Zarzalejo: un pueblo ‘en transición’ en la sierra de Madrid

El pueblo madrileño de Zarzalejo. Foto: Héctor Esteban Méndez / Flickr Creative Commons.

El pueblo madrileño de Zarzalejo. Foto: Héctor Esteban Méndez / Flickr Creative Commons.

El pueblo madrileño de Zarzalejo. Foto: Héctor Esteban Méndez / Flickr Creative Commons.

La escritora Ana Esteban arranca aquí su colaboración mensual con ‘El Asombrario’: ‘Sitios de paso‘, que albergará unas crónicas muy personales de ‘viajes’, sobre lugares, situaciones o personajes interesantes. El título alude a ciertas parcelas de la realidad donde encontramos algo en que fijarnos: lugares por los que pasamos y gente que encontramos. Este primer ‘Sitio de paso’ se detiene en el pueblo madrileño de Zarzalejo, una de las primeras localidades españolas adscrita a la red de comunidades en Transición, cuya forma de vida propone una alternativa al consumismo, la tiranía de los mercados y la dependencia del petróleo que caracteriza nuestras sociedades, promoviendo otros modelos de economía verde y participativa, regida por la conciencia social. Una experiencia para, como dice una vecina de esa localidad «ir del sueño grande a lo concreto, y de lo concreto al sueño»,

  1. Imaginemos una historia de ciencia ficción.

Nada de marcianos, platillos o similares; una historia verosímil, pegada a la realidad de un futuro posible. Echando un vistazo a la prensa no será difícil extraer motivos que inspiren los mimbres de nuestra trama: sobrecalentamiento climático, escasez de agua, guerra, crisis económica. Por ejemplo. Algunas historias del género, en libros y películas, muestran este tipo de situaciones en versión límite, poniendo en peligro nuestra vida en el planeta. Sí, todos hemos leído o visto ucronías basadas en alguno de esos supuestos. Y sus argumentos son bastante verosímiles.

En las escuelas de Totnes, un pueblecito del sur de Inglaterra, los profesores ponen a los niños a fantasear sobre el futuro, y les preguntan qué ocurriría si un día se levantan y ya no hay petróleo. Los niños, entonces, inventan soluciones a los problemas subsiguientes: cómo moverse de un lugar a otro, cómo transportar mercancías o hacer funcionar las máquinas, cómo calentar su casa o el colegio. Ya se sabe, los críos tienen soluciones para todo.

El ejercicio no parte de una hipótesis lejana, puesto que estudios geológicos como la Teoría del Pico de Hubbert afirman que hemos llegado al cénit del petróleo, que ya se produce menos del que consumimos, y que a partir de ahora la extracción irá disminuyendo hasta ser inviable o muy costosa. Como en una historia de ciencia ficción, afirman que esto puede llevar al colapso de nuestra civilización, incluso a su desaparición, a menos que realicemos a tiempo una gran transformación socioeconómica y nuestra actividad comience a ser limitada y sostenible; seguir apostando como hasta ahora por un crecimiento frenético contra los límites del planeta no es viable, porque hasta los niños saben que sus recursos no son ilimitados. Quizá el cambio climático, las crisis sociales y económicas y los desastres ecológicos nos avisan de que el tiempo de nuestra resiliencia es ahora, que debemos asumir el daño infligido al planeta y el derroche de sus bienes para iniciar una transición hacia otra forma de vida, preparada para solventar cualquier futuro desastre.

Estación de Zarzalejo. Foto: Adif.

Estación de Zarzalejo. Foto: Adif.

