Breves notas sobre España (y II): La tierra vacía de Sergio del Molino
El autor continúa y cierra su serie de dos artículos sobre la relación de España, con sus capitales, sus provincias costeras y las del interior. Si en el primero de ellos criticaba el estado actual de Madrid frente a la pujanza de provincias como Málaga, ahora centra su atención en ‘La España vacía’ del interior, a raíz de la publicación del libro del mismo nombre de Sergio del Molino.
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España es un país raro. Admirablemente raro. En menos de dos generaciones ha pasado de la Edad Media a la modernidad. Del analfabetismo a las universidades en cada capital. De los burros con los serones al AVE. De la emigración forzada a la absorción sin trauma de grandes cantidades de personas de distintos orígenes y condiciones. Del Vente a Alemania, Pepe al «cómprate la casa de tu vida en la Costa del Sol». De la Ley de Maleantes y Vagos a la del Matrimonio Igualitario. De Bodas de sangre a los top-less generalizados en Tarifa. Somos ya, en muchos casos, vanguardia. O hemos vuelto a serlo tras más de cuatro siglos aplastados por la realidad y su exageración historiográfica en forma de Leyenda Negra.
Hemos cambiado: “Hemos sabido romper la inercia de la crueldad y el desprecio de los siglos. Nos falta darnos cuenta y hacer algo con esa conciencia”. Con esta frase cierra Sergio del Molino (Madrid, 1979) su libro La España vacía. Viaje por un país que nunca fue, recién publicado por Turner. Un libro que mezcla ensayo, reportaje, historia, biografía, memoria y diarismo de forma magistral: con erudición y sin apabullar, gracias al estilo tan hábil con el que el autor dosifica los hechos y los datos con una narración de fuerte impronta literaria. Concuerdo con el escritor Andrés Barba, quien en una reciente reseña en El Cultural de El Mundo decía que este libro debía ser obligado en institutos y universidades. Se aprenden varias asignaturas de secundaria y la carrera con una lectura atenta de este libro apasionante. Del Molino tiene una visión propia de España –que ya me atrapó en su anterior Lo que a nadie le importa–, una interpretación personal que, al menos yo, he ampliado al leerle y que comparto. (Un complemento perfecto, por cierto, a Seré un anciano hermoso en un gran país, de Manuel Astur, un libro más intimista del que ya he hablado en esta sección).
Aunque esa modernización reciente ha tenido sus consecuencias. Las simbólicas han sido muy bien teorizadas por el profesor José Luis Villacañas, que ha hablado en sus obras de España como ‘nación tardía’ y, por ello, insegura y a la defensiva, con necesidad de sobreactuar en su simbología y su retórica (“¡Somos el Estado más antiguo de Europa!”, escuchamos con frecuencia), para recuperar la autoestima. Del Molino se acerca a esta tesis desde un enfoque más diletante, y centra su atención en sus consecuencias y donde esa necesidad de “significación histórica” es más evidente, e incluso acuciante por pura supervivencia: en esa España vacía (el término es suyo) del interior, despoblada, que tanto contrasta con la distribución demográfica homogénea de los Estados europeos cercanos.
Cualquiera que haya cruzado España en coche o en tren –y no se haya dormido por la monotonía del trayecto– se ha asombrado alguna vez al ver las inmensidades de los espacios sin habitar en Aragón o las dos Castillas, más parecidos al desierto de Mojave que a la campiña francesa, con sus pueblos y sus peajes cada pocos kilómetros. “Mi generación fue la última en creerse el cuento de la ardilla” que cruzaba España sin bajarse de los árboles, escribe Del Molino. La historia ofrece un veredicto claro de las causas de este hecho, en palabras del autor:
“El Gran Trauma consiste en que el país se urbanizó en un instante. En menos de veinte años, las ciudades duplicaron y triplicaron su tamaño, mientras vastísimas extensiones del interior que nunca estuvieron muy pobladas se terminaron de vaciar y entraron en lo que los geógrafos llaman el ciclo del declive rural. Entre 1950 y 1970 se produjo el éxodo”.
Hubo hechos previos, que el autor anota, como la plaga de la filoxera u otras crisis específicas, pero este Gran Trauma es el que ha definido mejor la configuración física –también urbanística, con los barrios periféricos de aluvión en las grandes ciudades– pero, sobre todo, la forma simbólica de nuestro país. La imagen que España tiene de sí misma. En esa vastedad abandonada hay territorios olvidados, míticos, inocentes, donde sobreviven ocultas las esencias hispánicas de un país desaparecido: “Hay una España vacía en la que vive un puñado de españoles, pero hay otra España vacía que vive en la mente y la memoria de millones de españoles”. Un país mítico que el franquismo reivindicaba y que, sin embargo, maltrató como ningún otro régimen en la historia reciente de España. Véanse los pantanos que inauguraba el Caudillo y que anegaban pueblos y aldeas como perfecta metáfora de esta contradicción entre discurso y realidad.
Esa memoria –que los huidos de esos pueblos y aldeas llevan consigo– de algo auténtico que se dejó atrás para abrazar una moderna Babilonia urbana y corrompida, no ha dejado de influir en la mentalidad española. “El pasado se ha convertido en algo sacro que resiste con fiereza cualquier envite de la ciencia. Es lógico que así sea, desde el momento en que la España vacía asumió que no le quedaba más que pasado”. Y es muy interesante la asociación que Del Molino hace entre esta idea y la configuración toponímica de España. La Junta, la Generalitat, la elección de las capitales autonómicas. Se buscaba atrapar las raíces pasadas, tan idealizadas: “Al final, la España vacía es eso, un frasco de las esencias. Aunque esté casi vacío, conserva perfumes porque se ha cerrado muy bien”. Ningún movimiento político ha resumido mejor esta nostalgia por un pasado virginal que el carlismo, al que –equivocadamente– consideramos un reducto pintoresco. “El carlismo pervive en España en todas las estrategias de seducción hacia el mundo rural”, escribe. “En ningún lugar de Europa la melancolía o la nostalgia por el ancien régime ha sido tan vigorosa y persistente como en España”.
La importancia del paisaje desértico, hostil, despoblado, ha marcado la idea de España. Antes incluso del mencionado Gran Trauma. Sergio del Molino es uno de los grandes iconoclastas serios de mi generación. Se lee en sus libros, pero también en las redes sociales. Siempre aporta un punto de vista novedoso y bien argumentado, por más que muchas veces esté uno ofuscadamente en contra de lo que dice. Por supuesto, niega la tesis de la Arcadia feliz de la España eterna, y con sus viajes a Fago, Las Hurdes y otros pueblos repoblados, muestra la dificultad y el desencanto de vivir en esas regiones idealizadas.
Sólo así se explica que el año en que todos celebramos algo de Cervantes –aunque muchos sólo sepan que era un manco, otros una calle, algunos más un instituto, algunos menos el autor del Quijote– hable del Mal de Maritornes (personaje femenino clave de la obra) para explicar la dificultad de reconciliarnos con nuestra propia idea de España:
“Ninguna reflexión moderna sobre la historia, el presente, el futuro o la condición misma del país ha podido prescindir de Cervantes. Y esta es la fuente de muchos malentendidos y problemas con el paisaje español. […] Porque el paisaje es una invención. El paisaje es literatura. Y esa literatura ha impregnado la educación sentimental de varias generaciones de españoles”.
Lean, lean en La España vacía sobre los viajeros románticos, Las Hurdes, sobre Marañón, Unamuno, Buñuel, Lorca. Y contrasten, derriben –o confirmen– su propia mitología. Un libro imprescindible que nace de una idea originalísima magistralmente narrada.