«¡Sanitario!». Homenaje a los más injustamente olvidados de la II Guerra Mundial
El autor cierra con este artículo la serie dedicada a la Segunda Guerra Mundial, a los 70 años de su final en Europa. Esta vez centra su atención en los sanitarios o ‘medics’, soldados desarmados que acompañaban y atendían a sus compañeros heridos o moribundos en los campos de batalla más horrendos, como fue el caso del Desembarco de Normandía. Y cuenta la emotiva historia de dos de ellos, Robert Wright y Kenneth Moore.
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Muchas crónicas de la Segunda Guerra Mundial se han publicado estos días de efemérides. Todas, en esencia, han resaltado lo mismo que hace 10, que hace 20 años. Ha faltado, de nuevo, glosar una figura que en el cine sí ha sido reflejada, pero que en la prensa, como un bajista en la crónica de un concierto, parece ausente, pese a que sin él todo el edificio musical que alaban se habría derrumbado.
Hablo de los sanitarios, los medics en inglés, que no eran médicos sino soldados desarmados. O armados únicamente con el distintivo de la cruz roja en el casco y en una manga, y que en tantas películas sobre el conflicto hemos visto llegar bajo las balas a socorrer a un soldado herido y aplicarle un torniquete, o a uno moribundo que grita de dolor ponerle una inyección de morfina, o certificar con cara de pánico la muerte de un compañero antes de quitarle del cuello la chapa con su nombre.
Aunque el cine ha reflejado su importancia en los frentes bajo el grito desesperado de “¡sanitario!” o «medic!«, éstos solían acudir, sobre todo, tras un silbido potente. Sin armas para responder, llegaban cargados con un pesado equipo que incluía, entre otras cosas, esparadrapo, vendajes, termómetros, compresas de algodón, gasas esterilizadas, ungüentos de ácido bórico para quemaduras, isótopos con iodo, torniquetes, morfina, penicilina o suflamidas. Estos dos últimos elementos, que no habían sido descubiertos aún en la I Guerra Mundial, bajaron la cifra de muertos en hospitales de campaña hasta casi la mitad: del 8.1% al 4.4% de los que conseguían ser evacuados hasta allí desde los puestos de primeros auxilios o desde el campo de batalla.
Un español consigue bajar el número de mutilados
Curiosamente, fue un español, el médico Josep Trueta (1897-1977), el responsable de que las calles de Europa tras la II Guerra Mundial no estuvieran tan llenas de mutilados de guerra como lo habían estado tras el final de la Gran Guerra. Su estudio sobre la gangrena le había hecho concebir en los años 1920 un método de tratamiento de heridas que finalmente presentaría en 1934 ante el escepticismo de sus compañeros de profesión. Abogaba por limpiar la herida con utensilios esterilizados y agua jabonosa, extraer los elementos ajenos incrustados en las heridas, cortar los bordes de la carne y piel afectadas y cauterizarlas, dejar la herida abierta para que drenara y, por último, inmovilizar con escayola.
Como la historia siempre tiene muchos ángulos, nuestra lamentable Guerra Civil le proporcionó un campo de experimentación inmejorable. Allí demostró, con su pericia y el estudio posterior de más de mil historias clínicas, que su método funcionaba. En 1939, el republicano Trueta llegó exiliado a Londres, y dio a conocer su estudio. Ante el escepticismo británico sobre su método, dado que al retirar la escayola las heridas producían un olor horrible que hacía pensar en gangrena y en la urgencia de amputar, hizo una comparación ingeniosa para que no se precipitaran desmembrando innecesariamente: como en los quesos, un mal olor puede ser un buen síntoma. El tiempo y las estadísticas le dieron la razón. Gracias a las sulfamidas y a las enseñanzas de Trueta, las amputaciones por gangrena bajaron en un 90% entre la I y la II Guerra Mundial. (Historia que recuerda a la del médico canadiense Norman Bethune, pionero en las transfusiones de sangre en los frentes de batalla de nuestra Guerra Civil, sobre todo en la masacre de la huida de los republicanos malagueños por la carretera de Almería, conocida como La desbandá).