  1. El futuro en una gallina y un iglú.

Conocí hace un par de semanas a Javier y a Isa, una pareja que reside en Zarzalejo, en la sierra oeste de Madrid. Su hogar es una especie de enorme iglú de lona blanca anclado a un pequeño terreno que la pareja adquirió con sus ahorros cerca de las vías del tren. La estructura descansa sobre una tarima que la aísla del suelo, tiene ventanas y un lucernario en lo alto, chimenea y una exigua cocina, pero no baño, que está fuera en un cobertizo de madera con un termo alimentado por placas solares. En los últimos años, Javier trabajó en el mundo del teatro como técnico de luces, viajando de acá para allá con las compañías en las giras, conviviendo con los actores, saliendo por ahí tras las funciones a romper la noche. Ahora se levanta con el sol y siempre tiene cosas que hacer a lo largo del día, en la casa o en la huerta que ha arado en unos metros de su tierra y que abona con el humus de su basura orgánica. También trabaja como jardinero, o arregla cosas, o se emplea en lo que sea que vaya surgiendo por la zona. He cerrado una etapa, lo que quiero hoy es estar con ellos, dice, no necesito más. Ellos son sus hijos: Alma, una niña risueña y morena de año y medio, y Simón, un chaval rubio de apenas cinco que habla como si ya leyera mucho, aunque apenas haya empezado a juntar sus primeras letras. Le está enseñando Isa, probablemente con algunos de los libros apilados junto al sencillo sofá que pertenecen a la red de préstamo del pueblo, promovida por algunos vecinos. Isa es bióloga pero ahora dedica casi todo su tiempo a los niños; a la pequeña aún le da el pecho. Se quedaron a vivir en Zarzalejo por la gente, dicen. «Son vecinos de verdad, se preocupan, no tienes la sensación de estar solo; sales a la calle y siempre encuentras alguien con quien charlar, o que te lleva en su coche a algún sitio. Mi vecino es un hombre mayor y le echo una mano con la huerta porque él ya no puede trabajarla, a cambio nos da leña. Nos ha regalado esta gallina, dice que estaba vieja pero ha empezado a poner huevos; ayer puso uno». Y sonríe Javier al señalar la gallina pelirroja, que toma el sol de enero acurrucada sobre un montón desordenado de troncos oscuros. De vez en cuando, mientras charlamos, pasa un tren por las vías al otro lado del camino, y el ruido es como si llegara arrastrándose deprisa una gran lombriz metálica, pero la gallina ni se inmuta.

Antes de irme contemplo el extraño iglú, la tierra con la huerta y la leña y algunos juguetes de los niños por ahí tirados, y veo el día a día de esta familia oscilando entre el pasado y el futuro: entre un pasado donde la vida se desarrollaba en pequeñas comunidades y la ambición del trabajo era obtener el sustento; y entre un futuro donde la escasez de recursos obligará a la autogestión y a vivir con mucho menos, volviendo quizá a una comunión con la tierra y con los seres que habitan en ella.

  1. Un pueblo serrano y la filosofía del decrecimiento.

En un paisaje verde salpicado de moles graníticas, Zarzalejo conserva su fisonomía de pueblo serrano: una retícula de calles en torno a la sencilla iglesia, casas de piedra, una estación de tren, montañas que lo abrigan todo y que presiden el núcleo urbano porque no hay construcciones que las tapen. Aún no ha prosperado, como en otras poblaciones cercanas a Madrid, algún plan de ampliación que arrase el entorno y duplique el área urbana con edificios clónicos o monstruosos centros comerciales. Se diría que aquí la vida transcurre pendiente de las estaciones, que a ratos puede escucharse el silencio en la plaza, y que la mayoría de sus vecinos se conoce, al menos de vista. Entre ellos hay más de cien familias cuya vida participa del Movimiento en Transición, una iniciativa que surgió en Totnes, ese pueblecito inglés donde los niños ya piensan en la vida sin petróleo de sus nietos. Fue en el año 2006, cuando sus habitantes, inquietos por la perspectiva de ese futuro, se reunieron para ver de qué modo podrían asegurar al menos la autosuficiencia de su comunidad. Uno de los organizadores era Rob Hopkins, que a partir de aquí fundaría el movimiento extendido hoy por miles de comunidades de más de 50 países. Hopkins ha dado la vuelta al mundo impartiendo conferencias y cursos que promueven la reflexión acerca de nuestros hábitos, buscando estrategias para la sostenibilidad y la gestión local de recursos, energía o alimentos.

La filosofía de la Transición bebe en las fuentes del decrecimiento, que propone un freno controlado a la progresión enloquecida del sistema económico actual y su hiperdesarrollo tecnológico, su dependencia del petróleo y su desastroso impacto sobre el planeta. Los grupos en transición, que funcionan con participación asamblearia, plantean estrategias económicas de donación, trueque o incluso moneda social, para no depender de la oligarquía y las fluctuaciones del actual sistema monetario. ¿Utopía? ¿Ciencia ficción? No, en Totnes —como en otros lugares en transición— ya circula la moneda local: el Totnes Pound.

España tiene una importante Red de Transición con más de 40 iniciativas en la península y las islas. En Zarzalejo, una de las localidades pioneras y quizá la más representativa, el movimiento entró con fuerza en 2011 tras unas charlas impartidas por Javier Zarzuela, que como Hopkins ofrece cursos por todo el país. Aquí encontró un numeroso grupo de personas, también de los pueblos vecinos, que tenían muchas ganas de hacer algo. Y que lo hicieron.

