Vuelve Toletis: ‘Operación pimienta’

La ‘Ventana Verde’ de hoy se acopla a esta relajante semana de Cuentos de Verano de ‘El Asombrario’, y trae una nueva aventura de ‘Toletis’ (MadLibro), el libro de cuentos de realismo mágico ecológico que publiqué en 2010. ‘Operación Pimienta’ es el primero de los doce nuevos relatos protagonizados por Toletis, Claudia y su pandilla de pueblo, y que verán la luz de cara a la próxima Navidad.

«Esto no puede seguir así. Tenemos que comprar pimienta. Sí, Claudia, no me mires así. Tenemos que comprar pimienta urgentemente».

Toletis había agotado su paciencia. Y le estaba proponiendo a Claudia el plan de la pimienta para mantener a raya a las gatas, que le tenían ya harto, muy harto.

«Es que esto es una gran cagada».

A Toletis y su mejor amiga, Claudia, les encantaba ir a jugar al jardín-huerta de la tía Josefina. Era uno de los lugares más alegres del pequeño pueblo entre montañas donde vivían; un espacio de 70 pasos de largo por 17 de ancho, donde habitaban 7 avellanos, 7 lilos y 7 perales, rodeados por bellísimas azucenas y por matas de grosellas y frambuesas, más una buena plantación de cebollas, acelgas, zanahorias y puerros, más las hortalizas favoritas de la tía Josefina, todas las que llevan una ch en su nombre: lechugas, choliflores y chalabacines. Un espacio con hierba muy verde y fresquita, llena de narcisos en primavera y de caracoles los días de verano tras las tormentas. De caracoles… ¡y de cagadas!

Ese era el gran problema.

Porque el jardín-huerta de la tía Josefina no solo era uno de los sitios favoritos de Claudia y Toletis, sino también de Manchitas y María Antonia, las gatas de la vecina. Nadie entendía por qué, pero lo habían tomado como su cuarto de baño favorito.

–Además, Claudia, las cagadas de los gatos son mucho más malolientes que las de las vacas, los caballos, los perros, las golondrinas, las gallinas y las ovejas. Son las que peor huelen… Con diferencia. ¡Es que cada vez que piso una me dan unas ganas de vomitar…! ¡Puaj!

–¡Puaj! –dijo también Claudia, arrugando los labios, las cejas, los ojos y las orejas, sobre todo las orejas; esto lo había aprendido de Toletis, que podía expresar con ellas muchos de sus estados de ánimo y también imitar a los animales; sabía hacer el movimiento de orejas de los conejos, los canguros, los caballos y los hipopótamos. Bueno, sí, también de los elefantes, aunque no le gustaba insistir mucho en esto; no le agradaba la comparación, porque Claudia siempre hacía chuflas con el tamaño y posición de sus orejas, un poquitín grandes, un poquitín echadas hacia delante.

–Ya, Toletis –continuó Claudia–, pero yo lo de la pimienta no lo entiendo…

–Verás, un día escribí en el ordenador de casa las palabras «batalla» y «gatos», y me salió una estupenda página con consejos de todo tipo y condición. Decían que, para evitar que vengan a hacer de las suyas, lo mejor es esparcir granitos de pimienta por el espacio que queramos proteger.

–Mmm… Se la llevará el viento, o lloverá y se derretirá y se colará por los agujeros de las casas de los topos y les hará estornudar hasta enfermar, o crecerán y crecerán con el solecito que hace aquí y a la tía Josefina se le llenará el jardín de horribles bolas negras de esas que producen granos a los caracoles.

–¿Pero qué dices, Claudia? Estás loca. Tanto leer libros de biología y de comportamiento de los animales te está trastornando. Te estás volviendo relocha… –Y soltó una enorme carcajada.

–Bueno, allá tú.

–Voy a casa a por un tarro. Enseguida vuelvo.

Toletis se marchó pegando brincos hasta su casa en busca del arma secreta y todopoderosa: la pimienta.

Mientras tanto, la tía Josefina se asomó a la ventana de su dormitorio y comenzó a sacudir las alfombras al tiempo que cantaba y reía. Ja, ja, ja, ja. Ja, ja, ja, ja. Ese era otro de los grandes atractivos de aquel jardín; que su aire se contagiaba continuamente de la risa de la tía Josefina, y sus carcajadas se quedaban flotando entre los lilos y los perales.

Ja, ja, ja, ja. Ja, ja, ja, ja.

Mientras tanto, Claudia se acercó a charlar un rato con el ardillo Manolito, un animalito especialmente redondito y relisto que habitaba en el peral situado más a la izquierda. Manolito solía estar siempre comiendo avellanas, bien enteras o bien machacadas entre hoja y hoja. La cosecha de los árboles de la tía Josefina era suficiente para su menú de todo el año; así, el ardillo no necesitaba marchar de excursión a otros lugares en busca de alimento, como les suele pasar a otros roedores comilones.

