problema. Y vemos que pasa igual con todo: a más eficiencia, más consumo. Con las energías renovables que estamos poniendo, tendríamos que echar las cuentas de lo que está pasando. Seguramente necesitaremos más, aunque hay que ver cómo y dónde. No estoy contra nuevas formas de energía y nuevas tecnologías, pero no pensemos que eso nos va a salvar. Si la energía de fusión llega un día, y tardará igual 50 años, bienvenida sea, pero hoy no nos sirve, así que no hagas cuentas con ella. Hay que invertir en investigar, sin olvidar que tenemos problemas urgentes. Otro ejemplo son los mecanismos de secuestro de CO2 de la atmósfera, que no se pueden hacer a escala relevante; o desalinizar, que requiere mucha energía y genera una tremenda contaminación de salmuera. No son soluciones a gran escala. Los tecno-optimistas piensan que, bueno, ya saldrá algo nuevo, olvidando que la tecnología también nos ha metido en problemas que han causado muchas bajas y efectos secundarios.
Un tema que mencionas mucho en tu libro es el de la alimentación y la agricultura. ¿Es quizá uno de los sectores más descontrolados?
Descontrolado es buena descripción. Su huella ambiental está casi a la par que en los combustibles fósiles y está mucho menos regulado. Es más, el sistema alimentario mundial está regulado para producir hambre. Su argumento son los hambrientos, cuando es la producción excesiva de comida la que genera hambrunas. La producción de alimentos es un negocio en pocas manos, las de quienes suben precios de la comida y acaparan recursos en grandes zonas del planeta. Hay que producir menos para alimentarnos mejor. Pero eso es anatema. No puedes defender el glifosato cuando se sabe ya que la agricultura regenerativa, a medio plazo, es igual de productiva y no envenena.
Hay una ignorancia total de hacia dónde debe ir el cambio. No se puede traer cereal de Ucrania cuando se produce en Palencia. Y no hay pautas globales. La FAO sigue favoreciendo la producción. Hay lobbies productivistas a quienes se rinde pleitesía, y lo que tenemos que hacer es apretarles las clavijas. Por otro lado, se confunde a los agricultores y ganaderos, que acaban apoyando partidos populistas. ¿Por qué las grandes superficies no están nunca en los medios y se pone al ganadero o a un científico, como yo, a hablar de sequía, sin llamar a quienes les imponen los precios? En el debate social están ocultos los grandes responsables.
¿Qué falta para que abramos los ojos?
Yo trato de explicar todo esto con palabras sencillas. En este caso, mi objetivo sería que esos agricultores los abrieran. Es doloroso ver cómo pelean por un agronegocio del que son esclavos. Los agricultores en España tienen que abandonar el regadío, dejar de comprar a empresas como Bayer y volver a lo local, decrecer. En general, tenemos que producir menos y acostumbrarnos a vivir con menos. Y que no nos engañen, que los barcos del Mar Negro con grano de Ucrania no van a alimentar a gente hambrienta, sino a vacas, a un negocio, aunque la excusa para poner el cordón de minas era la comida. Hay mucho que ganar hablando claro.
¿Qué responsabilidades políticas hay en todo esto?
No es solamente cuestión de políticos o del sistema capitalista. Tenemos que cambiar nosotros. Debatir estos temas juntos. En las asambleas ciudadanas, como en la que participé, emerge la sensatez en cuanto científicos y técnicos exponen los datos. Eso no pasa en el mundo real por las zancadillas. Creo que una de las esperanzas para salir de esto es la sensatez que surge en pequeños grupos.
¿Cómo esa sensatez local puede llegar a una recivilización globalizada?
Las decisiones no se pueden tomar globalmente. De ahí el fracaso de las cumbres del clima, que buscan soluciones globales. Las cumbres pueden organizarse, pero no pongamos en ellas toda la confianza, porque de ahí no vendrá un cambio del modelo de civilización. Solo puede llegar por acumulación de lo pequeño, de grupos de personas sensatas. No todo el mundo tiene el conocimiento, pero sí capacidad de pararse a reflexionar e ir sumando entre todos. Habrá quien diga que no sirve de nada mientras, por ejemplo, China siga contaminando tanto. Eso es una forma de negacionismo climático. La única batalla que se pierde es la que no se empieza.
¿Por dónde empezamos la ardua tarea de recivilizarnos?
Para empezar, es importante la amabilidad con los otros, porque es contagiosa y nos une. Ahora vamos hacia más crispación social, justo en sentido contrario. Recivilizarnos es generar las condiciones que favorezcan sentirnos bien, renaturalizando las ciudades, trabajando menos… Cuando Grecia propone 78 horas laborales a la semana pone en marcha lo opuesto a ser más felices y amables. Recivilizar es poner en marcha iniciativas que existen ya a escala local y regional, y que hay que replicar en otros lugares. Es un esfuerzo que debemos hacer en el norte global, que tiene que decrecer, y es un desafío porque somos egoístas, pusilánimes, lloricas, soñadores… y nos engañamos.
Si comunidades de todo el mundo acaban vibrando en sintonía, apuntando a cambios razonables, estaremos a un paso de recivilizarnos. Con este libro he tratado de hacer una radiografía de lo que hay que cambiar y acelerar el proceso, porque puede ser que sea tarde, porque estamos dejando ya extinciones, zonas ya degradadas, gentes que desaparecen. Si aceleramos el cambio, aún estamos a tiempo. Nos queda, como decía el científico Edward O. Wilson, media Tierra sin degradar y, si la cuidamos, da para todos. Propongo que no lo hagamos por obligación o miedo, sino porque entendamos todo lo que podemos ganar. Así seremos actores y actrices de un cambio. Solo ponerse a ello vale la pena.
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