Vuelve la niña salvaje, encontrada en un bosque con 10 años
La editorial Pepitas de Calabaza ha recuperado la historia de ‘la niña salvaje de Songy’, encontrada a mediados del siglo XVIII en un bosque del norte de Francia cuando tenía 10 años, “descalza, con el cuerpo cubierto de harapos y pieles de animales y los cabellos metidos en un casquete de calabaza”. Se trata de una cuidada edición con el texto original de Marie-Catherine H. Hecquet contando la historia de esta niña más un completo estudio de Jesús García Rodríguez, que también ha hecho la traducción, y con un detalle de un cuadro de Rousseau en portada. Os dejamos aquí un sustancial extracto de una historia que, como la de otros ‘niños salvajes’ –más o menos verídicos–, desde Tarzán y Mowgli al niño lobo de l’Aveyron/Truffaut, ha dado lugar a mil reflexiones científicas y filosóficas y otras tantas truculentas elucubraciones.
“Hay mucha más oscuridad todavía en torno a lo que precedió a la llegada de estas dos niñas a Champaña; la señorita Le Blanc no conserva más que recuerdos lejanos y confusos. Contaré no obstante todo lo que pude sacarle a través de las distintas preguntas que le hice con sosiego y en diferentes momentos desde que la conocí, e intentaré proponer hipótesis plausibles acerca del país en que nació y de las vicisitudes que pudieron conducirla a Champaña. Pero sigamos contando su historia.
Los chillidos guturales que usaba a modo de lenguaje fueron, en mi opinión, la causa habitual de los malos tratos que hubo de sufrir algunas veces. Esos chillidos eran algo espantoso, sobre todo los de cólera o terror; puedo deducirlo por los gritos más débiles de alegría o de amistad que emitió en mi presencia, y que me habrían asustado si no hubiese estado prevenida. Pero los más terribles eran los que lanzaba movida por un terror que le era innato cuando alguien a quien no conocía se le acercaba o quería tocarla; en casa del señor de Beaupré, hoy día consejero de Estado y en aquel momento intendente de Champaña, se vivió una desagradable experiencia al respecto. El señor ordenó que trajeran en su presencia a la pequeña salvaje, poco tiempo después de que ingresara en el Hospital General de St. Maur en Châlons, donde su partida de bautismo da fe de que entró el 30 de octubre de 1731. Un hombre a quien se había informado del pavor que tenía a que la tocaran se propuso no obstante abrazarla, pese a todo lo que se le dijo del riesgo que corría al acercarse a ella sin conocerla; la niña tenía entonces en la mano un trozo de carne cruda que comía con gran placer y por precaución la sujetaban por la ropa: en cuanto vio a ese hombre acercarse con intención de cogerla por el brazo, le propinó, tanto con la mano como con el trozo de carne, un golpe tal en el rostro que este quedó aturdido y cegado hasta el punto de que apenas podía sostenerse en pie. Pero al mismo tiempo la salvaje, que se imaginaba que aquellos a los que no conocía eran enemigos que querían acabar con su vida, o bien temía que la castigaran por lo que acababa de hacer, escapó y corrió hacia una ventana a través de la cual vio árboles y un río para saltar y huir, cosa que hubiera hecho si no hubiese sido retenida.
Lo más difícil de reformar en su naturaleza, y quizá lo más peligroso de ella, era su alimentación a base de carnes crudas y sangrientas, o de hojas, ramas y raíces de árboles; su constitución y su estómago, acostumbrados por el hábito continuado a alimentos crudos y repletos de su jugo natural, no se adaptaba a las viandas más delicadas, que, según la opinión de muchos médicos, la cocción vuelve más indigestas. Mientras la niña estuvo en el castillo de Songy, e incluso durante los dos primeros años que pasó en el Hospital de St. Maur de Châlons, el señor vizconde d’Epinoy, que la tenía a su cargo, había dado orden de que le trajeran, de cuando en cuando, aquellas raíces y frutos crudos que más le gustaban; pero en esa institución fue privada casi totalmente de las carnes y pescados crudos que encontró en abundancia en el castillo de Songy. Parece que le gustaba sobre todo el pescado, ya fuera por su sabor o por la habilidad y la facilidad que había adquirido desde su infancia para atrapar peces en el agua, con mayor soltura que las presas a la carrera en tierra. El señor de L. recuerda que dos años después de su captura la niña conservaba todavía su gusto por atrapar peces en el agua, y me contó que un día que estaba en el castillo de Songy con el vizconde d’Epinoy, que había mandado traer a la pequeña salvaje, esta, tan pronto como se dio cuenta de que habían abierto una puerta que daba a un estanque de varios arpendes, corrió a lanzarse dentro completamente vestida, lo recorrió a nado y se detuvo al llegar a una pequeña isla donde puso pie en tierra para atrapar unas ranas que se comió con toda tranquilidad. Y esto me recuerda una situación bastante cómica que ella misma me contó.
