Y Dios creó… a la travesti
Todas las generaciones y colectivos tienen su himno, su icono pop y el acontecimiento histórico que, siempre que no estigmatice, suele contribuir a integrar a esos individuos según sus diferentes conciencias sociales e ideológicas. Desde Blowin’ in the wind hasta A quien le importa, desde Jorge Negrete a Serge Gainsbourg, desde la guerra de Vietnam hasta el 15M. El catálogo es amplio y sus ‘hijos’, multitud. Pues ahora viene cuando, vestido con un tanga, me cuelgo boca abajo de la barra vertical. Sí. Porque creo que toda buena generación debe tener su travesti. Con categoría propia, para diferenciarla del icono pop. El hombre vestido de mujer –o la mujer vestida de hombre- que, por alguna razón, inspirase o alimentase su exuberante inquietud vital y ayudase a formar, incluso intelectualmente, a esas chicas y chicos que necesitaban romper con la educación adquirida para empezar a crear su propia educación social.
No soy capaz de recordar a qué edad vi, por primera vez, a un hombre vestido de mujer. Me empeño en hacer el esfuerzo de extrapolarme a un desordenado armario de los años 70 pero mi afán por el dato concreto se convierte en un estorbo. Acumulo imágenes pero no adivino cual de todas ellas fue la primera, en un intento por evocar esa inmediata sensación. Seguramente fuera un familiar o algún vecino del barrio en alguna fiesta de carnaval. Da igual. Todos, hasta aquel que ya he olvidado, inspiraron, aunque fuera durante cinco minutos, al hombre que aquí escribe.
Entiendo el travestismo como cultura, como un conjunto de pautas de conducta que un grupo de personas emplean para comunicarse entre sí o con otras. Asumo que forme parte, en algún momento, del camino que suele recorrer una persona en busca de su propia sexualidad e incluso de su identidad de género pero eso, para mí, es otro asunto. Uno de los grandes errores de nuestra sociedad es pensar que travesti, transformista y transexual son sinónimos y nada es más incierto. Hoy, en esta columna jónica, quiero hablar de travestismo como expresión artística y su contribución al reconocimiento de unos roles sociales mucho más plurales de lo que percibimos a primera vista.
Los ingleses ya acuñaron, entre los años 1830 y 1890, el término travesty para referirse a un subgénero dramático del burlesque victoriano que solía bromear con los roles de género, algo muy propio en el teatro de variedades de la segunda mitad del siglo XIX. En esas representaciones se recurría al travestismo, tanto los hombres como las mujeres, siempre con un fin cómico, incitando la capacidad irónica del espectador. Mucha pluma ha caído desde entonces y, hoy en día, les puedo asegurar que un buen espectáculo de travestis puede llegar a abarcar más información, ingenio, motivación y placer que muchas clases universitarias. Se lo digo yo que he asistido a ambas convocatorias.
Es curioso que, con el pensamiento en pretérito, asalten mi memoria mujeres vestidas de hombre pero, en aquellos años de infancia y adolescencia, no sentí que estuviera viendo algo transgresor. Había observado retratos de Juana de Arco, a Greta Garbo interpretando a la reina Cristina de Suecia, incluso oí hablar de la escritora George Sand, la amante de Chopin, y de cómo su indumentaria y actitudes masculinas escandalizaron a los payeses mallorquines del siglo XIX, pero asumí todo eso con una inesperada naturalidad. No me impresionaba el pelo corto en una mujer, ni verla vestirse con unos pantalones. Fue el tiempo el que me hizo comprender lo que significaba la entrada en escena de Marlene Dietrich en la famosa secuencia del cabaret de Morocco. Sin embargo, sí notaba estar cruzando el umbral de lo prohibido cuando era el hombre el que se encajaba una peluca o cubría sus piernas velludas con una media que, bajo la falda, daba la bienvenida a un universo lleno de emoción.
Creo que la primera travesti que impactó en mi virginal pensamiento fue la musa de John Waters, Divine. Los que la conocieron dicen que no era tan brillante en las distancias cortas e incluso un poco pesetera. Eso me hace gracia. Crea leyenda. La primera vez que vi a esa mujer fue en La Edad de Oro. El equipo del programa se había trasladado hasta el club Network, en Nueva York, y grabó parte de su concierto. Cuando descubrí aquel cuerpo sudoroso, agitándose bajo una combinación roja, con una peluca aparentemente barata y doble ceja pintada, cantando como si nos estuviera regañando, necesité ir más allá. Hice un flashback en su trayectoria. Llegué hasta Pink Flamingos. Cuando apareció la famosa secuencia final de la película, me dio tanto asco que estuve un tiempo sin poder ver nada de ella. Cada vez que intentaba escuchar una canción o ver otra película de Waters, me asaltaba la secuencia final y yo solito me provocaba arcadas. Con el tiempo, esa vaselina, aprendí a canalizar la conmoción y pude seguir disfrutando del despropósito maravilloso de sus personajes –lo de Dawn Davenport en Cosas de hembras es de quedarse afónico- y hasta de sus canciones.
Pero a partir de ahí, todas las travestis que han inspirado, animado y hasta conmocionado mi creatividad han sido españolas, si es que The Chanclettes me permiten incluirlas en ese bolso geográfico, aunque ya les digo yo que no. Porque las travestis que le llegan a uno son las que hablan su mismo idioma, las que juegan con el lenguaje para darle un doble significado a un texto que hasta ese momento no lo tenía, las que dan otra vuelta de tuerca, las que, como remolinos, te levantan de la silla, te dan tres vueltas de campana, y te dejan donde estabas para que reflexiones tú solito sobre lo que acabas de ver. Soy consecuencia de todo eso. Desde Diabéticas Aceleradas –donde Lina Mira, una mujer, acababa siendo un travesti más en un rizar el rizo de los roles- hasta Las Fellini -unos temporales vascos con los que he contado siempre que he hecho televisión y que sueño con el día en el que podamos repetir-, pasando por Yogurinha Borova –amo el tempo de su humor y todo lo que esa mente hipercreativa es capaz de parir- y dos mujeres que ya siento como ‘de la familia’: La Prohibida –Dios la creó para subsanar el error que cometió con Brigitte Bardot- y Vivian Caoba –una diosa de la tierra sembrada y el horno caliente. Solo ella puede quedarse desnuda ante el público, cantando Desde mi libertad de Ana Belén, y no perder ni un gramo de autenticidad-.
Por supuesto que hay más –toda generación debería tener las suyas- pero yo hablo de las mías, de las que nutrieron mi mente con su respuesta rápida, con su ingenio, con sus canciones, con sus playbacks, con su manera de pisar y patear un escenario, con su compromiso, con su inconsciente trascendencia en la historia de unos ojos que, desde la tenue luz de un bar, las observaron con la admiración con la que solo se puede contemplar una estrella.
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Comentarios
Por Diego, el 19 mayo 2013
Pero, bueno! Si aquí hay suficiente como para hacer de esto un libro. O un tratado de antropología cultural. Téngalo en cuenta, ¿eh? Quedo anodadado por su rica cultura y la forma de reflexionar sobre ella y trasladar a nosotros, lectores, las ganas de conocer más. Te expresas de una forma inhumana, Paco. Un abrazo.