Werner Herzog y el dilema de escribir

Fotograma de 'Fitzcarraldo'

Reseña de ‘Conquista de lo inútil’, libro en el que el director realiza una suerte de diario de filmación de ‘Fitzcarraldo’ repleto de muchas cosas más que cine.

MARIO S. ARSENAL

Al parecer Werner Herzog y la luz nunca serán matrimonio. Eso es al menos lo que este peculiar realizador viene a decirnos a la primera de cambio en Conquista de lo inútil (Blackie Books, 2013) mientras que en casa de Francis Ford Coppola intenta poner a punto el guión de Fitzcarraldo (1982) luchando contra un beligerante rayo de sol que cruza la habitación en la que se encuentra. Una contradicción. Es lo primero que nos viene a la mente si vemos la película. Pero esta metáfora va más allá. Porque este diario de filmación fue y es –al igual que la cinta– un experimento en toda regla.

Todavía guardamos en la mente la imagen de ese ajado y maravilloso Klaus Kinski al servicio del carácter famélico de su personaje. Ese hombre capaz de entonar y brindar enalteciendo los valores de la ópera italiana, libar en nombre de Verdi y Rossini, o bien mitificar al legendario Enrico Caruso. Personaje tenaz como él solo tomando decisiones fundamentales para llevar a cabo su gran obra, construir una ópera, y emprender para ello un jugoso negocio de caucho en mitad de la selva peruana sorteando todo tipo de dificultades a riesgo de su propia vida. Esto y muchas bizarrías más es Fiztcarraldo. Esto y muchas más singularidades componen Conquista de lo inútil. Porque de algún modo ambos son apéndices de sí mismos, una suerte de prólogo y epílogo simultáneo que nos concede el sentido y sinsentido de la obra de arte.

Digamos que Herzog, después de su reconocimiento internacional como realizador, ha debido arrogarse el don de la palabra. Aunque no sea necesario poner en evidencia tal virtud porque no me parece sobresaliente, sí demuestra con ello que la prosa da para mucho, y ya no sólo para narrar, sino para crear imágenes. Quizás éste sea el punto más atendible de esta operación editorial, pues el verbo de nuestro protagonista es capaz de adentrarnos en un mar incontenible surcado por la experiencia real de la brutalidad de la vida. Salvando anécdotas que harían las delicias de melómanos, cinéfilos y hipsters, la complexión del relato alimenta su propia naturaleza: allí donde conviven la oscuridad y la vida, lo terrible y lo agradable. Y todo bañado de una prosa aséptica, certera y muy ilustrativa. Ilustrativa hasta el punto de sentir la amargura de la muerte o la serenidad de la épica. Eso es Herzog: un cuentista del acontecer en toda su amplitud. No huye de la fealdad y tampoco recurre a la loa agradable del instante, es un ojo que presencia acciones, y, como tal, lo transcribe al papel del mismo modo en que un cirujano diseccionaría un cuerpo para intervenir.

Con la desquiciada furia de un perro que ha hincado los dientes en la pierna de un ciervo ya muerto y tira del animal caído de tal manera que el cazador abandona todo intento de calmarlo, se apoderó de mí una visión: la imagen de un enorme barco de vapor en una montaña. El barco que, gracias al vapor y por su propia fuerza, remonta serpenteando una pendiente empinada en la jungla, y por encima de una naturaleza que aniquila a los quejumbrosos y a los fuertes con igual ferocidad, suena la voz de Caruso, que acalla todo dolor y todo chillido de los animales de la selva y extingue el canto de los pájaros. Mejor dicho: los gritos de los pájaros, porque en este paisaje inacabado y abandonado por Dios en un arrebato de ira, los pájaros no cantan, sino que gritan de dolor, y árboles enmarañados se pelean entre sí con sus garras de gigantes, de horizonte a horizonte, entre las brumas de una creación que no llegó a completarse. Jadeantes de niebla y agotados, los árboles se yerguen en este mundo irreal, en una miseria irreal; y yo, como en la estrofa de un poema en una lengua extranjera que no entiendo, estoy allí, profundamente asustado.

Con este léxico extraído del prólogo uno podría intuir que a veces las heridas son más productivas que el terciopelo, pero sólo a simple vista, no crean. Los rasguños de Herzog se traducen perfectamente en palabras, no hay engaño, no hay ingenio, no hay artificio, no hay poesía: hay escenas, imágenes, verdad, serenidad. La negación más absoluta del arte; la defensa aplastante de la vida: esto es Conquista de lo inútil. Y gracias a ello quizás ya no veamos en él al director de Stroszek, la película que coadyuvó a Ian Curtis al suicidio un 18 de mayo de 1980, sino al polifacético cineasta capaz de escribir, al megalómano escondido tras la figura de Fitzcarraldo, al amante de la cultura que se deleita con Caruso y que disfruta compartiendo sus experiencias. Nos queda después, eso sí, ese sabor agridulce con notas melosas y acontecimientos que rayan horripilantemente en la tragedia, pero sobre todo queda una sensación de veracidad mundana, aplastante conjunto de circunstancias que derrota a la fantasía y otorga el laurel de la verdad a un momento concreto, que se vuelve casi universal. A pesar de que el propio Herzog diga sin pudor alguno: “Escribo mejor de lo que filmo”, la arrogancia no podrá salvarle frente al valor testimonial de algo tan sincero como horizontal. Una imagen: Fitzcarraldo observa su barco frente la inmensidad de la selva peruana. ¿El misterio de la prosa? Quién sabe. El reencuentro con sus propios dioses. El enigma de la vida al fin y al cabo.

Werner Herzog, Conquista de lo inútil (trad. Juan Carlos Silvi)
Barcelona, Blackie Books, 2013, 336 pp., 15 euros

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