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Cualquier tiempo pasado fue una ruina mejor

Por Antonio García Maldonado, el 11 de enero de 2018, en amor cine General libros literatura

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Fotograma de una escena de 'Cinema Paradiso'

Fotograma de una escena de ‘Cinema Paradiso’.

Ahora que acaban las fiestas y hay que retirar los ornatos de nuestros salones, el autor reflexiona sobre el poder evocador del pasado y la necesidad de volver a él para anclarnos en un continuo histórico que da sentido al tiempo futuro. Advierte de formas de relación patológicas con ese pasado en las que uno mismo corre el riesgo de convertirse en la ruina a contemplar.

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Albert Speer, arquitecto de Hitler y ministro de Armamento en los últimos años del Tercer Reich, contaba en sus memorias que uno de los elementos esenciales que tenía en cuenta al diseñar una construcción era el aspecto que tendría cuando fuera una ruina. Bien por causa de bombardeos de una guerra que sabía inevitable, bien por el paso del tiempo. Una precaución que muestra bien la relación milenarista y patológica que los nazis tenían con la historia y el tiempo. Buscaba un continuum que diera sentido a cada cosa erigida por ellos. Que quien viera en el futuro una deslustrada y medio derruida Cancillería fuera capaz de percibir, incluso en este estado de ruina, su significado y su sentido trascendentes.

La relación que ahora mantenemos con las ruinas es paradójica: nos encanta visitarlas pero no parecemos demasiado concernidos por la historia que hay tras ellas. O si lo estamos, no parece que su conocimiento sea condición necesaria para acudir en su búsqueda y disfrute. El mero hecho de estar y ser, de constatar el paso de un tiempo y un misterio que nos precede, parece ser suficiente. Al menos en mi caso, es la razón por la que me gusta visitar cementerios aunque no conozca nada del lugar ni de quienes allí yacen. Me ayudan a resituarme en el tiempo y en el espacio.

Las ruinas –y los cementerios– son testigo de un pasado en el que parece que tenemos necesidad de reconocernos, especialmente en una etapa en el que el futuro se ha desdibujado, bien porque se ha dejado de creer en él, bien porque el que se presenta ante nuestros ojos con la revolución tecnológica y científica va demasiado rápido y es difícil de concebir. No es anecdótico que la incapacidad de imaginar lo que vendrá coincida con un renacer del interés por el pasado y con la vuelta de nacionalismos y nostalgias diversas.

Al final de la película Cinema Paradiso, un Totò que lleva sin pisar Sicilia desde hace años vuelve a su natal Giancaldo para ir al entierro de Alfredo, el dueño del cine a quien debe la profesión de director que ejerce en Roma. Antes del sepelio, se recrea en su casa ante la habitación de su niñez y acude a visitar las ruinas del cine Paradiso en el que un día, siendo un niño inocente y un adolescente fogoso, trabajó de operario. El edificio va a ser derribado en unos días y quiere despedirse de él también. Es un lugar abandonado, ruinoso, lleno de polvo y cascotes. Pero todo a su alrededor está hirientemente vivo y los recuerdos acuden a él sin piedad. La música de Ennio Morricone transmite magistralmente ese momento extático de Totò en su casa y en el cine.

La misma emoción que sentía el protagonista Los muertos, el relato de James Joyce que John Huston firmó como Dublineses. Su parlamento final frente a la ventana tras la confesión de su mujer es otra buena muestra del «reencuentro» con el tiempo y el misterio que supone cuando reparamos en él:

«Uno a uno, todos nos convertiremos en sombras […] Piensa en todos los que alguna vez han vivido desde el principio de los tiempos, y en mí, transeúnte como ellos, entrando también en su mundo gris, como todo lo que me rodea. Este mundo sólido en el que ellos se criaron y vivieron, se desmorona y se disuelve […]  La nieve cae, cae sobre ese solitario cementerio […]. Cae débilmente sobre el universo y cae débilmente como en el declive de su último final, sobre todos los vivos y los muertos”.

Las semanas posteriores a las vacaciones de verano y de Navidad son mis temporadas de contemplación de ruinas. Los juguetes que mi hijo y yo tiramos al fondo de la piscina para ir a buscarlos buceando en la casa familiar en el campo, o el árbol de Navidad que él me ha ayudado a adornar y ahora es un cascote mohoso en mi piso, tienen el peso emocional del cine Paradiso para Totò o la nieve para el protagonista de Dublineses.

De un día para otro, lo único que conformaba la vida queda impúdicamente fuera de contexto, como una ruina en el salón de casa de algo que sucedió hace 200 años. Sin embargo, esa ruina es lo único que da sentido a lo que vendrá. Uno siente que lo agarran del cuello a la fuerza y lo devuelven al lugar por donde pasa el tiempo espeso, y con él el amor y los afectos. Por eso vuelvo con frecuencia a W.G. Sebald, en cuya mirada del pasado a través de esos testimonios del presente me siento reconocido, especialmente en Sobre la historia natural de la destrucción y Campo santo.

Pero conviene mantener un pacto equilibrado con el tiempo y los objetos en desuso que lo representa en el espacio. Si esa relación se vuelve patológica, excesivamente nostálgica, se corre el riesgo de acabar convertido uno mismo en la ruina a contemplar.

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Comentarios

Hay un comentario

  • 11.01.2018
    Pilar dice:

    Qué evocador articulo y cuan acertado… El respeto a las ruinas y a su historia debería estar en primer lugar… y el español es un pueblo poco respetuoso con su historia porque, lamentablemente, la conoce muy poco.

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