–Hola, Manolito. ¿Qué haces?

–Crunchi, crunchi.

–¿Están ricas esas avellanas?

–Crunchi, crunchi.

–¿Sabes que Toletis va a echar pimienta en tu casa?

–Crunchi, crunchi.

Las conversaciones entre Claudia y Manolito solían ser más o menos así. A la niña le gustaban. Le relajaba mogollón el ardillo, aunque no paraba de mover muy deprisa el hocico. Después de charlar un ratito con él, se despedía achuchándole un poco la barriguita con los dedos índice y pulgar, y ya se daba por satisfecha. Hasta tal punto llegó su afición por Manolito que, muchas veces, al salir del colegio, sobre todo si había tenido clase de Mates, se acercaba un ratito al jardín de la tía Josefina para que el ardillo le dijera «crunchi, crunchi». Y, uf, qué a gusto se quedaba después de tantas fórmulas y operaciones que no entendía.

De nuevo se asomó la tía Josefina por otra de las grandes ventanas de madera pintada de blanco que daban a su casa un aire de barco, de trasatlántico.

–¡Eh, Claudia! –gritó–. ¿Quieres la merienda?

–No, gracias, me marcho enseguida a casa.

–Tú te lo pierdes. Ja, ja, ja, ja. He hecho unas tostadas riquííííísimas con mermelada de mandarina y chocolate. Ja, ja, ja, ja. Ja, ja, ja, ja…

–Es que mi madre me ha dicho que no vaya muy tarde.

–Ay, tu madre, tu madre. Ay, la Mari. Ja, ja, ja, ja. Ja, ja, ja, ja.

La tía Josefina, que tenía nalgas como peñas y tetas como lomas, era así de alegre y expansiva. Transmitía felicidad a cada zanahoria y cada chalabacín de su huerta.

TOLETIS-cap 01-[A]

El ardillo Manolito en una ilustración de Elena Hormiga.

La huerta estaba llena de sorpresas. En una esquina crecía un árbol extraño, con la corteza dura como un caparazón de tortuga. Todo guardaba su explicación. La tía Josefina había tenido una tortuga de mascota durante mucho tiempo. Una costumbre absurda, como decía Toletis, porque viviendo rodeada de tantos animales, ¿para qué quería una mascota exótica que nada tenía que ver con el valle de Toletis, con la niebla y la nieve de su pueblo? Pero la cosa es que después de un viaje que hizo al sur, a un sitio con playa y palmeras, volvió con la tortuga Cocó. Josefina le puso ese nombre en homenaje a las gallinas; nadie entendía muy bien la relación entre tortugas y gallináceas, pero ella siempre lo explicaba así. Cocó creció y creció, se hizo mayor-mayor, enfermó de diabetes y reúma, y tras unas semanas de estar muy malita y encerrada en su casa, decidió salir de la caja donde vivía y enterrarse para siempre en el jardín. No se encontraba bien y no quería que la vieran más tiempo los seres humanos. Siete semanas después de enterrarse la tortuga, creció en aquel rincón de la huerta un árbol raro que daba cocos y tenía el tronco cubierto de un caparazón como el de las tortugas, con los mismos dibujos geométricos y la misma dureza.

Tras hablar con el ardillo Manolito, Claudia solía hacerle una visita al árbol de Cocó. Le acariciaba la corteza-caparazón y le preguntaba: «¿Estás bien?». Eso también la relajaba mucho.

Total, que entre choliflores, lechugas, zanahorias, lilas, el ardillo y el cocotero de Cocó, el jardín-huerta daba tanto de sí que a los niños se les pasaba la tarde en un periquete, y siempre les quedaba algo pendiente que hacer o a lo que jugar para el día siguiente…

«¡Ya estoy aquí!».

Toletis acababa de llegar con la lengua fuera y el tarro de pimienta en el bolsillo del pantalón.

«¡Manos a la obra!».

Y con mucho cuidado fueron echando granitos negros entre las hierbas.

Muy despacio, concentrándose mucho para no molestar a los caracoles.

Pero algo salió mal.

Las lilas recién florecidas con la primavera empezaron a estornudar con tal fuerza por la pimienta que resultaba imposible permanecer en el jardín. No solo producían viento, sino también unos mocos de color lila muy espantosos.

«¡Vaya invento! ¡Esto es peor que las cagadas de las gatas, Toletis!», protestó Claudia.

Hasta Manolito dejó de comer avellanas. Y el cocotero empezó a doblarse, como si sufriera dolores de barriga.

Toletis y Claudia se marcharon corriendo. Pero hicieron un alto en el camino antes de retirarse a sus casas; se miraron fijamente a los ojos, como solo las personas que son muy amigas saben mirarse, y se dijeron, sin hablar: «No pasa nada, seguro que con la noche dejan de estornudar. Ya pensaremos mañana otro plan para las cagadas de las gatas».

