Ventajas de comer solo
Una de las primeras cosas que en esta vida me hizo sentir autónomo y adulto fue comer solo en los restaurantes. No recuerdo cuándo fue la primera vez, porque muchas veces, de forma incomprensible, olvidamos algunos de los momentos más memorables de la existencia.
Lo que sí recuerdo es la sensación de pedir mesa para uno y mover el bigote en soledad durante unos cuarenta minutos, probablemente un menú del día sobre el mantel de papel (o quizás, menos romántico, un menú barato en una franquicia de comida rápida), pero solo, sin compañía, ocupando una mesa pequeña y fantaseando con ser un agente secreto, un espía, un contable divorciado con dos hijos. Ya era un ciudadano de pleno derecho.
Hay gente a la que no le gusta comer sola, como si la otra gente fuera a pensar que está sola en la vida, y no solo comiendo sola, y como si tal cosa fuera vergonzosa; o como si le fueran a visitar no sé qué fantasmas o le fueran a tomar por agente secreto, espía o contable divorciado con dos hijos. Gente que, cuando come sola, no sabe dónde mirar, dónde poner las manos, qué hacer con el corazón; quizás por eso en algunos restaurantes de menú barato, donde acuden muchas personas mayores solas en pos de la sopa de cocido y bistec con patatas, tienen siempre puestos los informativos en la tele. Esos comedores llenos de mesas de uno, donde los señores y las señoras, en el ocaso de su periplo vital, en silencio, degluten mientras mascan las palabras de Vicente Vallés.
Supongo que comencé a comer solo en torno a la veintena, cuando empecé en la universidad y, posteriormente, me mudé solo a Madrid. Como me gustaba más hacer amigos en los after hours que en las aulas y no asistía demasiado, cuando comía en la Facultad de Ciencias Físicas de la Universidad Complutense no tenía una gran red social para almorzar, de modo que me sentaba a comer solo en medio de un comedor atestado de pandillas de estudiantes en plenitud estudiantil (creo que ha sido la única situación en la que mi soledad alimentaria me resultó algo incómoda) o prefería salir a comer en un banco del parque un bocadillo de bacon y queso, mientras leía cualquier incomprensible mierda situacionista o así.
Comer acompañado es otro rollo. Comiendo se hacen negocios, se acuerdan pactos políticos, se celebran bodas, bautizos y comuniones, se urden conspiraciones o se organizan corrupciones y corruptelas. Nunca lo he entendido, porque el acto de comer impide la buena vocalización y después da sopor, lo que, a mi juicio, hace desagradables las sobremesas. No entiendo demasiado la comida como hecho social; seré, pues, un individualista de la ingesta, donde uno puede apreciar mejor los detalles gastronómicos y retirarse a la siesta cuando le venga en gana sin quedar mal con los otros comensales. Otras veces me dicen de tomar café, y no de comer, pero lo curioso es que no quedamos para tomar café, sino para hablar. Es un extraño eufemismo.
Tampoco le veo el sentido a leer mientras uno come, aunque lo haya hecho mucho, ni a distraerse con nada, de modo que hace un tiempo que me he prohibido a mí mismo comer mirando el teléfono móvil, que es una mala costumbre que había ido adquiriendo por aquello de no desconectar ni un solo minuto de la realidad digital que es, cada vez más, la realidad verdadera. Lo bueno de comer solo es que uno descubre que la comida, el acto de comer, aunque no sea demasiado complejo, no solo es divertidísimo, sino que además induce a un extraño estado de contemplación y reflexión que suele producir buceo en los recuerdos, elaboración de teorías, pensamientos de flâneur, buenos ratos y buenas ideas, como la de (creo) escribir este artículo, que surgió de la ingesta de una ensalada de pasta y unos triángulos de queso manchego semicurado.
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