“Vivimos en la tiranía de los que se castran queriendo parecer ángeles”
Las palabras del escritor humanista Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) abrigan, consuelan y trazan un camino espiritual de luz, memoria y libertad que nos llena de esperanza y nos ilustra en un mundo individualista e irresponsable, que exige nuevos pactos sociales de civilización y una renovación de la convivencia entre las personas y los pueblos. “Es lamentable ver que parecemos olvidar hoy ese tesoro de luz, arte, ciencia, técnica y espíritu que debemos a nuestros antepasados europeos”, dice en esta entrevista, donde apela a nuestra conciencia europea, a nuestra responsabilidad humanista, para hacer un mundo más digno, más justo, más bello, más vivible.
Este incansable viajero y defensor de ese espíritu europeo que nos hizo mejores personas, ha publicado en el último año dos libros estimulantes: ‘Orient-Express. El tren de Europa’ y ‘El derecho a disentir’, ambos editados por Acantilado, que se unen a otros muy recomendables como ‘El esnobismo de las golondrinas’ (Edhasa). “Un libro tiene tan apasionantes recorridos como una feliz noche de amor”, sugiere.
Tu patria es el extranjero y tu primera universidad dices que fue el Danubio. Viajar es perder de vista los muebles de la casa, alejarse de la seguridad del sofá y escapar de los lugares comunes. Si viajar nos hace libres, ¿por qué hay tanta gente en el nido, sin volar?
Soy español, de ascendencia alemana por parte de padre, y nacido de madre española: exactamente un europeo más, o un ser humano sin otra distinción que mi vida, mi obra y mi personalidad. Pueden decir de mí, si no les gusto, que no soy nada (nada interesante para ellos), pero quien quiera decir que no soy nadie tiene que acabar con mi vida. Los seres humanos somos siempre alguien, y vivir es esforzarse en serlo y ayudar en esa tarea a los hermanos que luchen por conseguirlo. Más de una vez he escrito que “me gusta vivir como extranjero en mi patria”, y pretendo así dar a entender que pertenezco a una estirpe moral de hombres y mujeres que sólo pedimos poder residir en cualquier lugar donde uno pueda vivir en libertad, aun siendo “extranjero, heterodoxo, distinto o disidente”, sin que intenten convertirnos ni integrarnos en ninguna tribu, en ninguna secta ni en “nación alguna”.
Pido ser bien entendido, ya que conozco bien el rechazo que despierto en los nacionalistas de cualquier signo. Me siento tan español como cualquiera de mis conciudadanos que pretenda ser fiel a este compromiso, que para mí es muy honroso y al que correspondo con lealtad, solidaridad y cordial responsabilidad; pero también me encuentro muy a gusto en cualquier país que acepte, acoja y respete a los extranjeros, pues eso significa que entre ellos encontraré un lugar honesto para vivir, cumpliendo sus leyes, compartiendo sus libertades y su cultura, y aceptando sus normas sociales de convivencia. Esa es la diferencia entre patria (concepto humano, memorial, íntimo y cultural) y nación (idea política, feudal y territorial), pues la patria no implica ninguna exclusión, de la misma manera que tener una madre no significa rechazar a ninguna otra madre, sino que incluso nos mueve a sentir respeto y reconocimiento por todas ellas. En mi tradición cristiana, los europeos llegamos incluso a venerar a la madre como Virgen, lo cual no deja de ser una extraordinaria y maravillosa locura de amor. Tampoco soy de los que se escandalizan con el neologismo matria (la tierra de mi lengua madre y de mi memoria cultural) que he defendido en mi obra –en la línea de Hannah Arendt– y me resulta hermoso y más coherente que madre patria, que me parece como venerar a una madre barbuda (y lo digo con todo cariño a los que usan esta expresión, frecuente y cordial en nuestros maestros y estudiosos latinoamericanos).