Y Toletis añadió, ya con palabras: «Esta noche, después de cenar, voy a pensar muy pensativamente. Seguro que se me ocurre algo».

Bajaron la cabeza, tristes por el fracaso de la Operación Pimienta, y se despidieron.

–Hasta mañana, Toletis.

–Hasta mañana, Claudia.

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Al día siguiente, Toletis se presentó por la tarde repeinado y con las manos en los bolsillos. Claudia rápidamente notó que traía algo en la cabeza. Siempre que tenía alguna idea importante, Toletis se repeinaba, quizá con la intención de que todo estuviera ordenado y ni un solo pelo alterara lo que llevaba en la cabeza.

–Ya sé qué pasa, Claudia.

–¿En el mundo?

–Jo, no me tomes el pelo… Ya sé qué pasa en el jardín, qué pasa con las cagadas de las gatas.

Como se dice en los libros de cuentos para niños, Claudia abrió los ojos de par en par. Y Toletis adoptó un tono como de detective de televisión. No le pegaba mucho, pero lo hizo.

–La causa hay que buscarla en la risa de la tía Josefina.

–¿¡En la risa de la tía Josefina!?

Claudia abrió aún más los ojos, y el pelo se le puso un poco de punta; su pelo era así, expresaba en un instante lo que sentía.

–Sí, verás, vamos a hacer guardia ahora, hasta que anochezca. Vamos a espiarlas y tú misma lo vas a comprobar en directo…

–¿¡En la risa de la tía Josefina!?, ¡qué cosa tan rara! No me lo puedo creer…

–Créetelo.

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Los niños se escondieron tras los arbustos de grosellas y abrieron bien todos los sentidos, para que no se les escapara ningún detalle, por insignificante que pudiera parecer. La operación era muy importante y de alto riesgo. Mientras las golondrinas revoloteaban preparándose su menú de mosquitos, ellos prácticamente ni parpadeaban.

A las ocho y ocho aparecieron Manchitas y María Antonia, con el pelo superesponjoso, como recién salidas de la lavadora, andando con gran sigilo y mirando hacia todos los lados.

Y, de repente, ¿qué es lo que pasó? Que comenzaron a zamparse las letras que estaban enganchadas en los avellanos y perales.

–¿Lo ves, Claudia? Como la tía Josefina se ríe a carcajadas con la a, las vocales, tan barriguditas ellas, se quedan colgadas en las ramas de los árboles. Las gatas se confunden, se creen que son rosquillas de anís, se las comen, se llenan de gas… y ¡zas!… cagada. Con la a.

–No-me-lo-pue-do-cre-er… ¡Es verdad!… Mira, mira cómo les gustan… Y vaya prisa se dan…

–Una tras otra. Hasta acabar con todas… ¿Ves? Atiende. Escucha. Para no reventar, ya está Manchitas tirándose pedos. Y enseguida vendrá el postre.

–Puaj y más puaj. No me puede dar más asco… Pero, pobres; si no, saldrían flotando hacia el cielo, de tanto gas como se tragan… ¿Y qué podemos hacer, Toletis? No podemos pedirle a la tía Josefina que deje de ser tan alegre. Su risa, junto con la niebla y las cigüeñas, es lo más importante que hay en nuestro valle. Su jardín y su huerto serían mucho más tristes sin sus risas. Las choliflores no crecerían igual. Y el ardillo Manolito se quedaría supertriste.

–Claro que no vamos a pedirle que deje de reír, pero sí podemos decirle que en vez de con la a, lo haga con la i.

–Ji, ji, ji, ji.

–Así, las vocales, al no ser redondas, no se quedarán enganchadas en los árboles, y Manchitas y María Antonia no las confundirán con rosquillas. Y… ¡Y ya está! Resuelto el problema.

–Ji, ji, ji, ji. Toletis, eres más listo que un conejo.

Toletis puso cara de ardillo.

………………………………………………………………………………………………….

La tía Josefina lo entendió a la primera y acordó con los niños esmerarse para reír con la letra i. Le costó un poco acostumbrarse. A veces se le escapaba algún ja, ja, ja, ja. Pero la nueva estrategia de la risa –o quizá fuera mejor decir de la risi– dio resultado. En el jardín dejó de haber cagadas.

Eso sí, Claudia empezó a llamar Miniliti al ardillo comilón. Y el cocotero dejó de dar cocos y empezó a dar kikis.

Pero el aire del jardín-huerto siguió repleto de risas. Como siempre. Continuó siendo uno de los lugares más maravillosos del valle, junto con la torre de manzanos y la loma.

Pasara lo que pasara, el buen humor, que es una de las cosas más importantes que podemos encontrar en el planeta Tierra, siempre crecía fresquito en casa de la tía Josefina. Tan fresquito como las lechugas.

Jur, jur, jur, jur.

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