Lección de fotografía: un proyecto íntimo, “la obra de mi vida”

Harvey Keitel en la película ‘Smoke’.

Se está celebrando (hasta finales de septiembre) PHotoESPAÑA 2024 , el mayor festival alrededor del mundo de la fotografía que se programa en nuestro país y que desde Madrid se ha extendido en la actual edición a otras nueve provincias, teniendo este año el movimiento como eje temático. PHotoESPAÑA se ha convertido en un gran escaparate de los trabajos de célebres fotógrafos y fotógrafas, trayectorias notorias y proyectos significativos, aunque mi interés se dirige más hacia aquellos que quedan habitualmente fuera del foco, no por su menor interés o valía, sino porque son, simple y llanamente, invisibles, tal y como lo fueron –al menos originalmente, por su propia voluntad o las circunstancias que les rodearon–Vivian Meier en Estados Unidos o Esteve Lucerón, Gabriel Cualladó, Narcís Darder o Ricard Terré en España.

(A la memoria de Paul Auster, camarógrafo del destino y del azar, de sus casualidades y serendipias).

Voy a volver a tomar como punto de partida una película, Smoke (Wayne Wang, 1995), de la que ya he hablado en un artículo anterior en El Asombrario y en cuyo guión Paul Auster utilizó dos líneas argumentales y temáticas fundamentales, haciéndolas transitar en ocasiones en paralelo o provocando su coincidencia –como si se tratasen de metáforas recíprocas– en otras; estas dos ideas motrices serían, por una parte, la de la paternidad –cuyo origen podríamos encontrarlo en los textos ensayísticos, aunque de corte autobiográfico, que conforman el volumen La invención de la soledad– junto a la de la génesis del proyecto creativo, por la otra.

Entonces mi interés se centró en el cuento de Navidad que Auggie (Harvey Keitel) le narraba a Paul (William Hurt) por el bloqueo creativo de este último ante un encargo por parte del semanario The New Yorker, y que sintetizaba y explicaba perfectamente el valor que tuvo el relato oral como mecanismo transmisor de ficciones y conocimientos antes de transformarse en narración escrita y esta, ocasionalmente, en guión cinematográfico. En este caso, mi interés se fija en otra escena –de tan sólo algo más de cinco minutos de duración y sólo ocho planos, con un pequeño preámbulo y un epílogo– para hablar de esos proyectos creativos –lo de artísticos me tiene un tanto, bueno, bastante, saturado– que, a pesar de su honestidad, profundidad y reflexión íntima, difícilmente verán la luz y mucho menos el reconocimiento público.

La secuencia a la que me refiero tiene nuevamente como protagonistas a Auggie y a Paul, y como en aquella otra es el primero –curiosamente el aficionado, el amateur, el no profesional de la creación– sobre el que pivota la acción –si es que podemos calificarla así dada la quietud y sosiego en que transcurre– donde apenas acontece nada, simplemente el visionado de un álbum fotográfico y una conversación entre amigos, todo ello mostrado por medio de planos fijos y fundidos, acompañados por la melodía cadenciosa de la Fuga nº1 de los 24 Preludios y Fugas de Shostakovich, o bien por el puro y atronador silencio que escuchamos cuando incluso las palabras sobran y el simple gesto de un abrazo lo dice todo.

En ese álbum se encuentran recopiladas unas 4.000 fotografías tomadas una a una, cada día de la semana, durante los últimos 12 años, sin interrupción alguna, haga frío o calor, sol o lluvia, desde el mismo punto de vista y con el mismo objetivo –aunque sólo aparentemente, como podremos ver más adelante–, fotografiar por parte de Auggie el establecimiento de tabacos del que es dueño, el Brooklyn Cigar Company.

Lo primero que llama la atención en esta esta escena es la descripción que Auggie hace de ese material fotográfico; se refiere a él así:“Es mi proyecto; digamos, la obra de mi vida”. Y no se nos pase por alto que lo dice, no en la inauguración de una magna exposición retrospectiva o en una entrevista para un medio especializado, sino en la intimidad de su comedor, junto a un amigo, tomando unas cervezas. Se trata, por tanto, de un proyecto íntimo, personal, casi secreto, alrededor del cual ha elaborado toda una serie de reflexiones, como muy bien puede apreciarse en la conversación que mantiene con Paul durante esos breves instantes; no busca espectadores para su proyecto, sino que se lo muestra al escritor simplemente porque circunstancialmente este ha visto la cámara fotográfica –la primera y única que Auggie ha tenido en su vida– que el estanquero tiene en su establecimiento y cuya adquisición –utilizando un eufemismo– se narra en el cuento de Navidad que Auggie relata a Paul.

A pesar de la, en apariencia, grandilocuencia de ese “es mi proyecto; digamos, la obra de mi vida”, en ningún momento Auggie tiene la tentación de calificarlo de creativo o de referirse a su obra como arte; se trata de un proyecto que surge en el entorno más inmediato y cotidiano de su autor –aunque tal vez sería más correcto emplear el concepto de artífice, un término tan querido a Guillermo Pérez Villalta para referirse a su propia actividad–, pero que sobrepasa esa normalidad haciendo que cada imagen trascienda su aparente similitud –“son todas iguales”, en palabras de Paul– para hacerla única. Y ello es así ya que el protagonismo de cada imagen no recae en el establecimiento de tabacos del que es dueño Auggie, que queda convertido en mera escenografía o telón de fondo, y se centra en la gente que casualmente se cruza cada mañana ante la lente de su Canon AE-1 SLR de 35mm., levantando una especie de acta notarial de lo que acontece cada día, a esa misma hora, y en ese rincón concreto del mundo –o para ser más precisos, esquina– siempre igual y siempre diferente. La vida que fluye en movimiento –recordemos, eje temático de PHE24– y que queda reflejada, o mejor dicho capturada, en pequeñas cartulinas y que Wayne Wang nos muestra mediante fundidos y que muy bien podría entenderse como una forma de significar a la fotografía como el antecedente natural, lógico y necesario del cinematógrafo –el movimiento en el cine lo es en realidad ilusorio, logrado por la concatenación de imágenes fijas–, de igual manera que el relato oral que hace Auggie sería el antecedente del relato escrito, encarnado en Paul, y este a su vez el precedente del guión del cortometraje que cierra la película Smoke, en un juego de espejos metaliterario tan del estilo austeriano.

