La última frontera de las gitanas: la genital

La actriz Silvia Agüero protagoniza ‘No soy tu gitana’ en el Teatro del Barrio. Foto: Laura Ortega.

La genital es la última frontera de hartazgo y de debate de las mujeres gitanas: su coño, vamos. Hasta allí llega su tolerancia para hablar de sí mismas con las payas y los ‘jambos’ (no gitanos, en caló o romaní ibérico). Esto es lo que expresa con todas las letras la madrileña Silvia Agüero, en el monólogo ‘No soy tu gitana’, que ha escrito e interpreta en el Teatro del Barrio, con dirección de Nüll García.

La sexualidad está siempre en un lugar central de la discriminación y de la propia defensa frente a la explicación paternalista de los extraños. De ahí que nuestros genitales sean la última frontera declarada, en la que (aunque no siempre esté bajo control de las propias mujeres) no dejamos que te inmiscuyas, sobre todo si no eres de nuestra comunidad. Este parece ser el mensaje concluyente de Silvia, quien, tras desgranar la vergonzante historia de persecución y estigmatización del pueblo gitano en España, confiesa que “no, en el coño no mandamos nosotras”. Sin embargo, de este asunto hablan las gitanas con quien les salga del sitio de marras, ¡como se debe!

Lo menciona Silvia, al pasar, aunque deberíamos saberlo de sobra: las occidentales siempre tenemos recetas para ofrecer a las señoras afganas, a las adolescentes mutiladas por la escisión ritual genital, a las señoras indígenas “sometidas por el machismo” y/o a las chicas con velo; seguramente también para las gitanas hay advertencias y pretendidas ayudas desde el feminismo blanco…

Pero, acertadamente, hasta este linde íntimo se nos permite llegar a las payas conmovidas con la obra teatral, que narra una trayectoria de segregación bastante poco conocida, que viene de cinco siglos atrás, de cuando los gitanos llegaron desde la India a Europa.

Así, vemos en el cuerpo de la actriz cómo la literatura –hoy se contarían en este apartado los medios de comunicación– contribuyó a reforzar el estereotipo de las gitanas como mujeres seductoras, mentirosas y ladronas (sin ir más lejos, en novelas ejemplares como La gitanilla, de Miguel de Cervantes). De tal guisa han sido pintadas ellas, las que cuando se volvían irresistibles para un jambo, se merecían la muerte (para no causar más daño a los incautos señores blancos enamorados), como da a entender la moraleja de la sensual Carmen de Prosper Merimé, llevada al escenario de la ópera por Georges Bizet.

También se han merecido que las separasen de otros de su linaje (el “clan”, en los medios blancos), para que no pudiesen engendrar más niños gitanos, según el argumento que se esgrimió para la gran redada de la época de Fernando VI y el marqués de la Ensenada, en el siglo XVIII. Entonces, en unos episodios que hacen doler el alma y el estómago, la comunidad gitana fue segregada por sexos, según teorías que se asemejan a otros bochornos contemporáneos como la amenaza derechista de “la gran sustitución” (hoy vigente en Europa para estigmatizar y poner trabas violentas de todo tipo a árabes y musulmanes).

En el caso de los romaníes, tuvieron que “perder el idioma para conservar la vida”, según razona Silvia Agüero. Y el dolor de estómago del espectador se vuelve más punzante, hasta la arcada. Rechazo frente al propio espejo. Porque el asco está cerca de la impotencia, porque bien sabemos que si de algo no se han librado nunca es del recelo de la población: ellas siguen siendo las ladronas (incluso de niños ajenos) y porque con demasiada frecuencia asistimos en España a frases del tipo “ese barrio/ese colegio está lleno de gitanos”, en boca de alguien de apariencia progresista y declarado antirracista (quizá solo ante algunas razas).

Entonces, el evidente homenaje al No soy tu negro, de James Baldwin, se vuelve tangible, cercano, verdadero hasta la náusea. Dicho en voz, ojos y piel hermosa de mujer que está hasta el c_ñ_ de tantos vientos en contra.

Como si fuera poco, ellas tendrán que soportar al supremacismo blanco 3.0 (tres punto cero) de algunos feminismos y a señores que cuestionan las luchas de género, raciales o identitarias. A propósito, el crítico cultural Mark Fisher le daba muchas vueltas al tema de lo identitario (llamado despectivamente woke) frente a la conciencia de clase. Según Matt Colquhoun, en sus notas sobre el “deseo postcapitalista”, Fisher dejaba claro que “la conciencia de nuestra propia existencia material no es, a pesar de sí misma, inmediatamente autoevidente”. Al contrario, continúa, “la conciencia de nuestro lugar dentro de una estructura de desigualdad –ya sea el capitalismo, el patriarcado o la supremacía blanca– tiene que ser construida; nunca está dada. La mejor forma de construir esa conciencia es mediante la participación de otros que comparten una existencia material similar”.

Celebramos, pues, estas manifestaciones creativas de quienes se van organizando para denunciar el antigitanismo que sufren ellas, pero que también sufrimos como sociedad llena de estigmas, y cimbronazos racistas.

Mientras tanto, en la emocionante puesta de No soy tu gitana al antigitanismo se le tiran un par de maldiciones, no porque surtan efecto, sino para hacer una buena catarsis. Eso es lo que yo misma he aprendido, con lágrimas en los ojos, al salir del Teatro del Barrio.

A ella, a Silvia, la función la deja “renovada”. Dice esto y suspira, tras el gran esfuerzo físico (y emocional) que supone su unipersonal.

Silvia Agüero –integrante del colectivo Pretendemos gitanizar el mundo– seguirá subiéndose al escenario del Teatro del Barrio, como viene haciéndolo desde hace un par de años. No nos viene nada mal mirarnos en el espejo y aprendernos. Las próximas funciones son el 3 (hoy), el 17 y el 31 de mayo.

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