Impresiones frente al Danubio: los anhelos europeos decaen en Serbia
El autor, que reside entre Belgrado, Madrid y Málaga, escribe sobre una región tan convulsa como los Balcanes. Hoy, y a apenas unos días de las elecciones presidenciales en Serbia, narra sus primeras impresiones en Belgrado y sus anhelos europeos. Una UE demasiado alemana y volcada hacia Croacia como para ser atractiva a un país, por otro lado, plenamente occidentalizado en sus costumbres.
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La relación entre Serbia y la UE está influida por un sesgo que hay que denunciar, me dicen mis primeros interlocutores en Belgrado semanas antes de las elecciones presidenciales. Para los que no mantengan contactos habituales con serbios, o no sean especialistas en la materia, el malo sin matices del conflicto reciente de los Balcanes fue Serbia, o su degeneración nacionalista de “La Gran Serbia”, encarnada en figuras que han pasado o aún pasan por nuestros telediarios en sus comparecencias ante el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (TPIY), con sede, es importante no olvidarlo, en la UE, en La Haya: Milosevic hasta hace unos años, antes de fallecer encarcelado, Karadzik o Ratko Mladic.
Si Serbia era “el matón”, las víctimas (además de Bosnia-Herzegovina o Kosovo) eran las ahora comunitarias Eslovenia y Croacia. Sufridores del irredentismo pan-serbio. Este es el esquema con el que casi todo el que se tiene por informado acude a Serbia, y es algo de lo que los propios serbios son conscientes y que se deja ver en las primeras conversaciones: se nota en cierta actitud defensiva, de tanteo para corregir, matizar o incluso negar determinados hechos. Los serbios no están conformes con el relato establecido sobre su guerra y su culpabilidad. No son alemanes haciendo contrición tras la Segunda Guerra Mundial.
En general, mis interlocutores (ejecutivos, camareros, taxistas, trabajadores de hotel, pues el inglés básico está bastante extendido) defienden que las culpas son compartidas. Incluso creen que Croacia tiene una responsabilidad mayor por insistir desde la muerte de Tito (en 1980) en el desmembramiento de una idea que ellos aún recuerdan sin reproche: Yugoslavia. Llama la atención la unanimidad con la que algunos serbios belgradenses de distinta condición (clase, sexo, estatus) blanden los mismos hechos y datos de la guerra que perjudican a los croatas, dando cifras muy similares. Hay cierto sabor a consigna, o a algo aprendido por ósmosis social, que está en el ambiente pero que no revela nada falso. Al contrario. Su sentimiento de agravio por lo que ellos ven como el falseamiento de su historia, es real, profundo. Que tengan o no razón parece de poca relevancia para analizar su apego a la idea de Europa.
La clave del desencuentro emocional y, de ahí, político, guarda mucha relación con la hegemonía alemana en la UE. Respecto a los años de Hitler y el dominio alemán en Europa, llama la atención la insistencia de mis interlocutores en resaltar que Tito (el partisano comunista) fuera elegido por Churchill y los Aliados para combatir a los nazis y el Eje en detrimento del nacionalista Mihajlovic, y que los así llamados chetniks (nacionalistas serbios) fueran relegados en Serbia, mientas que en Croacia los alemanes apoyaron y sostuvieron el régimen pro-nazi de Ante Pavelic y sus ustachas.
La Alemania de posguerra, y hasta nuestros días, pasando por la Guerra de los Balcanes, habría mantenido esa fidelidad ante Croacia pese a que, como mínimo, los actuales nacionalistas chetniks serbios y los ustachas croatas han sido igual de salvajes y culpables. Con una salvedad en la que mis interlocutores belgradenses insisten: en la Segunda Guerra Mundial, Serbia, a diferencia de Croacia, estuvo en el bando correcto. Alemania es, por tanto, símbolo de lo que no quieren, y en la medida en que Alemania tiene el peso decisorio, político, económico o simbólico en la UE, Serbia se aleja de sus anhelos comunitarios.