Mientras el señor d’Epinoy estaba en Songy y recibía visitas, gustaba de hacer venir en su presencia a esa niña que comenzaba a domesticar, y en la cual se empezaban a descubrir un humor excelente y un carácter de una dulzura y humanidad que las costumbres salvajes y feroces, necesarias para la conservación de su vida, no habían borrado completamente; pues cuando no temía que alguien fuera a hacerle algún daño, se mostraba muy tratable y de buen humor. Un día que ella estaba en el castillo, y presente en una gran comida, observó que no había allí nada de lo que a ella más le gustaba, pues todo estaba cocido y sazonado, así que salió como un rayo, corrió por las orillas de fosos y de estanques y trajo el delantal lleno de ranas vivas que repartió a manos llenas sobre los platos de los convidados, diciendo, alegre de haber encontrado cosas tan buenas: «Tien man man, donc tien», que eran casi las únicas sílabas que podía articular. Se puede uno imaginar perfectamente la confusión que esto causó entre los que estaban a la mesa, que evitaban o tiraban al suelo las ranas que saltaban por todas partes. La pequeña salvaje, totalmente asombrada de que se despreciara un manjar tan exquisito, recogió todas las ranas dispersas y las devolvió a los platos y a la mesa: la misma situación se repitió muchas veces con diferentes invitados.
Con extrema dificultad la desacostumbraron a tomar alimentos crudos, constriñéndola poco a poco a nuestras comidas. Los primeros intentos que hizo para acostumbrarse a las que llevaban sal, así como a beber vino, hicieron que se le cayeran todos los dientes, que fueron guardados, según dice, por curiosidad, lo mismo que sus uñas. Le volvieron a crecer los dientes y actualmente los tiene como los nuestros; pero no recobró la salud, y a día de hoy la sigue teniendo muy deteriorada. No ha hecho más que pasar de una enfermedad grave a otra, todas causadas por dolores insoportables en el estómago y en los intestinos, y sobre todo en la garganta, que tenía estrecha y reseca, algo que los médicos atribuyeron a la falta de ejercitación y a la escasez de alimento en comparación a cuando comía carnes crudas. Esos dolores le causaban a menudo contracciones nerviosas en todo el cuerpo y episodios de agotamiento que ninguno de esos alimentos cocidos podía subsanar. Debido quizá a alguno de estos padecimientos que amenazaban con una muerte cercana se creyó oportuno adelantar su bautizo. Ella no conserva ningún recuerdo de esa ceremonia y dice solamente que escuchó decir después que debería haber tenido como padrino y madrina al señor de Beaupré, intendente de Champaña, y a una dama llamada señora Dupin, o bien a monseñor el obispo de Châlons (señor de Choiseul) y a la señora de Beaupré, la intendenta; pero que, en ausencia de ellos, y en su nombre, fueron el administrador y la superiora del Hospital de St. Maur quienes la llevaron ante la fuente bautismal y le pusieron por nombre, según me dijo ella, Marie-Angélique Memmie Le Blanc. El nombre de Memmie, que es el del primer obispo de Châlons, se lo pusieron —dice— porque había venido de muy lejos a encontrar la fe en la diócesis donde ese santo la había traído antaño. No obstante, en su partida de bautismo se ve que su padrino lleva ese mismo nombre.
Parecía haber pocas posibilidades de salvar la vida de la señorita Le Blanc: en su mejor momento de salud mostraba una languidez que la hacía parecer agonizante. Sé por el señor de L. que el señor d’Epinoy, que quería conservar su vida a cualquier precio, envió a un médico que, no sabiendo qué prescribir, insinuó que había que darle de cuando en cuando, y como a escondidas, carne cruda. Se la dieron, según dice ella, pero no hizo más que masticarla para sacar el jugo, pues no podía tragar la carne propiamente dicha. De vez en cuando, una dama de la casa que la estimaba mucho le traía un pollo o un pichón vivo, del cual ella chupaba de inmediato la sangre aún caliente como si fuera, añadió, un bálsamo que inundaba todo su cuerpo, suavizando la acritud de su garganta reseca y devolviéndole las fuerzas. Gracias a todos estos sufrimientos y pequeños apaños, la señorita Le Blanc se deshabituó poco a poco de la carne cruda y acabó habituándose por completo a las carnes cocidas, tal y como las comemos nosotros, de manera que hoy en día siente repugnancia por lo que está crudo”.
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