En resumen, estoy muy lejos de los discursos nacionalistas de Fichte y de las perversas identificaciones de la patria con la nación que tanto deleitan a los que viven de exprimir a sus conciudadanos, entendiendo que la nacionalidad es para ellos siempre una ventaja y un negocio. El instinto de libertad y el vuelo del espíritu nos permite escapar de los depredadores sociales y políticos que quieren meternos en una jaula (la raza, el género, el municipio, la aldea, la provincia, la nación, la dieta alimenticia, el partido político, la confesión religiosa o el mirífico convencimiento de los sermoneadores ateos, pues no me gustan los que deifican a la razón para negar inmediatamente al Espíritu). El primer paso que la tribu y sus tramperos utilizan es encerrarnos en una jaula y, a eso, le llaman un nido. Te ponen cada día agua en el bebedero y un poco de alpiste para que silbes, cacarees o grites dócil y mansito, y si no te escapas pronto acabas pasando allí tantos años prisionero que el pájaro libre, migrante, explorador y alegre que había dentro de ti se convierte en una cacatúa gañidora y gruñona.
Prefiero a la gente libre que trabaja, ama, lucha y canta o llora con la voz y el verso de su propia experiencia, y desconfío de los que intentan esconderse en el anonimato para evadirse de la irrenunciable responsabilidad individual y social. En las tragedias admiro a los héroes y a las heroínas (desde Héctor a Anna Karénina), incluso en la nobleza de su lucha y su fracaso, y detesto el moralismo fatal de los coros (esos sermoneadores pesados que se esconden en el “ruido del nosotros”).
Para muchos escritores, los hoteles han sido su hogar. Allí han vivido, han escrito, han leído, han amado o se han suicidado. Uno de los hoteles míticos fue siempre el Ritz de París, un lugar que era para Proust su segunda casa. Allí cenaba varias veces a la semana y tomaba champán con fresas, para luego, al amanecer, volver muy despacio a casa para no despertar el asma… Los hoteles, los cafés y los míticos trenes europeos nos han civilizado, nos han unido, nos han hecho mejores…
Cuando estoy cansado de oír siempre mi propio idioma y de ver las mismas caras, me voy a un hotel y soy feliz tomando un café en el bar o en el salón, leyendo un periódico extranjero, arrullado por la conversación de dos chinos, unos alemanes o una familia de griegos. Me encanta intentar traducir o al menos reconocer los idiomas, quizás porque mi padre era filólogo y, cuando viajábamos juntos, jugaba con él a ver quién reconocía primero la lengua que hablaban unos extranjeros o quién de los dos entendía algunas palabras del sueco, del árabe, del ruso, del rumano o del vasco; o sabía distinguir entre un portugués y un brasileño o entre el acento de un ecuatoriano y el de un colombiano de Popayán… Mi padre naturalmente conocía más idiomas que yo, pero me dejó en la memoria este pasatiempo deleitoso, y me abrió el camino de mi vocación de escritor.
¡La palabra, el acento, la gramática, la raíz etimológica de las palabras, todo eso es el espíritu humano en su más pura y luminosa expresión! No sé cómo hay gente que presume de ser aficionada a la música y no se interesa por los idiomas, los acentos y las voces. Es algo que me seduce en los países islámicos cuando, siendo yo un cristiano europeo que ama y reconoce el sonido de nuestras campanas, escucho la voz del muecín que llama a la plegaria de los creyentes y me emociono. En Estambul, en Taroudant, en El Cairo y en Damasco siempre elegí mis hoteles en los lugares donde se escucha la llamada a la plegaria en las horas canónicas. En Florencia elegía el Piazza Lucchesi porque, asomado a mi terraza sobre el Arno, me llegaba el clamoreo de los campanarios de la Santa Croce. En Roma vivía en Piazza Navona y mi corazón se movía también al toque de las campanas de Santa Agnese in Agone: en agonía, en rebato, en tormenta, en ángelus o en pasión, según los días y las horas.
Hay hoteles que son la voz, el alma y el corazón de una ciudad, y que cuentan tantas historias como los libros o los museos. Mi amigo Joaquín Ausejo –el hombre que más sabe de hoteles, probablemente porque nació en Navarra, tierra de fronteras y riberas– llamó a sus hoteles Alma, y cuando uno se sienta en el Jardín del Alma de Barcelona, le aseguro que la luz y el aire, los pájaros y las estrellas, el desayuno o el almuerzo, unidos a lectura tranquila de las páginas del periódico o de un buen libro, ya te cuentan todo lo que tienes que saber para disfrutar del viaje. ¿Qué quiere que le diga? El hotel es el mejor escape de la nación y de la tribu. Hotel, sweet hotel. Hotel, dulce hotel.
