El zoo es un lugar único, “la república independiente de la tristeza”
Completamos la entrevista a Alejandro Palomas con esta prepublicación de ocho páginas de su magnífica nueva novela, ‘Un país con tu nombre’ (Destino), que se presenta esta semana. Son ocho páginas sobre la verdad que habita en los animales y con el impecable buen pulso en forma y fondo al que ya nos tiene acostumbrados este escritor. Pura emoción en el encuentro entre dos de los protagonistas de la novela: un humano, Jon, y una elefanta, Susi, en el cargado ambiente de un zoo, al que se presenta en el libro como “la república independiente de la tristeza”. “No hay mirada que supere en grandeza a la del agradecimiento de un animal que ha dejado de sufrir en tus brazos”.
POR ALEJANDRO PALOMAS
“Supongo que por eso decidí ser veterinario: los animales y los niños tienen una verdad que enseguida adivino. La gran diferencia entre ellos es que los animales expresan su verdad con la mirada y los niños tienen el don de la voz. Cuando llegó el momento de elegir me decanté por los que sentía más vulnerables, aunque estuve a nada de apuntarme a Medicina y dedicarme a la pediatría. Siempre he pensado que ni en los niños ni en los animales hay ningún pliegue que esconda un plan B. El peligro es peligro y la confianza, cuando está, es plena. Solo barajan colores primarios y yo ahí me muevo bien: el azul, azul; el rojo, rojo; la pena, honda; la alegría, infinita. Curar a un animal es como curar a un niño que todavía no ha aprendido a hablar: cuando le curo la vida, le construyo un futuro desde mí, con mis propias manos, creando un vínculo de salud entre nosotros que no puede compararse con nada. No hay mirada que supere en grandeza a la del agradecimiento de un animal que ha dejado de sufrir en tus brazos. Es difícil entenderlo para quien no se dedica a esto, y agota tener que justificar que mi dedicación a los animales tiene mucho que ver con el hecho de que no tengan voz, al menos no humana.
No hay animales tartamudos. Ningún animal puede expresar la pena como yo lo hago cuando es tan pena que me quita el aire y eso, esa incapacidad, me desarma. Me ocurre desde siempre, desde que era pequeño y llegaba a casa con cualquier bicho herido o perdido que se hubiera cruzado en mi camino: saltamontes, lagartijas, gusanos, pájaros, ratones, gatos, perros…, todo valía. ¿Cómo saber que sufrían si eran incapaces de tartamudear la pena como podía hacerlo yo?
Desde muy niño supe que quería atenderlos, que mi forma de vincularme a la vida, a la suya y también a la mía, era evitándoles el dolor.
Eso fue lo que ocurrió con Susi, eso y algo más. Con Susi fue la suma de muchas cosas, las que traía con ella y las que la esperaban aquí conmigo. «Una conjunción perfecta, desde luego», dijo Edith al poco de la llegada de Susi al zoo. Era así. Si Susi no hubiera aparecido exactamente cuando lo hizo, yo no habría estado en el zoo para conocerla ni se me habría ocurrido plantearme la aventura del santuario con Edith, entre otras cosas porque habría vuelto a la clínica después del par de meses fallidos trabajando con el equipo de cuidadores de Dora y Bimba, y no habría tenido tiempo suficiente para entender que mi vida no es solo la clínica, o, dicho de otro modo, que quizá cabe más de un gran proyecto en una vida y que la imaginación, el derecho a imaginar, no se agota con la edad.
Unas semanas antes de la llegada de Susi yo había decidido dejar mi puesto de cuidador en el zoo. A pesar de que apenas llevaba un par de meses allí y de que todavía tenía mucho que aprender y que hacer, mi encaje en el engranaje del centro no terminaba de cuadrar y yo sabía que ese encaje no iba a producirse ya. Los compañeros eran buena gente, del trato no tenía queja y en general no sabría apuntar a nada en particular que estuviera especialmente mal. Era yo, o mejor, era yo y era, sobre todo, la realidad del zoo, que tardó poco en poder conmigo y con esa especie de fantasía infantil con la que había aceptado el puesto, excesivamente confiado en mi capacidad para mejorar y cambiar cosas en un ámbito en el que los cambios ni eran ni son especialmente bienvenidos.
