Norman Mailer o la conciencia atribulada de América
En plenas primarias de EE UU para elegir a los candidatos de los partidos Republicano y Demócrata, el autor recupera el prólogo que escribió para el libro de Norman Mailer ‘Miami y el sitio de Chicago’, que además tradujo para Capitán Swing. El maestro Mailer recreaba en las dos crónicas (publicadas en la revista ‘Harper’s) ambas convenciones de 1968 de forma genial. Los excéntricos en las primarias hace tiempo que son la norma.
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Se asocia el año 1968 a la rebelión estudiantil del Mayo francés, con sus consignas revolucionarias y sus aspiraciones utópicas. Y sin duda fue un hecho importante, aunque no tanto como a muchos franceses les gusta contar. Baste recordar que uno de los líderes de aquel movimiento, Daniel Cohn-Bendit, acabó convertido en uno de los rostros sempiternos del –cada vez menos, por suerte– irrelevante Parlamento Europeo, refugio de tantos apparatchiks. No parece que la playa esté bajo las moquetas de Estrasburgo. Más bien, se puede afirmar que lo importante de Mayo del 68 es su legado político (en forma de un idealismo que se ve en el hecho de que aún haya quienes crean como un contrato moral los programas electorales o las soflamas de los mítines), y no tanto su influencia en los acontecimientos dramáticos de aquel año. Mayo del 68 es lo que nos queda en el recuerdo de unos años trágicos en frentes mucho más importantes que las adoquinadas calles de París.
Un año antes, el Che había muerto asesinado en Bolivia tras el fracaso de su intento de crear un foco guerrillero en el país andino, y Estados Unidos continuaba una escalada militar en Vietnam, adonde enviaba soldados y volvían ataúdes cubiertos con la bandera de las barras y estrellas.
Como bien se encarga de anotar Norman Mailer en su crónica de la convención demócrata en Chicago, en 1968, «el 3 de junio intentaron asesinar a Andy Warhol. El 4 de junio, tras ganar las primarias de California […] Robert Kennedy recibía un tiro en la cabeza y moría al día siguiente». Además, «Martin Luther King moría asesinado el 4 de abril por un blanco, y durante la semana siguiente se produjo una ola de actos vandálicos en Memphis, Harlem, Brooklyn, Washington DC, Chicago, Detroit, Boston y Newark». Fue el año también de los grandes reveses en Vietnam: ofensiva del Tet que llegó hasta Saigón, la batalla de Hue o la revelación de la masacre de My Lai.
El signo de la violencia (y no de la utopía) es la auténtica marca de un año trágico cuyas repercusiones tuvieron consecuencias geopolíticas que se han hecho notar durante décadas. En Europa los estudiantes clamaban por un cambio radical, incluso con violencia, y se apoyaban en manifiestos y ensayos sesudos de Sartre y discípulos, y en Estados Unidos, una sociedad atemorizada por los magnicidios y los actos vandálicos parecía renegar de las audacias de los discursos de John F. Kennedy y se mostraba dispuesta a echarse en los brazos de los republicanos más elementales, siempre ganadores cuando se vota bajo el miedo y la incertidumbre.
En Europa había una insatisfacción y malestar nebulosos y, llamémoslos así, «intelectuales», mientras que Estados Unidos lidiaba día tras día con los hechos concretos de la realidad más dura. La guerra de Vietnam no era el único punto de fricción en la sociedad. El despertar de la conciencia negra tiene lugar estos años, y deriva en una polarización extrema entre los partidarios violentos del Poder Negro y el secular racismo de una parte de la sociedad WASP americana, especialmente en los estados del sur del país. Además, espoleado por la propia guerra, el rechazo al reclutamiento y el auge de las drogas (blandas y duras), el movimiento hippie y su no violencia flower power derivaron en un grupo reivindicativo que estuvo bien presente a finales de aquella década y durante la siguiente, los yippies.
Europa y Estados Unidos tenían formas diferentes de metabolizar los cambios en un mundo que comenzaba a no ajustarse a la doctrina básica de la guerra fría.
Hijo de su tiempo, el escritor y periodista Norman Mailer también sufría su particular digestión de la historia. Ya se había destacado como un militante activo de la izquierda del Partido Demócrata, e incluso se había llegado a presentar sin éxito por ese partido a la alcaldía de Nueva York en 1964. Había participado en las movilizaciones de protesta contra el complejo militar-industrial, que tuvo su punto álgido en la Marcha sobre El Pentágono en 1967, experiencia que narraría en su libro Los ejércitos de la noche. Además, su novela Los desnudos y los muertos, sobre la presencia norteamericana en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, se había convertido en un clásico prematuro sobre la contienda.