Al saber de mi nacionalidad, me hablan de la detención en España del general croata Ante Gotovina, y de su posterior absolución por el TPIY, pese a que en Serbia se le tiene como un criminal de guerra sin ningún tipo de duda. “A los nuestros se les juzga e incluso mueren en La Haya; a los croatas se les absuelve por el favor de Alemania”. No es tanto que crean en la inocencia de los suyos, como que defiendan un reparto más equitativo de las culpas. La UE parece aquí parcial, y la culpa se achaca a Alemania, aliada histórica de Croacia.
En cuanto a Srebrenica y la matanza de más de 8.000 musulmanes ante la pasividad de los Cascos Azules holandeses de la ONU, y aunque Bosnia-Herzegovina no forma parte de la UE, escuché: “Los Cascos Azules dejaron a los serbobosnios más radicales de Mladic y Karadzic que hicieran aquello, pese a que Milosevic se oponía”. Horas después, el taxista que me llevaba de vuelta al aeropuerto me repitió el argumento con palabras similares. Como si fuera otra creencia extendida.
Respecto a la independencia de Kosovo y la intervención de la OTAN, muchos de mis interlocutores insistían en decir que los bombardeos fueron poco menos que un capricho de Clinton, Blair y Alemania para “someter” a Serbia, pese a que Milosevic había aceptado los términos del embajador de EE UU e incluso reconvenía en público a los serbobosnios Mladic y Karadzic por su radicalismo, a pesar de que había transigido con todas las demandas para conceder más autogobierno a Kosovo. Región, por cierto, que insisten (como los medios) en reivindicar como cuna de la patria Serbia.
Hasta la llegada de la peor fase de la crisis económica, me explicaba un académico, todos estos inconvenientes pasaban más desapercibidos en el imaginario colectivo serbio con la promesa de prosperidad que suponían los fondos europeos (eso explica a su último presidente abiertamente europeísta, Boris Tadic) y un estilo de vida liberal cosmopolita que, de hecho, sí han adoptado en sus ciudades. La prosperidad que veían en Eslovenia y Croacia ayudaba a apuntalar el sentimiento europeísta.
Ahora es como si la idea de Europa se les hubiera roto, especialmente tras el fracaso comunitario con Grecia (país ortodoxo también, similitud importante en la idea que Serbia se forma de la UE). No hay entusiasmo ni siquiera entre aquellos en los que más se presupone. Ambos hechos han provocado que los viejos reproches a la OTAN, a Alemania, a una Europa alemana, a Croacia o al TPIY, hayan vuelto con fuerza, también en la campaña electoral. Muchos serbios recelan de una “Europa alemana que empobrece a los países del sur” (Grecia), que desindustrializa en provecho del Norte rico y, además, les reprocha culpas que no sienten. O que sienten compartidas.
Además, Serbia comparte afectos (además de alfabeto) con Rusia, y es vulnerable a sus mensajes políticos. La presencia de Putin en los canales abiertos es constante. Todo lo eslavo/ruso está presente en sus principales medios en mayor medida que lo europeo. Serbia parece uno de los nódulos clave en el revival de Guerra Fría que ahora debatimos.
En un contexto de euroescepticismo extendido incluso entre los receptores netos, no parece extraño que comparta decepción un país con el historial de agravios reciente de Serbia con una “Unión Europea alemana” de la que es miembro su enemigo nacional, Croacia; que acoge el tribunal que juzga a sus militares (TPIY) y la sede de la organización que los bombardeó (OTAN), y que, para colmo, castiga a su “hermano ortodoxo” (Grecia). Formalmente, casi todos aceptan la integración, pero no se pueden ganar elecciones con la idea fuerza de la entrada en la UE. Es un sueño lejano, una aspiración en stand-by, y al desvanecerse dicha idea, han vuelto los rencores y los reproches, a Europa y a sus vecinos en los Balcanes.
La distancia entre las conversaciones políticas y el estilo de vida lleva a pensar que hay un problema generacional. Es indispensable que el tiempo pase, que lleguen nuevos líderes y el poder comunitario se compense en detrimento de Alemania y en favor de una federación europea. Cuestión de tiempo en Belgrado, y de cambio de relación de poder en Bruselas.