Una honda preocupación por aquella vieja Europa que has ido recorriendo a pie y en míticos trenes a lo largo de tu vida está siempre muy presente en las páginas de tus libros. ¿Cuáles son esos ideales humanistas, estéticos y morales de la cultura europea que estamos perdiendo?
La conciencia europea –y cuenta que los españoles contribuimos generosamente a forjarla– es en esencia la responsabilidad humanista de que “valer” es “hacer”. Nuestra historia es una emocionante aventura de indagación, exploración, gestas (gestiones), empresas y descubrimientos. Fuimos maestros en construir la conciencia social, tanto en la educación como en la organización de nuestros asentamientos. Muy propia de nuestra cultura fueron la voluntad de saber y la voluntad de “aplicar la ciencia y compartir los inventos” con un fin social de conocimiento, civilización y progreso.
Los chinos descubrieron antes que nosotros inventos que pudieron cambiar el mundo, como la imprenta, la brújula o la pólvora. Pero los ocultaron y reservaron para el disfrute del emperador, los nobles y los mandarines que les gobernaban. Los europeos, por el contrario, socializamos esos descubrimientos y los convertimos en el impulso de progreso de nuestro Renacimiento, llevándolos incluso a todas nuestras colonias. Es verdad que importamos muchas culturas y valores, y explotamos las materias primas de esos países que descubrimos, pero también les llevamos universidades, escuelas, artes, técnicas, libertades, civilización, medicina, agricultura e higiene. Hasta tal punto que, si no hubiese sido por el aporte del Renacimiento y el saber de la Ilustración europea, los mejores hombres de esas colonias no habrían formulado sus ideas de libertad y emancipación, ni habrían podido armar a los ejércitos que los llevaron a la independencia.
Hoy me preocupa ver que Europa, este pequeño continente nuestro, cuyos recursos naturales son muy inferiores a los de otras tierras más ricas y paradisíacas, dependa del gas o del petróleo que producen cuatro dictaduras riquísimas. Me inquieta ver que, en nuestra senil decadencia, pues nos faltan recursos anímicos, estamos sometidos a mercados más flexibles y astutos, que no tienen además controles morales. Me alarma que no dispongamos de una clara estrategia de defensa frente al terrorismo internacional que hoy está dotado de tenebrosos poderes, capaces de desencadenar el caos o la fisión social y la guerra química, médica, climática e informática. Sin contar que esos enemigos de nuestra cultura humanista y social no ahorran hoy el gasto escandaloso en recursos criminales y en la difusión de noticias falsas, manteniendo además redes de propaganda y comunicaciones fraudulentas para llevar a cabo sus tácticas de terrorismo cultural y confusión. Así limitan nuestra conciencia empresarial y política forzándonos a renunciar a las centrales nucleares o a otros recursos que podríamos utilizar con mayor limpieza que ciertos países irresponsables, o sembrando la duda y la confusión sobre nuestra obra histórica y nuestra tarea moral de progreso, mientras ellos contaminan nuestro planeta como diablos, esclavizan a sus pueblos, destruyen y violan lo que quieren, sabiendo que no están fiscalizados por nadie y que nunca estarán sometidos a la conciencia humanista de las democracias europeas.