Los sanitarios norteamericanos y británicos (ignoro los métodos de los aliados soviéticos y los alemanes; por más que he intentado buscarlos, la barrera del lenguaje supone aquí un problema de equilibrio), además de los republicanos españoles que lucharon con los Aliados en Europa, o los aborígenes papuanos que lo hicieron en Asia, fueron instruidos con el método Trueta, entre otras muchas y desagradables enseñanzas de primeros auxilios. Aunque había lecciones comunes, también había métodos específicos para aquellos que hubieran de ir acompañando a los soldados en los frentes (como en el Desembarco de Normandía, del 6 de junio de 1944), a puestos de primeros auxilios en territorios recién tomados o para los que, por el contrario, estuvieran destinados a quedarse en hospitales de campaña en la retaguardia. Por supuesto, la tarea más ingrata la tenían los que acompañaban a los soldados y luego establecían los puestos de ayuda donde los heridos iban siendo tratados de quemaduras, balazos, amputaciones…, o de todo ello a la vez.
Los medics en Europa y en Asia se enfrentan a peligros distintos
En el cine hemos vuelto a verlos en las dos extraordinarias series Hermanos de sangre y The Pacific, ambas producidas por Steven Spielberg y Tom Hanks, que ya hicieron un retrato desgarrador de un sanitario apenas adolescente agonizando mientras llama a su madre durante el Día D en Salvar al Soldado Ryan. Película que, según confesó el director, hizo en homenaje a su padre y los amigos de este, a los que recuerda en su infancia como hombres fornidos que, de repente, comenzaban a llorar como niños al recordar sus vivencias durante la II Guerra Mundial.
Como muestran ambas series, la guerra fue muy distinta en un frente y en otro. En Asia, debido en parte a la propia diferencia de culturas y a las características del terreno (muchas islas, muchas selvas, mucha humedad), todo fue mucho más crudo en el frente. Y digo en el frente, porque en la retaguardia europea los alemanes estaban matando de una forma u otra a más de seis millones de judíos. Y esa crudeza de la guerra tuvo su repercusión en los medics: en Asia eran objetivo prioritario de los soldados japoneses, que se empeñaban en tenderles trampas aunque les costara la vida (no en vano, tenían su brigada de kamikazes), mientras que en Europa se fingía respetar la Convención de Ginebra, y los sanitarios y los camilleros hacían todo lo posible por identificarse con distintivos bien visibles en los uniformes.
No era extraño ver junto a los sanitarios, jugándose la vida y, en pocos pero significativos casos, cayendo ante las balas, a capellanes que daban la extremaunción a los que los medics daban por muertos, o confesando y bendiciendo a los que vivían sus últimas horas en un magro consuelo que, sin embargo, no deja de ser un símbolo de lo que la II Guerra Mundial tuvo de empeño colectivo en el que los Aliados estaban convencidos de la moralidad de su lucha. Fue una guerra incontestable, y Dios debía estar de su parte.
Robert Wright y Ken Moore en un puesto de auxilio en Normandía
El Desembarco de Normandía estuvo muy cerca de ser un desastre. A las equivocadas previsiones meteorológicas, se unieron errores de percepción realmente sorprendentes. Como lo fue tomar por tierra firme adonde lanzar paracaidistas lo que no eran sino lagunas cubiertas de briznas o hierba que crecía bajo las aguas hasta taparlas. Si los nazis no consiguieron parar el desembarco de las playas de Omaha, Utah, Gold, Juno y Sword de la Operación Overlord, fue gracias a otro español, Juan Pujol, el agente doble (del que ya se ha hablado en esta serie) que desde el MI5 británico hizo creer a los alemanes que el desembarco sería en el Paso de Calais, y que aquella invasión no era más que una maniobra de distracción para que movieran las divisiones que vigilaban el Estrecho entre la Isla y el Continente. ¡15 días después del desembarco los alemanes aún lo creían!