Todo el mundo sabe lo que es el zoo, pero muy pocos saben lo que se siente siendo parte del zoo. Cuando eres zoo, el paisaje eres tú y todo lo que te rodea tiene también una parte de lo que eres. De repente te ves desde los ojos de las familias o de las escuelas que visitan el centro mientras a tu lado, Freddy, el rinoceronte blanco, te mira sin entender, pero sin pedir nada tampoco. Como los demás animales que viven aquí, Freddy no mira bien, porque sus ojos están diseñados para un horizonte que hace años ya no tiene. Lo mismo les pasa a Dora y a Bimba, a las jirafas, a los canguros y a los camellos. La lista es infinita. El zoo es un lugar único porque, como dice Edith, es «la república independiente de la tristeza». Y yo lo sabía, claro que lo sabía, pero saberlo no es sentirlo ni es vivirlo. Los primeros días pasaron bien: trabajar ocho horas diarias en compañía de dos elefantas era estar lo más cerca que había estado nunca de hacer realidad mi sueño. Aprender dietas, rutinas, entrenamientos voluntarios, cuidados específicos de cada una de ellas…, no me bastaba con mi turno y a diario me quedaba un par de horas más al terminar para no perderme nada. Esas semanas no fueron zoo, sino Dora y Bimba. Llegué con todo por hacer y no escatimé esfuerzo ni ilusión renovada. Sin embargo, a medida que las rutinas quedaron claras y la novedad dejó de serlo, empecé a situarme y a querer ver más.
Fue un error.
Soy veterinario y sé que los zoológicos son lugares donde, salvo excepciones, los animales reciben una atención médica en condiciones. Eso me tranquiliza, o al menos tranquiliza a esa parte de mí que es el Jon que cura enfermedades y salva vidas. En los zoos, mi parcela está cubierta. Hasta que empecé a trabajar allí, vivía con la satisfacción de pensar que la responsabilidad de mi gremio en lo que concierne al bienestar de los animales que lo habitan estaba a salvo. Mi conciencia, la del veterinario que opera, medica y atiende sus casos, la del colegiado, navegaba en paz. Pero eso cambió al poco de empezar a trabajar con Dora y con Bimba. Y no solo con ellas.
Sobre todo fueron las miradas. La de Freddy, la de los dos hipopótamos y la de Josh, el oso pardo que da vueltas durante horas sin fin en su foso, buscando algo que en su día debía de estar pero que ahora ya no recuerda; las de los primates tras su cristal, ojos fijos en lo invisible, que han perdido el norte, sin nada que hacer porque no hay donde ir. Fueron sus miradas, pero no fue de golpe. Con el paso de los días, empecé a sentir sobre los hombros el peso ciego de unos ojos sumándose a otros sin sumar nada porque ni siquiera te siguen al pasar. No reconocen ni entienden el encierro. Miran al cielo y ven que ese azul no termina y que sobre sus cabezas hay aves que cruzan desde algún lugar que no está a la vista hacia otro que tampoco. Fueron los huecos de esos ojos los que tocaron hueso. Una tarde, al salir del recinto de los elefantes, me detuve al pasar por delante de donde malvive sus días Freddy, movido por algo que me llamó la atención. Me acerqué a mirar. Freddy estaba en un rincón de su espacio, muy quieto y de cara a la pared. Parecía concentrado en algo que debía de haber en el muro, pero que yo no conseguí ver. Esperé. Él no se movió. Seguí esperando un rato, incapaz de marcharme. Freddy continuó sin moverse, atento a su punto en la pared. La espera se prolongó unos minutos más, hasta que, muy despacio, fue girando sobre sí mismo en el suelo de cemento hasta completar los trescientos sesenta grados que lo dejaron en la misma posición de la que había partido, con la mirada de nuevo clavada en la pared.
Y entonces entendí. Entendí, porque en ese instante pude sacar de sus jaulas todas las miradas perdidas que habitaban allí y conectarlas con algo humano y mío, y reconocí el color porque era el mismo que habitaba los ojos de mamá en su habitación número 01 de la residencia del pueblo. Eso era, esa luz pequeña buscando a ciegas una ventana en el techo de la habitación por donde colarse al otro lado, esa desmemoria de mamá que todavía dolía, porque la conciencia estaba, la emoción vivía en algún rincón de su cuerpo.
Ese día supe que no aguantaría.
Dos semanas más tarde, cuando ya había decidido que mi aventura allí había terminado y que volvía a la clínica, llegó Susi.
