Y el organista deja una nota suspendida en el aire…
En nuestra serie de relatos de este verano, todas las protagonistas son mujeres que emprenden un particular viaje de heroicidad. Hoy le toca a Mercedes, caminando por el pasillo central de una iglesia. Novena entrega de ‘El viaje de las heroínas’, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado.
POR JOSÉ LUIS ZAMORANO
A Mercedes el corazón le late con fuerza; no tiene claro que valga la pena exponerse de esa manera. El sermón ha tratado sobre cómo se está perdiendo la decencia y el decoro con esas nuevas modas traídas de fuera, que incitan al pecado, y ella nota que es el blanco de miradas aviesas y nada caritativas, miradas de reproche por presentarse así en la iglesia: carmín en los labios, las uñas pintadas de rojo, ¡todas ellas!, y para colmo de males, pantalones. ¡Dios nos coja confesados!
La gente avanza lentamente por el pasillo de la nave central, paso a paso, con la cabeza baja y los ojos entornados. De pronto, decide plantarse en la fila. Al ponerse en pie, sus pantalones, de un blanco inmaculado, lucen espectaculares, tersos y ceñidos en torno a las caderas, rotundos en los muslos, elegantes en la desembocadura, mostrando y escondiendo sus elegantes sandalias aladas.
Cuando llega ante don Francisco, el ambiente se hace tenso. El organista, que tiene desde hace poco un vínculo secreto con ella, desafina y equivoca un acorde, dejando una nota absurdamente suspendida en el aire. La música se va apagando poco a poco, hasta que se hace el silencio. Algo va a pasar, Mercedes lo sabe, pero ya no va a volverse atrás. Que sea lo que Dios quiera, piensa mientras aguanta en su sitio. Una beata vestida de negro se santigua cuatro veces desde su reclinatorio instalado en primera fila, frente al altar, mientras reprocha a los ángeles y arcángeles que permitan tanto desafuero.
Los segundos se hacen eternos, eternos mientras ella espera las palabras mágicas, pero don Francisco permanece quieto y mudo frente a ella, ¡vaya con la maestra!, piensa, mirándola con una mezcla de incredulidad y reproche. Una mirada que Mercedes está dispuesta a aguantar, dure lo que dure.
Al final, don Francisco, quién sabe si felizmente inspirado por ángeles y arcángeles, levanta la hostia mientras las palabras rituales, apenas audibles, salen de su boca.
–Corpus Christi.
–Amén.
Y Mercedes regresa su sitio, serena, los tacones rebotando suavemente. Acaba de ganar una batalla.
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