Dos de los soldados enviados por error desde los aviones a estas ciénagas fueron los sanitarios Robert Wright y Ken Moore, que apenas contaban 20 años. Ambos pertenecían al segundo batallón del Regimiento 501 del Cuerpo de Paracaidistas de Infantería, y eran dos de los 16 sanitarios del batallón, y dos de los tres de su equipo, aunque sólo ellos dos de dicho trío saltaron finalmente sobre territorio francés. En su accidentada caída, Wright, que era uno de los más bajos de su regimiento, estuvo cerca de ahogarse antes de poder alcanzar la orilla de las aguas pantanosas donde no hacía pie y dirigirse, por instinto, al pequeño pueblo junto al que se encontraba, Angloville-au-Plain, donde se reencontró con su compañero Moore.
Ambos se aprestaron a montar en la iglesia del pueblo un puesto de primeros auxilios para los numerosos heridos de aquella carnicería que se estaba produciendo a su alrededor. Se cuidaron bien de poner los distintivos de la cruz roja en las entradas, y comenzaron su trabajo yendo a por soldados heridos que otros soldados cargaban desde los frentes hasta la entrada de la iglesia. Amputaciones, torniquetes, inyecciones letales de morfina para procurar una muerte dulce. Todos los conocimientos abstractos en los que habían sido instruidos, debían ser aplicados ahora a los compañeros con los que habían compartido camaradería (y en muchos casos amistad) en los últimos meses, y en medio del fuego cruzado de las balas. Angloville-au-Plain era una pieza codiciada por los alemanes en su lucha por defender Carentan. Los Aliados se afanaban por defender la posición con todas sus fuerzas.
No obstante, en la madrugada del mismo 6 de junio, el pueblo volvió a manos alemanas. Poco antes, un oficial norteamericano se acercó a Moore y Wright y les dijo que abandonaran su puesto, que el pueblo iba a caer y que debían irse ya. Pero también les dio la opción de quedarse junto a los heridos, y ambos eligieron continuar con su trabajo humanitario en la iglesia. No sólo habían decidido quedarse, sino que llevaban ya varias horas atendiendo también a heridos alemanes. Aunque teóricamente los alemanes respetaban la Convención de Ginebra, tanto Wright como Moore habían leído durante su estancia en el sur de Inglaterra algunas de las atrocidades que cometían las SS, y eran conscientes de que, con aquella decisión, se jugaban la vida de nuevo. “Cuando estás poniendo todo tu empeño en conseguir algo que sabes que merece realmente la pena, no piensas demasiado en tu propia vida”, diría Wright años después para explicar su decisión.
Paul Woodadge, historiador y guía turístico norteamericano experto en las zonas del Desembarco de Normandía, cuenta esta historia en Angels of Mercy, un libro autoeditado que contiene, además, numerosos perfiles de algunos de los soldados a los que Moore y Wright salvaron la vida, además de un interesante material fotográfico. Y entre los testimonios más impactantes que recoge está el que ambos sanitarios hacen de la convivencia durante unas horas con los alemanes. Cuentan que los trataron bien, que les respetaban, y que incluso consiguieron imponerles sus normas: si algún soldado quería entrar en la iglesia, debía dejar su arma fuera, para disgusto y queja de muchos de ellos.
Tras la reconquista del pueblo y la toma definitiva de Carentan, ambos sanitarios fueron evacuados a la retaguardia. Unas semanas después, Wright y Moore serían condecorados con la Medalla de Plata al mérito militar, la tercera en consideración de todas las del Ejército de EE UU. Aunque, lejos de darse por satisfechos, continuaron con su labor en otro frente. Esta vez en los Países Bajos, donde por su cuenta y riesgo el enjuto Wright (al que, cuando le decían que por su estatura jamás llegaría a ser soldado, siempre respondía que no era algo que quisiera más allá de su labor humanitaria) haría ocho viajes intrépidos y temerarios en coche militar al frente enemigo para llevar suministros sanitarios a los alemanes que trataban a los prisioneros norteamericanos.
