¿Volverá el ‘croqueteo’ cultural?
Llegó la penuria, y los canapés y piscolabis se convirtieron en un enigma, un rumor, una leyenda urbana… El articulista añora los tiempos de ‘croqueteo’ cultural en que los trabajadores de la intelectualidad y la creación podían hacer una comida en condiciones al menos una vez al día. «Sí, yo he vivido caterings que vosotros, jóvenes performers, no podríais ni soñar».
Dijo Eugenio D’Ors que en Madrid, a las siete de la tarde, o das una conferencia o te la dan. Lo que no dijo el insigne pensador es que, tras la conferencia, la vernissage, la presentación o lo que fuera, te daban de comer o de beber. Se conocía como «dar un vino español, un piscolabis, un canapeo, un croqueteo«. Eran tiempos felices de bonanza y, aunque los artistas, debido a la reluciente y bien hinchada burbuja inmobiliaria, teníamos que vivir en oscuras buhardillas llenas de briks de vino vacíos, al menos sabíamos que nunca moriríamos de hambre: en Madrid, a las siete de la tarde, después del evento cultural, los croqueteros audaces, los canaperos de pro, encontrábamos nuestros nutrientes. Bastaba consultar la agenda cultural del día y plantarse allí, con la ceja alta, el diente afilado y la servilleta atada al cuello.
Luego vino la crisis, claro, y la brutal subida del IVA que casi acaba con la cultura pero que acabó definitivamente con aquellas pitanzas: quizás croqueteábamos por encima de nuestras posibilidades. Si alguna vez hubo un tiempo en que la cultura daba de comer, se había acabado; la cultura dejó de definirse como aquella cosa que se hacía rápidamente antes de pasar a recrearse en las cañitas y la florida conversación. El mundo de las artes, más o menos bellas, tomó la decisión errónea: primar la creación sobre la nutrición. Si hay poco dinero, no lo gastes en montar exposiciones y espectáculos, gástalo en dar de comer al personal, decíamos. Pero nada.
Así, los supermercados de descuento se llenaron de creadores buscando las mejores ofertas, algunos tuvieron que poner una nevera en su buhardilla y aprender a cocinar, al menos las pizzas congeladas en el microondas. La equilibrada dieta del frito, la croqueta, el jamón ibérico, el pinchito de pollo al carbón, el queso manchego, el dátil enrollado en bacon, y el vino y la cerveza a espuertas, desapareció. Ahora solo algunas marcas de alcohol patrocinan algo más que patatas chips y olivas, pero para tomar un gin-tonic tienes que esperar una cola de media hora antes que un atribulado artista de la barra haga toda la ceremonia de meter la huerta murciana entera en una copa de balón, ese combinado que antes se tomaban los obreros en los grasa-bares. Lo cierto es que hay eventos culturales que, a juzgar por su manduca, parecen cumpleaños infantiles: he llegado a ver bolitas de queso naranja radioactivo y hasta Pandilla Drakis. Y así, poco a poco, las grasas saturadas van dejando mella en los divinos cuerpos de los creadores, como una estocada final a la Cultura.
Pero, oh, yo he vivido caterings que vosotros, jóvenes performers, no podríais ni soñar. Canapeos a los que venían las ancianas con el tupper que, tras apostarse a la salida de las cocinas, rellenaban de ibéricos para toda la semana. Cuando se inauguró la ampliación del Reina Sofía de Jean Nouvel, en la prehistoria, a mí me invitaron y la fiesta fue tal que de milagro no nos despeñamos todos por aquella terraza (entonces yo tenía un ligue que no quiso acompañarme a tan histórico evento porque tenía que «ir al supermercado y tender la ropa»; ahí me di cuenta de que la cosa no tenía futuro). En La Casa Encendida, una vez que vino el entonces príncipe Felipe, degusté uno de los mejores croqueteos que puede haber existido. En pequeñas galerías, en estrenos teatrales, en los más grandes museos dependientes del Ministerio de Cultura cuando aún había Ministerio de Cultura. Como dice un amigo mío que trabaja en el mundillo del catering: «En los canapeos no hay clases sociales». Es decir, que igual se pelea por el crujiente de queso con reducción de arándano el altivo señorito mil veces invitado que el mileurista telarañoso que se ha dejado caer por allí. Y eso es hermoso, ese croqueteo interclasista y traspasado por el ritmo de la noche. Aquello era ser el Tony Manero del sarao creativo, el Rat Pack del contemporary art, la bomba fláccida de camembert con confitura de higos.
Últimamente, comentaba el otro día con el periodista Pablo León, parece que los croqueteos empiezan a resurgir como brotes verdes fritos. «Como no te des prisa se te va a quedar viejo ese artículo soñado», me dijo. Y es verdad que los aperitivos parecen resurgir tímidamente, pero, bien mirado, no parece que vayamos a llegar a los estándares pre-crisis: mucho hemos perdido por el camino. Hoy de todo aquello ya no queda casi nada: se ha disuelto como el bicarbonato sódico en el vaso de agua. Yo aquí lo dejo. Pero dime, oronda croquetilla de jamón que tanto alimentabas a los letraheridos, ¿algún día volverás?
Comentarios
Por Quique, el 20 octubre 2016
Escribes como los clásicos, en el buen sentido. Enhorabuena.