No podemos abjurar de nuestra memoria ni de nuestros ideales, y nuestra resistencia debe de ser consciente, activa y eficaz. Nuestra tierra europea –trabajada con mucho esfuerzo y sacrificio, y experimentada en no pocos errores– ha producido y produce culturas apasionantes, las obras de arte más bellas, los descubrimientos científicos y técnicos más asombrosos, las máquinas que sirvieron para liberar a los pueblos del trabajo esclavo, las más eficaces vías de comunicación, las más democráticas instituciones de gobierno y de libre comercio, justas leyes de convivencia humana, pactos sociales de civilización, y escuelas sabias e ilustradas. Y me inquieta que esta Europa que ha dado todo eso (junto con la memoria de muchos fracasos, que debería ser nuestra primera escuela) no tenga hoy recursos de ánimo y de resistencia para producir “más europeos, mejores europeos, verdaderos europeos”. Pero hemos sido tristemente colonizados por civilizaciones y modas del bienestar y de la irresponsabilidad, producimos hoy más desocupados que trabajadores, y protegemos más a los remolones, especuladores y ventajistas que a las luchadoras y a los esforzados. Si no ponemos remedio, llegará la hora en que el rebaño pastueño de aprovechados y manos muertas acabará arruinándonos, y será más oneroso que el ejército civilizado de mujeres y hombres trabajadores que debería ser nuestro orgullo, nuestra honra, nuestra fuerte retaguardia social y la esperanza de nuestros hijos.
¿Qué es ser europeo?
Si me permite jugar con la cabecera de esta publicación, le diría que ser europeo es tener la capacidad de asombro que se necesita para no dejarse ensombrecer; o, en otras palabras, la energía de alumbramiento que se necesita para no perder la lumbre. Aprendimos de las culturas judías y helenísticas, por no llegar más lejos hasta las culturas matriarcales del Neolítico, que la Fiesta de las Luminarias y la Pentecostés eran celebraciones del espíritu, pues hubo un tiempo en que los europeos considerábamos que la meta de nuestro camino eran la Luz y la Ilustración.
Es lamentable ver que parecemos olvidar hoy ese tesoro de luz, arte, ciencia, técnica y espíritu que debemos a nuestros antepasados. Una autocomplacencia en lo fácil, en lo cómodo, en lo primitivo, en lo hedonista y en lo salvaje parece haberse adueñado de esta vieja Europa. Y hay que recordar a nuestra gente que Europa no será más que un parque turístico habitado por espectros neuróticos (el malestar de la conciencia produce neurosis), si olvidamos nuestra ancestral voluntad de indagar y hacer, y perdemos por jubilación, por senilidad y por falta de empeño y de ejercicio, ese espíritu de justicia humana, esa dignidad libre y esa voluntad de sacrificio y trabajo que no nos igualaba nadie. Creo que Zaratustra cerrará pronto su templo y escribirá en la puerta de Europa: “¡Bienaventurados los que están cansados, porque ellos solos se quedarán dormidos!”.
“Destruir es una manifestación severa de la impotencia”, escribes en ‘El derecho a disentir’. A lo largo de la historia europea hemos asistido al instinto destructivo de fanatismos, de fascismos, de totalitarismos… ¿Qué hemos aprendido tras esas décadas de devastación del mundo?
Hay mucha gente ociosa y sin tarea, comida por rencores y envidias, con ganas de quemar, derribar, demoler, devastar y destruir. Unos muy chulos con el brazo en alto y otros con el puño en alto. Deben llevar tirantes, o tienen el trasero gordo –igual que Mussolini, Hitler y Stalin–, pero no sé cómo no se les caen los pantalones de estirarse así en esa postura.
Se necesitan milenios para que una especie animal evolucione. Y ese desarrollo se produce a través de conmociones violentas, mutaciones y recesiones, tiranías, verdugos, catástrofes, sequías, cambios climáticos, hambrunas, pandemias y guerras, esclavitudes y locuras. Y, como tenemos dentro esa memoria humana, la historia y la experiencia nos enseñan que, en un segundo, podemos sucumbir a otra catástrofe y volver a cien años de plagas. Si no nos organizamos en responsables pactos sociales y si no vigilamos activamente –diría incluso heroicamente– y luchamos contra la corriente, la entropía de nuestro universo y la inercia del tiempo, el aburrimiento senil y la sumisión a los caciques de la ignorancia y del terror nos llevan a la catástrofe.
