Alice Munro, tras conocer las violaciones de su segundo marido a su hija

Portada de la biografía de Alice Munro, de Robert Thacker.

¿Cómo leer ahora a Alice Munro?, se preguntaba el pasado domingo Elvira Lindo en su columna habitual de ‘El País’. Lo cierto es que esperaba conocer su opinión en torno a una noticia que ha sacudido como pocas a su comunidad de lectores, entre los que me encuentro: tras la muerte de la escritora el pasado mayo, su hija ha revelado que fue violada desde los nueve años por el segundo marido de Munro, y esta nunca se quiso enterar ni sentir ningún tipo de empatía hacia su hija ni rechazo al macho abusador. Ella, que tanto escribió de mujeres, de maltratos y abusos. Ella, que era una de mis escritoras veneradas… ¿Cómo leer ahora sus relatos después de esta dolorosísima confesión de su hija?

A estas alturas, ya conocerán los hechos, pero en resumen todo gira en torno a un artículo de su hija mayor, Andrea Robin Skinner, publicado en un diario canadiense. En ese artículo, Skinner desvela que el segundo marido de Munro, Gerald Fremlin, había abusado sexualmente de ella desde que ella tenía nueve años. Tanto Andrea como su hermana, Sheilla, vivían con su padre, Jim Munro, y la mujer de este, y los veranos enviaban a las niñas a ver a su madre, Alice Munro, quien ahora vivía con su nuevo marido. Ocasión que aprovechaba Fremlim para abusar de Andrea. La niña se lo contó a su padre, pero, a pesar de todo, Jim Munro siguió enviando a la niña con Alice y Fremlin. En la crónica que hace la periodista María Antonia Sánchez Vallejo para El País,  lo relata en estos términos: “La dinámica de abuso y acoso continuó hasta que un par de años después, cuando Skinner tenía 11 años, unos antiguos amigos de Fremlin le contaron a Alice Munro que su pareja le había mostrado sus genitales a su hija. ‘Él lo negó y cuando mi madre me preguntó si me había pasado a mí, Fremlin le dijo que yo no era su tipo’, relata en el periódico. “Delante de mi madre dijo que en antiguas culturas se consideraba normal que los menores aprendieran de sexo a través de relaciones sexuales con adultos. Mi madre tampoco dijo nada. Yo miré al suelo, me daba vergüenza que me viera ponerme roja”.

Cuando ya con 25 años Skinner se lo contó todo a Alice Munro, ella siguió viviendo con Fremlin. Incluso cuando en 2005 Fremlin fue condenado por un tribunal. Alice Munro se separó durante un tiempo, pero no por el daño causado a su hija, sino porque consideró que su marido le había sido infiel. Munro escribió a Skinner diciendo que “se lo había dicho demasiado tarde”, que “le quería demasiado” y que “nuestra cultura misógina tenía la culpa si esperaba que ella negara sus propias necesidades, se sacrificara por sus hijos y compensara los fallos de los hombres”.

Tampoco Robert Thacker, autor de Alice Munro: Writing Her Lives (Alice Munro: Escribiendo sus vidas), publicada en 2011, quiso incluir en su biografía de la autora canadiense los abusos a Andrea, a pesar de que los conocía porque se los había contado la propia víctima. No le debió de parecer relevante. Hubo un pacto de silencio para salvar el prestigio de la premio Nobel, equiparable al de la pederastia en la Iglesia católica.

Tengo en mis estanterías toda la obra de Munro. La he leído y releído. Me gustaba lo que pensaba que era una actitud hacia la literatura diferente a la que habían tenido muchos escritores hombres, alejada de la torre de marfil, más apegada a la tierra.  Tengo una foto suya en mi escritorio y pensaba en ella cuando escribí el cuento La moneda de Carver, un modesto homenaje. También tengo su biografía, que leí en su día. ¿Cómo leer, pues, a Munro, una escritora cuya obra ha girado en torno la vida de las mujeres? De hecho, así se titula su única novela, autobiográfica.