Al finalizar la guerra, ambos formaron sus familias y llevaron vidas más o menos normales de trabajadores americanos, aunque nunca dejaron de sobrellevar con dificultad el trauma de lo vivido en Angloville-au-Plain. El trauma acompañó y aún acompaña de forma feroz a los pocos veteranos que siguen con vida. Otro sanitario del Día D, Bernard Friedenberg, lo definía en 2009 ante los medios estadounidenses como “el síndrome del chico de la playa”, y resumía su sensación mientras trataba a aquel muchacho en sus últimos suspiros: “Le habían disparado en el pecho, de modo que, al respirar, el aire le salía por la herida, así que tenía que taponársela. Al mismo tiempo, no paraba de oír los gritos de ‘¡sanitario! ¡sanitario!’, que me llegaban de otros soldados: fue una masacre, una masacre absoluta, y yo me encontraba en medio de ella”.
Incluso Moore, que ha sobrevivido a su mujer y a dos de sus tres hijos, muertos todos de cáncer, cuenta en el libro que las pesadillas se la provocan en mayor medida los recuerdos de la guerra, especialmente el de la muerte en sus brazos del soldado Henry W. Otrowski, que defendía la posición: “Desde su muerte lo veo en visiones y pesadillas, a veces tan reales que me pongo a gritar dormido y me despierto”. Al ser considerados soldados, las estadísticas sobre las bajas de los sanitarios son difíciles de encontrar, y poco fiables según la mayoría de las asociaciones de veteranos. El Centro de Investigación WWII US Medical ofrece en su página web algunas de las más completas.
Tanto Moore como Wright han vuelto a Angloville-au-Plain en los últimos años, como recogen algunas fotos del libro de Woodadge, aunque siempre quitan hierro a las hazañas que, ahora sí, les agradecen en el pueblo. Ellos siguen considerando más heroico lo que hicieron algunos soldados en campo abierto al recoger heridos bajo fuego alemán. Ellos se conforman con seguir haciendo obras de caridad en sus respectivas pequeñas ciudades de Estados Unidos, como si hace más de 70 años no se hubieran ganado el derecho al homenaje, al descanso y a la gratitud en aquel rincón lluvioso de Francia.
Y no solo a los de la 2GM, a los de la civil también. Mi abuelo teniente de sanitarios, sigue sin ser encontrado. Pasó a depender de la Generalitat después de la caída de Madrid y desapareció.
Vaya, lo siento. Hay miles de historias por contar. Por cierto, quizá te interese el documental ‘Robles, duelo al sol’, que se presentó hace unas semanas en el Festival de Cine de Málaga. Te dejo el enlace: https://www.youtube.com/watch?v=Se6MGMrVyhQ
Ciertamente los sanitarios han sido siempre poco reconocidos, pues atienden tanto a los de un bando como del otro y hasta hace relativamente poco tiempo sus tareas eran respetadas y se evitaba en gran media causarles bajas.
Gracias por el enlace y tu trabajo.
Gracias por tu articulo. Has dado luz a esa actividad que se hace no solo en las guerras, si no tambien en otros ambientes hostiles. Querria destacar tambien la actividad de las enfermeras, en concreto en la IGM, y aun mas concretamente, en el libro «La belleza y el dolor de la batalla»
Muchas gracias por el comentario. Me alegra que te haya gustado. Sin duda, las enfermeras fueron (y son) fundamentales y ciertamente no se les reconoce su trabajo como deberíamos
Magnífico artículo de homenaje a la labor abnegada de los sanitarios en toda su extensión, y al Dr. Trueta en particular (te sugiero que corrijas las erratas sobre su apellido a lo largo del mismo).
Muchísimas gracias, Juan. Por los comentarios sobre el artículo, y por el aviso de las erratas, que ya están corregidas. Excepto el encabezado, todo lo escribo en word antes de subirlo, y se ve que el autocorrector juega malas pasadas. Un abrazo
Los soldados tratados con el sistema del Dr. Trueta, que huyeron hasta Francia por miedo a quedarse ante la caida de Barcelona, fueron amputados de sus miembros escayolados al no conocer los médicos franceses el método tan bien explicado aquí.