En medio de esa vorágine natural (fundamentada en la “fuerza universal del caos”) sólo hay un camino que conduce al humanismo, y habita en nuestra memoria higiénica, social y cultural: lo conocemos desde antiguo, porque la Paideia clásica, el Renacimiento y la Ilustración forman parte de nuestra historia. Las claves del progreso, de la cultura, de la salud y de la civilización están en nuestro interior. La historia nos demuestra que mujeres y hombres han formado sociedades fundamentadas en dignidad humana, libertad y justicia. Y sabemos cuáles son los resortes del alma y de la fe que nos llevan a ponernos en pie, levantar la cabeza, y reivindicar la fuerza de nuestro espíritu para recuperar nuestros valores. Me importa mucho insistir en que la palabra sociedad es fundamental en este proyecto, puesto que ya sabemos que nada puede esperarse de los “pueblos irredentos e irresponsables” (los coros que alimentan el populismo) hasta que no se organizan en un “pacto libre y social de educación, cultura y trabajo”. ¿Por qué no dejamos de celebrar, homenajear y proteger a los que viven de la especulación y del relato falaz, escondidos estratégicamente en el anonimato del pueblo? ¿Por qué no podemos organizarnos en sociedades democráticas y civilizadas, colaborando en la tarea de vivir y ayudando a los que quieren trabajar, construir, estudiar, colaborar, sanar, embellecer y crear?
Uno de tus maestros, Stefan Sweig, escribe a comienzos de ‘El mundo de ayer’: “Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad”. Nosotros, a pesar de la pandemia, llevamos años viviendo en una época de seguridad y bienestar, pero ¿cuáles son las amenazas a las que nos enfrentamos hoy?
Si me permite corregir respetuosamente a mi maestro, le diré que es importante matizar: “seguridad con libertad”, porque lo que vino inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, y tuve ocasión de conocerlo bien, es el Kremlin, la Plaza Roja, la Revolución China, el Muro de Berlín y otras tantas seguridades. Es más, si aprendemos algo de la historia, observamos que las Repúblicas puritanas no fueron las que produjeron mejores frutos de cultura, arte y progreso humano y social. La condición de ciudadanos sometidos, que aman los fascistas y los marxistas, es magnífica para la seguridad de ciertos administradores de la germanía política, pero letal para la justicia y la cultura, porque éstas exigen libertad.
Por el contrario, hubo no poca corrupción y hasta libertinaje en el Renacimiento, en la Atenas de Pericles y en la Roma Antigua, y a pesar de todo esas condiciones de lucha estimularon a mujeres y hombres que crearon ciencia, belleza, espíritu libre y civilización. Los valores del buen gusto, el arte, el teatro, la danza, la conversación ingeniosa, la cocina y los vinos son importantes para nosotros, los europeos. No somos hijos de Savonarola ni tenemos que presumir de puros, cuando nunca lo fuimos. Pero tampoco nuestra moderna Comunidad Europea puede ser un grupo de naciones casadas a la fuerza –como matrimonios viejos y en crisis– que se reúnen cada tres meses en Bruselas para organizar una party de nuevos ricos con intercambio de parejas…
Es difícil mantener limpio y en belleza un tapiz tan antiguo, que fue tejido por hombres y mujeres tan grandes y diferentes como Carlomagno, Isabel de Castilla, Carlos V, Durero, Erasmo, Cervantes, Velázquez, los Medici, Mozart, Chateaubriand, Madame de Staël, Clara Schumann o Simone Weil. Cualquier chuchería, como dos o tres referéndums nacionalistas, pueden dejarlo todo hecho un estropajo y convertir nuestra herencia en el testamento de un loco. “Todo para mamá”, que dejó escrito un pequeño Lord inglés que murió a los 60 años, sin haber dejado nunca de vivir a costa de su vieja y sufrida madre.
La vulgaridad y la mediocridad han ido ganando terreno en la última década paralelamente al desarrollo tecnológico. No levantamos la cabeza de las pantallas durante todo el día. La agitación, la descortesía, la mala educación, la soberbia, el individualismo, la ignorancia celebrada, la urgencia del éxito o la violencia gratuita definen nuestros días. ¿Urge un nuevo renacimiento que ponga fin a esta deshumanización, a este materialismo moderno, una nueva forma de estar en el mundo que nos devuelva la serenidad de la conversación humana en un café o la tranquilidad de ver pasar la vida en la plaza donde vivimos?