  1. Recuperar el liderazgo individual.

Charlo con algunos de estos pioneros en el intermedio de un taller en el que están participando. Es mediodía y comparten conmigo las cosas apetecibles que han traído para comer: lentejas con verduras, ensalada, una especie de pastel de queso recubierto de pipas. Lo que pasa es que todo el rato pregunto y mastico poco. Percepción primera: trabajan juntos buscando mejoras concretas para su comunidad. No se trata de una pose solidaria; parece haber lazos entre ellos más allá de una vecindad amable. «La Transición solo pone nombre a una forma de vida, contraria al individualismo feroz de nuestras sociedades», dice Pilar Shatki, que llegó al pueblo hace 22 años sin idea de quedarse y hoy coordina el movimiento Zarzalejo en Transición. «Gastamos mucha energía quejándonos, tenemos que romper la barrera y asumir la responsabilidad de lo que cada uno puede hacer, y diseñarlo en pequeños actos. Nuestra capacidad de acción parte de la idea de que no estás solo. Una persona comienza, dos ya son una estructura». En Zarzalejo, me explican, esa estructura ha materializado sus ideas en iniciativas como una huerta en cooperativa que les surte de productos de temporada, una red alternativa de transporte, un banco de tiempo, un programa de mejora energética para las casas o planes ecológicos de gestión de residuos. José Manuel Fenollar es arquitecto y trabaja en los proyectos de sostenibilidad. Cuando le pregunto cómo se puede hacer la transición en las ciudades, sugiere crear por ejemplo un carril para huertas. Como un carril bici, pero para huertas. Y lo dice sonriendo, claro, pero en serio. «En la ciudad se pueden hacer muchas cosas a nivel particular. Para empezar, concienciarnos de la cantidad de basura que generamos y tratar de reducirla», añade. «Yo creo que el cambio verde es imparable, cada vez somos más, bajará desde aquí a las ciudades en un proceso contrario a lo que sucedió en los años 60, que lo gris de las ciudades subió a todas partes». Miriam Urbano, psicóloga y consultora en proyectos hacia la transición, también tiene claro el proceso: «Hay que volver a la lógica de la vida local, donde todo funcionaba por solidaridad, y hay que recuperar la calle como espacio público, como lugar de encuentro». Miriam llegó hace más de diez años inmersa en una crisis existencial. «Metafóricamente hablando, mi vida dio un giro cuando vine aquí, dice, yo salí de un palacio y ahora vivo en un establo. Pero he descubierto una nueva abundancia, soy millonaria en cosas que no tenía. Es un cambio de concepto que además te mueve a actuar; recuperas tu liderazgo individual y la naturalidad para hacer lo que realmente te llama». Parece que en un sentido o en otro, todos cambiaron al llegar, y cambiaron también la idiosincrasia del pueblo, de una forma bastante llamativa. Digamos que se pusieron de moda; reportajes, entrevistas en todas partes: los nuevos rurales, los nuevos hippies. «Fue un poco agobiante, nos sentíamos como si lleváramos un traje que nos venía grande», dice Chuca Palafox, que es educadora. «Y cuando empezamos con nuestras propuestas, a la gente que habitaba aquí desde siempre les parecía todo antiguo, porque ya lo habían vivido, para ellos era un atraso. Después han apreciado las cosas que hemos hecho, que para muchos era solo palabrería. Pero somos realistas, aún queda mucho por hacer».

Hablan todo el tiempo con una especie de gravedad feliz, desprendiendo una vibrante onda de energía, mientras yo tomo algunos apuntes rápidos entre un bocado y otro. «Hay que ir del sueño grande a lo concreto, y de lo concreto al sueño», dice Pilar; y yo lo anoto. No hay en ellos una visión catastrófica acerca del futuro, nada de ciencia ficción. Se diría que mantienen intacta su esperanza en el cambio, en que aún hay tiempo. Y esa idea de algún modo te contagia. Alguien ha mencionado, durante nuestra charla, que el cambio comienza dentro de cada uno. Aunque los acabo de conocer, diría que ellos sí han cambiado mucho. Y no sé por qué, de pronto me acuerdo de la gallina de Javier, imperturbable al sol sobre los troncos pese al estruendo de ese tren que se acerca.

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Comentarios

  • Rosa

    Por Rosa, el 02 agosto 2022

    Me parece interesante .Yo vivo en Mataelpino (Madrid.)Esto es una iniciativa interesante,que data de los 80,creo.Esta muy integrado,porque al no conocernos,y esto es un concepto de unión,entre los lugareños,de cualquier situación,que ocurra.

  • Antonio

    Por Antonio, el 28 octubre 2022

    Un saludo a todos.tengo 59 años y me gustaría saber como vivir en un lugar así.. ahora sufro depresión por estar en el sitio equivocado..en madrid..estoy prejubilado por accidente…me llamo antonio…necesito vuestra ayuda..gracias…

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