Se trata por tanto de un proyecto abierto, al más puro estilo del work in progress, con una fecha concreta de comienzo pero sin un final determinado –que sólo las circunstancias fijará–, un proyecto que nos puede recordar, aunque con una cadencia temporal distinta, al The Brown Sisters, de Nicholas Nixon, que le llevó a fotografiar durante cuatro decenios, a razón de una única fotografía por año, a su esposa Bebe junto a sus tres hermanas.

Un par de apuntes más sobre el proyecto de Auggie

En un momento dado, el estanquero le hace ver al escritor que está contemplando las fotografías demasiado deprisa, sin prestar la atención necesaria que cada imagen se merece, seguramente movido por esa similitud aparente que este dice percibir entre ellas y que me lleva a recordar lo que no me canso de identificar como uno de los males de nuestra sociedad, esto es, la velocidad. Según Milan Kundera, esta nos condena necesariamente al olvido, y sólo la lentitud, la pausa y el sosiego crean el entorno y las circunstancias para que el recuerdo tenga cabida en nuestra existencia; la velocidad supondría, en definitiva, ver sin mirar, y, así, la instantaneidad vertiginosa de la captura de la realidad a la que nos induce el uso compulsivo de la cámara del móvil o el visionado precipitado de imágenes, ya sean fijas o en movimiento, nos abocaría, no ya al olvido, sino incluso a la no aprehensión del momento presente.

Como fruto de ese consejo por parte de Auggie para que Paul ralentice la contemplación de las fotografías –y como demostración palpable de que la lentitud tiene su recompensa–, este encuentra en una de ellas la imagen de su esposa fallecida poco después de ser tomada dicha instantánea, convirtiéndose dicha contemplación en el detonante del recuerdo, aunque este sea doloroso.

Así, para que una fotografía tome verdadero sentido –como por otra parte sucede con cualquier otro producto de un acto creativo– han de sumarse y superponerse dos tiempos, el del creador y el del observador; sin la mirada atenta de este, el fruto del trabajo de aquel queda convertido en materia inerte.

La problemática de la velocidad enlaza perfectamente con la temática elegida por PHotoESPAÑA en su actual edición, el movimiento, y nos lleva a preguntarnos si la fotografía, en especial de temática documental o testimonial, la más cercana al acontecimiento, la más próxima al suceso, representa la congelación, el detenimiento de ese movimiento o bien la creación de un instante convertido en eterno, suspendido en el tiempo y que sólo necesita de ese espectador lento para su activación significativa.

Por último, al menos en lo que respecta al proyecto de Auggie, un detalle, creo que interesante, o al menos curioso. Lo que podríamos percibir únicamente como un trabajo documental, crónica visual de la actividad urbana a primeras horas de la mañana en una calle neoyorquina, podría contemplarse también, sin embargo, como un auténtico autorretrato de su autor –perdón, artífice–. Y no sólo porque el foco visual de cada una de las imágenes se centre, como elemento inmutable y constante de cada una de las 4.000 fotografías que lo componen, en el negocio de venta de tabaco creado por él mismo, y por tanto materialización simbólica de su empeño y esfuerzo, y proyección de sus sueños; si nos fijamos bien, la entrada al local no se encuentra en ninguna de sus dos fachadas que lo delimitan, sino en la esquina achaflanada donde ambas confluyen, lo que propiciaría, gracias a una especie de serendipia perspectiva –digna de la mejor geometría, no euclidiana, sino billarística– que Auggie, con su eterno cigarrillo, quedase reflejado cada mañana en la puerta acristalada de su estanco, acompañado siempre por su cámara y el trípode sobre el que esta descansa.

Para terminar, y volviendo al asunto que planteaba al comienzo de este artículo, el de los autores y autoras invisibles, me gustaría plantear algunas reflexiones, algunas preguntas, aunque sin ofrecer contestación, no porque no tengan respuesta, sino porque prefiero pensar en unos lectores o lectoras cómplices, que lean y mediten, miren y vean, piensen y discrepen, cuestionen, y que sean ellos y ellas los que finalmente den sentido, con sus opiniones, a lo que aquí planteo.

Por ejemplo, esa no búsqueda de espectador por parte de Auggie para su trabajo fotográfico puede llevarnos a cuestionarnos –de igual manera que se preguntaba el filósofo George Berkeley: “¿Hace ruido un árbol al caer si nadie está ahí para escucharlo?”– si una obra de arte, de creación, o como queramos llamarla, necesita de un observador, de un espectador, de un lector para que tenga entidad como tal o su mera existencia se justifica en sí misma. Incluso, yendo más allá: ¿Es necesaria la existencia de un creador consciente y premeditado para que la obra exista o esta puede surgir de forma espontánea y autónoma quedando su existencia supeditada y justificada por el descubrimiento y la mirada de un observador atento?

En definitiva, ¿tiene sentido la creación sin espectador?, ¿y el arte sin autor?

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