Mailer no había cumplido aún treinta años y su novela ya era calificada por parte de la crítica como «la más grande novela de guerra escrita en este siglo», y él era comparado con los escritores más importantes del siglo XX. Mailer era ya, en 1968, una conciencia atribulada de América. Y por eso podía ser uno de sus grandes cronistas.
La revista Harper´s encargó a Mailer que cubriera las convenciones de los dos partidos políticos que se debían disputar la presidencia en noviembre de 1968. Había cubierto ya las convenciones y las elecciones en 1960 y 1964, y aceptó en encargo como una suerte de propuesta liberadora tras unos años de desubicación profesional y personal.
La convención republicana de Miami celebrada entre el 5 y el 9 de agosto consagraría a Richard Nixon como candidato. Después de su derrota ante John F. Kennedy en 1960 y su fallido intento por conseguir la gobernación de California, la reaparición de Dirty Dick tenía la virtud de visualizar ante el electorado en qué punto la sociedad atribulada que era América había perdido el norte: cuando no lo eligieron a él. Ante la fuerza de esta imagen, poco pudieron hacer sus principales adversarios, el gobernador de Nueva York Nelson Rockefeller y el ex gobernador de California Ronald Reagan, cuyos discursos y actitudes más matizadas por la izquierda o la derecha no encajaban bien en la necesidad de claridad de sus votantes. Al fin y al cabo, Nixon había sido el correveidile de Dwight Eisenhower, el tipo duro por excelencia, el padre de la victoria, el presidente de los estables 50.
«Vietnam fue lo que tuvimos en vez de infancias felices», resumió el periodista Michael Herr en su clásico Despachos de guerra. Incapaz de encontrar una solución a la impopular contienda en la que su país estaba empantanado, y carcomido por lo que él consideraba un injusto desprecio generalizado hacia su legado social, el shakespereano presidente Lyndon Johnson había comunicado a su partido que no buscaría la nominación demócrata para las elecciones. Se abría así la carrera para sustituir al candidato, y se afilaban los cuchillos.
La figura de Johnson, como buen personaje de Shakespeare, no desapareció del escenario americano, mucho menos del demócrata. Las corrientes políticas en el partido gobernante adquirían visibilidad según el grado de cercanía o alejamiento con el aún presidente. Nadie discutía en público la necesidad de cambiar el rumbo de la guerra, de modo que los matices tenían que ver con el calendario de retirada. Halcones vs. Palomas. El asesinato de Robert Kennedy tras su triunfo en las primarias de California había dejado un escenario muy abierto, sin una alternativa clara a los partidarios del continuismo, representados por el vicepresidente Hubert Humphrey. George McGovern y Eugene McCarthy habían llegado a Chicago como los candidatos contrarios a la guerra mejor posicionados, pero sin capacidad de entusiasmar a una mayoría social en un momento de zozobra. Carencia que Mailer no creía ver en Bobby Kennedy: «El cronista había apoyado sin remilgos a Bobby Kennedy, atraído precisamente por su mezcla de idealismo y su intención de tratar con diablos, ogros y mandamases de la corrupción. Esa combinación era lo que había caracterizado la visión política de los Kennedy».
Los manifestantes yippies, apostados en los parques colindantes al anfiteatro donde se celebraba la convención demócrata entre los días 26 y 29 de agosto, habían llamado a celebrar marchas contra la guerra, marchas que fueron reprimidas con saña por la policía de Chicago y la Guardia Nacional. El alcalde de la ciudad, Richard Daley, de gran peso en el partido, se convirtió en la bestia negra de los manifestantes y de los delegados demócratas contrarios a la guerra y, en general, a los vicios del poder establecido. El senador Abraham Ribicoff, encargado de presentar ante la asamblea a George McGovern, afirmó que «con McGovern como presidente de Estados Unidos no habría estas tácticas propias de la Gestapo en las calles de Chicago».
Muchos fueron los testigos ilustres de esta represión. «Hippies, habéis respondido ante esa payasada de convención –que, de hecho, es de lo más convencional–, la convención demócrata, mediante vuestras manifestaciones en el parque, cargadas de poesía. ¿Es suficiente con eso?», afirmó Jean Genet en un discurso ante los manifestantes. Según diría Allen Ginsberg en un juicio realizado a líderes del movimiento, intentaban «mostrar un nuevo estilo de vida planetario distinto al que los políticos allí reunidos querían mostrar a los jóvenes». William Burroughs, enviado junto a los dos anteriores por la revista Esquire a cubrir la convención, retomaba un activismo que apenas un año antes había matizado ante el propio Mailer, a quien rechazó la invitación que le hizo para que se sumara a su lucha contra el gasto militar: «Si me negara a contribuir a todos los organismos que no apruebo, como la CIA, el FBI o el Departamento de Narcóticos, me negaría a pagar cientos de impuestos y eso podría acarrearme más problemas de los que soy capaz de afrontar […], siento que mi primer deber es mantenerme en una posición en la que pueda escribir. Simpatizo con usted pero debo abstenerme».
