Westermann, el artista-artesano que buscaba la felicidad de ‘volver a casa’
Fue un tipo corriente, un norteamericano artesano que nunca formó parte de los círculos del arte, un perfeccionista que creó esculturas que influyeron en la obra de artistas como Bruce Naumann o Donald Judd. Conocer su obra es el objetivo que el Museo Reina Sofía logra con esta exposición, ‘Volver a casa’, la primera retrospectiva que se hace en Europa sobre Horace Clifford Westermann, organizada conjuntamente con Terra Foundation for American Art. Son 130 obras realizadas entre 1954 y 1981 que permiten descubrir a un artista inclasificable que representaría el ideal de Thoreau en su obra ‘Walden’: el hombre que anda y construye su casa con sus propias manos.
Sin grupo al que arrimarse, alejado de modas, H. C. Westermann (Los Ángeles, 1922 / Danbury, Connecticut, 1981) no participó nunca del boom artístico neoyorquino, De hecho, cuando la revista Art Forum dedicó su portada del número de septiembre de 1967 a la escultura de Westermann, Antimobile, una especie de timón derretido sobre una peana, una pieza de madera bellamente pulida, muchos se echaron la manos a la cabeza. Para sus colegas era demasiado surrealista sin serlo, demasiado narrativo, demasiado figurativo y demasiado artesano.
Artista no adscrito a ningún movimiento, casi desconocido –no hay muchos museos en América que posean obra suya–, es un lienzo en blanco para los críticos de arte, aunque hay que decir que pocos se interesaron por su obra. Uno de ellos, Dennis Adrian, partió de la idea de qué no es la obra de Westermann para intentar definirlo. Llegó a la conclusión de que este artesano-artista partió de sus experiencias para objetivar sus recuerdos.
Sus piezas son obras perfectas de ebanista carpintero que rozan lo obsesivo. Su obra es biográfica, pero la construye a través de la casa. A veces es sólo un monumento y el hogar es el lugar adonde se va y de donde se viene, de ahí el título de la exposición.
En una carta de 1966, junto al dibujo de uno de sus death ships, barcos de la muerte, el escultor contaba que había hecho el mismo dibujo cientos de veces. Es cierto, los veleros, vapores, pesqueros o cargueros, abundan en su producción. Son como las barcas solares de los egipcios, esas embarcaciones sagradas que llevaban al difunto por el Nilo hacia donde moría el sol. Las de Westermann van a menudo custodiadas por las amenazantes aletas de ficticios tiburones, recuerdo de sus vivencias a bordo del portaviones en el Pacífico donde pasó parte de la Segunda Guerra Mundial. Eso y sus impresiones literarias, que afloran en muchas de sus obras, como la novela de Traven El barco de la muerte, las refleja Westermann en unas litografías de barcos errantes. Son las experiencias de un veterano de guerra.
Westermann se enroló en los Marines en 1942 y pasó en alta mar dos años y medio a bordo del U.S. Enterprise. Contaba que tras el ataque kamikaze al portaviones Franklin, él fue destinado a escoltar a tierra el casco destruido con un olor a muerte nausebundo. Ese aroma impregnó sus barcos y sus dibujos. Alejado de la Guerra, se matriculó con 29 años en el Art Institute de Chicago y es a partir de entonces cuando se cumple su sueño infantil, ser artista. Trabajador incansable, produce sin cesar obras que son sueños, momentos, sensaciones. Recrea momentos del cómic, de Mickey Mouse y Walt Disney, de la ciencia ficción y de la cultura de masas, pero por encima de todo siempre aparecen sus preocupaciones por la casa, la muerte y el trabajo.
Viendo sus obras a veces asoma la sonrisa. Hay mucho humor negro e ironía, “para comprender el mundo que le tocó vivir”, según el director del Reina Sofía, Manuel Borja-Villel. “Es un artista”, asegura, “que siempre hace preguntas, nunca da respuestas; siempre se ha pensado en él como un artista solitario, alejado, pero en las cajas se ven alusiones a la obra de Josep Cornell, referencias a la Escuela de Chicago que bebe del surrealismo”.
Esas cajas son como ataúdes, encierran objetos, latas de sardinas por ejemplo, o imposibles martillos de doble cabeza, u hombrecitos que salen de escaleras hacia la nada. Moradas de reclusión, casi féretros donde se estampan los aviones de combate.
Las casas de Westermann son extrañas, surrealistas, a veces recuerdan a las de Magritte, de ellas salen llamas, escaleras hacia el suicidio o la locura (Mad House), con orejas, manos, boca. Tan presente está la idea de casa en el artista que él mismo se construyó la suya propia, en medio de los bosques de Connecticut, como lo har, esculpe reyes y reinas en hojalata, en rojoy mucho humoir, humor negro e la obra de Cornellble, o.bía un artesano, un buscador de felicidad.
Cuando Westermann expuso sus esculturas por primera vez, a mediados de los 50, los jóvenes bailaban rock and roll, la generación beat se había echado a la carretera con Jack Kerouac y la Guerra Fría calentaba la política estadounidense. La ironía y el humor de las representaciones de la cultura de masas coinciden con la experiencia del artista que tras la Guerra de Corea, en la que también participó, se convirtió en pacifista convencido. En 1968, cuando las feministas quemaban sostenes y las manifestaciones contra la Guerra de Vietnam se sucedían, Westermann crea la serie de litografías See America First (Primero conozca América), imágenes ácidas, vitriólicas, con ese humor negro que aflora en muchas de sus obras.
Ya en los 60, esculpe reyes y reinas, o el maligno dios de la nueva guerra en hojalata, en tonos rojos. Son robots de origen extraterrestre, cuerpos no humanos que funcionan como máquinas. No volverá a tocar las figuras hasta sus últimas obras, Female Figure (1977), con libro de Faulkner en el interior, o El hombre de la zona tórrida (1980) o una pequeña figura de palos (1979), esculturas que recuerdan al hombre caminante de Giacometti.
Asegura la comisaria de la exposición, Beatriz Velázquez, que Westermann es el ideal de Thoreau en su obra Walden, el hombre que anda y construye su casa con sus propias manos. Fue un artista inclasificable, un poeta ebanista que hizo esculturas con un perfecto acabado, dejó hablar a la madera, acarició sus vetas y las puso en valor. Vagar, morir, trabajar y siempre la vuelta al hogar. Descubran sus esculturas, dense una vuelta por su mundo y saldrán de la exposición con un montón de preguntas en la cabeza. El mejor plan.
‘H. C. Westermann. Volver a casa’. Museo Reina Sofía. Madrid. Hasta el 6 de mayo.
No hay comentarios