Más que magnífica y esplendorosa, una nueva civilización “absolutamente vulgar y mediocre”, como diría Samuel Goldwyn con su desconcertante humor. Hoy vivimos esa tiranía de la mediocridad y de los mediocres. O sea, el clasismo del término medio, que es el mismo impulso de simplificación que llevaba a los déspotas del harén a hacer eunucos, y que –en opinión de algunos chismosos– llevó a Orígenes a castrarse para parecerse a los ángeles. El ángel, en su esplendor, puede alcanzar la serenidad (paroxismo místico de la tranquilidad), pero eso lo consigue con el dominio del vuelo y la fuerza de arrobo del espíritu, y no a costa de cortarse los sentidos, ya que eso le convertiría en insensible e insensato, como estos botarates de la modernidad que acaban castrándose y pasmándose con ciertos seriales de televisión o jugueteando con las máquinas electrónicas de la virtualidad.
Hace unos días, en una de las últimas librerías que quedan en el pueblo, alguien pidió a la librera “un libro que se lea rápido”. ¿Dónde están los lectores “de lo lento” que pedía Nietzsche en el tardío prólogo de su libro ‘Aurora’?
El libro es una cita del lector con el autor: un encuentro libre en el que el lector elige el lugar, la hora, el escenario y el arrobo mayor o menor que quiera concederle al autor para este acercamiento. ¿Puede haber reunión más amistosa, más confidencial o más romántica? Igual que un cuadro o una escultura se contemplan en diferentes distancias y perspectivas, y lo mismo que la música tiene sus movimientos y sus tiempos, ocurre que la Literatura es un arte y la lectura exige sus ritmos, sus pausas y sus escenarios. No me interesa juzgar a los que leen rápido, como si quisieran batir un récord. Supongo que viajan así, con un programa que les dice: el martes en Abu Simbel y el miércoles a las seis en Madrid. Y quizás hacen el amor como si estuviesen solos, y llegan al final en un clímax de soltería (no de soledad, que es otra cosa), sin saber en qué vuelta o revuelta de su egoísmo han dejado a su pareja.
Un libro tiene tan apasionantes recorridos como una feliz noche de amor. Es difícil conseguirlo con ciertos libros, como bien lo saben las mujeres con ciertos maridos, o viceversa. Pero si hay arte, la cosa cambia, y la literatura bien escrita es maravilloso placer que reúne al alma y al cuerpo en el mismo vuelo. Por eso tengo muchas objeciones que hacer a algunos libros que no son literatura ni aportan nada al gusto de compartir el saber, de hacer y de vivir, aunque sean muy premiados y patrocinados por unos tribunales aburridos. ¡Ay, amigo!, si todos los libros fuesen excitantes… ¡qué noche la de los Premios Nobel!
“Aprender a vivir con poco en la belleza, trabajar con destreza para arrancar la broza, encender el alma para conocer el amor”, escribes. El amor es lo único que nos salva…
Sólo el amor es más imparable que la guerra, aunque debemos aprender a pararlo en cuanto se convierte en guerra. Y quede claro que el amor al que me refiero ahora no es el sexo ni cosa de dos, sino que puede ser cosa de muchos. Digamos que debemos tener cuidado al recurrir al amor como respuesta, porque esta palabra aun siendo divina está muy vulgarizada y maltratada. La última vez que utilicé ese recurso buenista y fácil que me parecía poético, una amiga inteligente me dijo: “Si amor es tu respuesta, creo que no has entendido mi pregunta”. Y creo que tenía razón en su crítica. Hay que tener cuidado, con algunos y algunas que hoy colocan el amor en todas las ollas. No vaya a ser que algunos de estos predicadores sean discípulos de Orígenes y pretendan simplificarnos con una máquina de hacer ángeles, como algunos reyes y Papas hacían con los pobres castrati de la ópera, dejándolos pulidos y barnizados igual que un Stradivarius.
Comentarios
Por Santiago, el 22 febrero 2022
Que buenos artículos se ven de cuando en cuando. Tengo que trabajar, tengo la familia, como todos, los líos.
A ver si puedo y me la tranquilamente, despacio, despacio
Por Santiago, el 22 febrero 2022
Y me la leo….