El Partido Demócrata se parecía demasiado a Estados Unidos: dividido, convulso, despistado, sin norte. Se debatía entre la esquizofrenia de intentar ganar eligiendo a un candidato contrario a la guerra y por tanto enemigo del propio presidente y la mayoría del aparato, o apostar por una reconducción pausada del rumbo de la guerra dejando el partido en manos del representante excelso de ese aparato y afrontando una derrota segura.
La elección de Humphrey, aunque no sorprendió, enardeció a unas multitudes cuyo enfado había ido creciendo considerablemente al calor de los porrazos de la policía de Daley. «Hubert Humphrey amaba a América, de modo que la locura de América se había convertido en su propia locura», escribió Mailer.
«La convención demócrata ha elegido, pero, ¿dónde entonces, en qué bar de borrachos, un puñado de demócratas ha tomado la decisión? […] ¿Es necesario decir que todo ha terminado? Con la designación de Humphrey, ¿será Nixon el dueño del mundo?», se preguntaba Genet en sus crónicas.
Existía la sensación de que había funcionado el contubernio del aparato para controlar la convención y proteger su legado y sus políticas, con Johnson, «el gran Chamán ofendido que movía los hilos del Partido Demócrata», a cargo de las maquinaciones y los movimientos.
No hizo falta que el alcalde Daley concediera un permiso oficial para que los manifestantes accedieran al recinto: el auditorio 16 se convirtió en la calle. Las delegaciones opuestas al nombramiento y a las formas del mismo (especialmente California y Nueva York) cantaron himnos y canciones que la orquesta intentaba ahogar subiendo los decibelios. La situación se le había ido de las manos al Partido Demócrata.
El triste Hubert Humphrey se las vería con Dick el mentiroso.
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Mailer escribió las dos crónicas sobre las convenciones con un ánimo y una predisposición bien diferentes. El Demócrata era su partido, y su desprecio por el Great Old Party republicano era indisimulable. Y no trató de ocultarlo. En periodismo, recuerda con frecuencia la periodista Janet Malcolm, es inevitable tomar partido, lo importante es decirlo. De ese modo, Mailer hizo de sí el personaje principal de su relato: sufre con la muerte de Bobby Kennedy como si acabaran de asesinar a su propio hermano, desprecia al tramposo Nixon, admira a Rockefeller por su progresismo en un partido de cavernícolas, muestra su rechazo absoluto a Lyndon Johnson («uno de los más grandes que acabó como una bestia»), se siente decepcionado con Hubert Humphrey (el candidato de la Mafia, lo define), se opone con firmeza a la guerra de Vietnam, duda de la capacidad de los hippies para articular una respuesta a la deriva de su país («¿Eran estos muchachos descuidados la clase de tropa con los que uno querría entrar en batalla?»), describe con sarcasmo el papel irrelevante de la vicepresidencia, disecciona las transacciones de poder como si fueran propiedades, elogia y abomina del poder negro y sus excesos, critica la brutalidad policial y, siempre, identifica el poder militar-industrial como el principal mal americano.
Con un lenguaje exagerado a veces, melancólico otras, visceral, plagado de extrañas imágenes, describe los escenarios (Miami y Chicago) como representaciones de las circunstancias de los partidos. El Republicano, rico y hortera, se solaza en Miami saboreando la victoria; el Demócrata se desangra en una ciudad plagada de mataderos que salpican sangre. Las descripciones y los perfiles de tintes trágicos de los candidatos a las primarias de ambos partidos son pequeñas joyas narrativas, bien lejos de las introducciones biográficas con edad, trayectoria y condecoraciones.
El Nuevo Periodismo tenía como rasgo, entre otros, el cuestionamiento de las verdades adquiridas. Fueran periodísticas, políticas o narrativas. Miami y el sitio de Chicago es una obra capital, una crónica (o crónicas) paradigmática del Nuevo Periodismo, un relato político y generacional que puso el dedo en las llagas de una época convulsa que aún sigue siendo, en gran medida, la nuestra. Mailer fijó su atención en las bambalinas emocionales del zeitgeist americano: entró a la cocina y describió el almuerzo, lejos del relato cronológico y factual de las campañas al que estamos acostumbrados. Él lo describe comentando una nota del New York Times a la que recurre para contar un suceso en el que, admite, no estuvo: «… no estaba mal, pero el Times no estaba dispuesto a convencer a sus periodistas de que no es posible contar bien algo sin sus matices».
Si no inigualables, las dos crónicas permanecen inigualadas.