No debería haberme quedado esa noche a esperarla. «Es para ti —me dijeron—. Susi es tuya.» No debería haber escuchado, pero me pudo la curiosidad, eso y también la reacción de Edith, que hasta entonces en ningún momento había entendido mi decisión de entrar a trabajar en el zoo —«Ese sitio horrible», había dicho— y que no veía el momento de verme fuera de allí y de vuelta a la clínica. Cuando le comenté que acababan de programar la llegada de una elefanta transferida desde otro centro, no habló enseguida. Yo estaba en uno de los laterales que bordean el restaurante más cercano a la entrada, comiendo bajo los viejos castaños de Indias, muy cerca del delfinario. Sentado a la mesa de piedra, había aprovechado para liarme un cigarrillo. Cuando le anuncié lo de Susi, ella no dijo nada. Me extrañó. Casi llegué a pensar que se había cortado. Me equivoqué.
—Y ahora dudas —dijo por fin. Estuve a punto de decirle que no, que lo tenía claro, pero no me dio tiempo—. Quién sabe —volvió a hablar, con una voz que me pareció extraña, como lejana—. A fin de cuentas, ¿no era ese el sueño?
Eso fue lo que dijo y esas fueron también las primeras palabras que me vinieron a la cabeza cuando vi bajar a Susi del inmenso tráiler que la trajo al zoo, y de nuevo cuando, durante esa madrugada de insomnio que pasé con ella en su nuevo recinto, cruzamos la primera mirada. Fue poco antes del amanecer. Ninguno de los dos había pegado ojo. Entré con un par de cajas de comida en la instalación donde la habíamos acomodado temporalmente. En cuanto me oyó entrar se acercó a la estructura metálica que la separaba del pasillo por donde nos movemos el personal y acercó la cabeza a las barras de hierro, desde donde me observó mientras yo volcaba el contenido de las cajas en el suelo delante de ella. En cuanto terminé y me incorporé, Susi sacó la trompa entre los barrotes y, cuando creí que iba a acercarla al montón de comida, pareció cambiar de opinión. Despacio, varió la dirección y desvió la trompa hacia mí, pillándome totalmente desprevenido. Me quedé donde estaba.
Fueron solo unos segundos. Susi me acercó la punta de la trompa al pecho y la dejó allí, casi pegada a mí, como si quisiera olerme, pero evitando el contacto. Después la subió hasta el hombro, desplazándola muy lentamente por la base del cuello hasta que noté su calor justo debajo de la oreja. Yo había dejado de verle la cara, que había quedado cubierta por la base de la trompa pegada a los barrotes, y en ese momento, no sé por qué, cerré los ojos. Los abrí un instante después, al tiempo que una especie de calambre me recorría el cuerpo, cuando sentí un aliento pequeño, minúsculo, en el oído, no mucho más intenso que el de un bebé que duerme, y el roce de algo vivo sobre la piel del lóbulo. No me moví. La trompa de Susi estaba quieta a mi izquierda, respirando delicadamente contra mi oreja como si me hablara. Quizá no fue así, o no del todo, pero yo lo sentí así. Sentí que había un lenguaje pequeño, el primer hilo de una tela que preguntaba, nada más. Sentí que respiraba y oí su quejido, una mezcla de aire, arena y edad que durante una décima de segundo me pareció haber podido descifrar. Luego la trompa se separó de mí y Susi retrocedió, alejándose un par de metros de la pared de barrotes.
Entonces giró la cabeza y su ojo me miró.
Entendí que Edith se había equivocado y que la mirada de Susi nada tenía que ver con mi sueño, porque en ella no cabía nada más que mi reflejo. El ojo lloroso de Susi me encapsuló entero en su fondo negro y brillante, retratándome contra la luz de los fluorescentes e imponiendo su necesidad a cualquier sueño que pudiera llegar desde fuera. Su mirada pedía un vínculo de confianza que yo no pude ni quise negarle. Lo supe entonces y ella también. «Susi es tuya», habían dicho. Y así era. El único sueño de Susi era poder reaprender a confiar y yo, esa madrugada de junio, me comprometí con ella y conmigo a que, pasara lo que pasase, no habría dolor”.
Comentarios
Por María José, el 13 septiembre 2021
He quedado sobrecogida y emocionada.
Gracias, Alejandro y al Asombrario por brindarnos esta maravilla
Por Angel Chamorro Nuevo, el 13 septiembre 2021
Me gustaría que desaparecieran los Zoológicos.