Este pesar que sentimos muchos ante el silencio de Munro respecto a los abusos de su hija, lo expresaba muy bien mi amigo el escritor Pepe Cervera en su perfil de Facebook: “Dice la leyenda que escribiste muchos de tus libros escondida en la cocina, a ratos sueltos, robándole tiempo a las tareas de la casa. Cambiabas pañales y escribías, planchabas y escribías, zurcías calcetines y escribías, cocinabas y escribías, fregabas cacharros y escribías, pasabas el mocho por el suelo y escribías. Dice la leyenda que, cuando alguna de tus hijas te pillaba con las manos en la masa, simulabas estar escribiendo la lista de la compra. Patatas, dos kilos; tomates, media docena; tres manojos de acelgas, cosas así. Aquella cocina era tu habitación propia. Allí escarbaste con las manos desnudas y los dedos rojos por la lejía en las emociones y los sentimientos de una manera exquisita, allí, sin quitarte un delantal deslucido con remates de encaje, creaste historias sobre niñas y sobre mujeres, historias que, a mí, como lector, me han puesto los pelos como escarpias. Yo me creía esas historias, me creía tus personajes, me creía la forma con que esos personajes enfrentaban los conflictos. Te creía, Alice. Me creía tu cocina y tu estofado de ternera y tu mantel de crepé a cuadros rojos y blancos… y ahora qué, joder, ahora qué. Ahora me dejas un poco más solo y enfadado y sin saber en qué creer y qué pensar. Ojalá, Alice, entre un cambio de pañal y el siguiente, entre zurcir este calcetín y este otro, entre cuento y cuento, ojalá hubieras decidido asomarte al dormitorio en el que tu marido abusaba de tu hija, ojalá hubieras decidido denunciar el horror, ponerte del lado bueno de la vida. Ahora ya me lo has dejado todo hecho una mierda”.

Es cierto que no se debe confundir la obra con el autor. Si lo hiciéramos, las bibliotecas estarían casi vacías, pues a un escritor hay que juzgarlo por lo que ha creado. Seguiremos leyendo a Neruda a pesar de que violó a su mucama, como él mismo reconoció en su autobiografía, Confieso que he vivido. Lo peor es que ningún lector “reparara” en eso hasta hace bien poco. Yo lo leí de adolescente y me pareció algo impactante, que se pudiera violar a una criada como parte de la formación emocional de un escritor. Cuando Céline, que luego se reveló como antisemita y nazi, publicó su obra maestra, Viaje al fin de la noche, la izquierda de entonces  (Sartre, Simone de Beauvoir…) la saludó como la obra de una autor comprometido que había sabido ver las miserias del proletariado. Y así es. Pero quizás no en el sentido en que ellos pensaban.

Los lectores tenemos derecho a leer la obra de estos autores, incluida Munro, con otros ojos. Creo que lo más importante de un autor es su mirada hacia el mundo, pero ¿qué ocurre si esa mirada está emponzoñada? Para eso sirve el arte, desde luego, para aflorar toda nuestra oscuridad a la superficie. Ahora podremos comprender mejor la negrura que destilan muchos de los relatos de Munro. Hace poco, en mis clases analizamos uno de los relatos de Munro que más me gustan, Escapada, que entre otras cosas aborda el maltrato y el abuso. Ahora lo entiendo mejor, esa ambigüedad de la historia.

Quienes ante revelaciones como la de Munro corren a señalar la obra, la obra, es lo primero, tienen todo el derecho del mundo a pensarlo. Pero creo que es otra manera de santificar al autor. No recuerdo quién decía que no hay creyentes más profundos que algunos ateos. En su insistencia en negar a Dios, se pasan el día pensando en él. Me contaba mi amigo Pedro Sorela que en la universidad se había abierto con fuerza esa corriente, ya antigua por otro lado, que dice que para entender una obra es innecesario conocer la vida de quien la escribió. Y, de nuevo, es cierto que debe ser así. La obra debe bastarse a sí misma. No sabemos mucho de Homero, incluso se sospecha que pudo ser varios autores o una mujer, y eso no le resta ningún valor a ese viaje universal que es La Odisea. Pero la literatura, al final, al menos para mí, es una de las expresiones más bellas del vivir. ¿Y qué sucede cuando uno se entera de que las palabras que un autor a quien admiras por su obra están teñidas de algo tremendamente oscuro, tanto como para que solo pueda ser narrado, y no contado?

Respecto a Alice Munro, uno puede hacer lo que quiera como lector. Seguir leyéndola como si tal cosa. No leerla más, como dicen otros. Opciones totalmente legítimas. O seguir leyéndola a sabiendas de que algo íntimo se ha roto, como expresaba Lindo en su lúcido artículo. La diferencia del caso Munro respecto a otras revelaciones parecidas es que, al menos para mí, Munro era una de las nuestras.

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Comentarios

  • Paloma

    Por Paloma, el 21 julio 2024

    No volveré a leerla. Es más, creo que se le debiera retirar el Nobel por haber ocultado un delito tan grave.

    Sus obras pueden seguir o no en las estanterías, pero las víctimas no nos merecemos que se normalicen conductas aberrantes.

    Gracias por tratar el tema.

  • Paloma

    Por Paloma, el 21 julio 2024

    No hay que eliminar sus obras, ni las de otros como Lewis Carroll, Rosseau o tantos otros, pero sí que debe conocerse su historia completa.

    Un saludo.

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