10 películas imprescindibles de los directores que cambiaron la tele por el cine

Un fotograma de ‘Doce hombres sin piedad’ de Sidney Lumet.

La ‘generación de la televisión’, a la que la Filmoteca Española está dedicando un amplio ciclo, abarca a Delbert Mann, Sidney Lumet, Martin Ritt, John Frankenheimer, Stuart Rosenberg, Arthur Penn, Robert Altman, Blake Edwards y al más relevante: Sam Peckinpah. De ellos os seleccionamos hoy diez películas representativas, populares o insólitas.

A principios de la década de los 50, el sistema cinematográfico de grandes estudios de Hollywood empezó a descomponerse. Ni los paliativos (cinemascope, 3D) detuvieron la fuga de espectadores hacia un nuevo medio, la televisión. Paradójicamente, Hollywood halló en él una compensación. Vendió fondos de películas a las nuevas cadenas y atrajo desde Nueva York a directores que durante esos años aprendieron el oficio en series y telefilmes, y desarrollaron la destreza de trabajar rápido y eficazmente. Con ellos llevaban nuevos temas sociales, cotidianos, políticos; liberales en el sentido izquierdista que se le da al término en Estados Unidos.

La conocida como generación de la televisión no es una generación en sentido estricto. A sus componentes los unieron el origen profesional y las edades. Nacidos entre 1920 y 1930, cada uno de ellos, sin embargo, encauzó su carrera por su propia vía; en conjunto, sus trayectorias fueron erráticas, irregulares. El esplendor que proporcionaba Hollywood lo ganaron sus sucesores de la década de los 70, los toros salvajes del Nuevo Cine Americano, de manera que a gran parte de aquellos directores se les recuerda más por determinadas películas que por el conjunto de su obra. Una nómina esencial incluiría a Delbert Mann, Sidney Lumet, Martin Ritt, John Frankenheimer, Stuart Rosenberg, Arthur Penn, Robert Altman, Blake Edwards y al más relevante: Sam Peckinpah.

Aquí va nuestra selección de 10 películas.

‘Doce hombres sin piedad’. 1957. Sidney Lumet

Las resonancias polisémicas del guion de Doce hombres sin piedad permitirían una defensa razonada del jurado como institución, pero también un alegato en su contra si se piensa en que un hombre solo es capaz de manipular a otros once para que modifiquen su veredicto. Sobre el cañamazo de las dudas acerca de si un joven mató o no a su padre, la película avanza sostenida en una estructura de muñecas rusas, de giros inesperados, climáticos que encauzan el relato a su resolución como en una cuenta atrás. Cuando alcanza las últimas palabras, uno se convence de que la manipulación era la demostración de un razonamiento, que ha hecho aflorar los motivos subyacentes en los que cada jurado sostiene su opinión, de manera que esta solo es admisible si está fundamentada. En definitiva, un ejercicio mayéutico que Sidney Lumet dirige admirablemente.

‘Mesas separadas’. 1958. Delbert Mann

Anclados en un hotel inglés de provincias, los personajes heridos de Mesas separadas han alcanzado cierta conformidad en sus vidas. Desayunan, comen y cenan, cada uno en su mesa, una isla desde donde tratan a distancia con los demás. El resto del tiempo puede decirse que vagan sin otro propósito que la resistencia. El dramaturgo inglés Terence Rattigan adaptó su propia obra de teatro, que Delbert Mann, el cineasta que abrió en 1955 el trasvase de directores de televisión a Hollywood con Marty, compone con contención. Todo el lastre emocional de la película lo descargan sus actores (Burt Lancaster, Rita Hayworth, David Niven, Wendy Hiller). Sus imponentes talentos revelan en imágenes lo que dicen en palabras: la parálisis existencial, los secretos, las impotencias y, excepcionalmente, las rebeldías.

‘Matar a un ruiseñor’. 1962. Robert Mulligan

He aquí una infancia en dos momentos; uno social: el juicio a un hombre negro acusado de violar a una mujer, y otro poético: la presencia de un ser, el ruiseñor del título, que se manifiesta al final de la película. Desde el arranque de Matar a un ruiseñor, toda ella se dirige hacia esa visión. Ambos acontecimientos se entreveran en los dos veranos que dura la historia en un pueblo azotado por la gran depresión de los años 30, evocada por una mujer. Su padre idealista (Gregory Peck) defiende al acusado de violación, mientras ella y su hermano mayor, huérfanos de madre, crecen observando el mundo alrededor. En su centro, una casa cercana esconde a alguien que nunca ven (un discapacitado síquico interpretado por Robert Duvall) e imaginan cómo un ser monstruoso es, sin embargo, un ángel que, en la sombra, los observa, los protege. Cruzando la experiencia externa (el proceso judicial, el racismo) y la interna (el modo en que un niño vive en un mundo propio hecho de retazos del real), Robert Mulligan indaga en la infancia como un pasaje fundado en el afecto, la revelación y el conocimiento.

‘El milagro de Ana Sullivan’. 1962. Arthur Penn

Arthur Penn dirigió, por este orden, el telefilme (1957), la obra de teatro (1959) y la película (1962). Penn impuso a la productora United Artists que él tendría el control absoluto de la película, que Anne Bancroft la protagonizaría y que se rodaría en Nueva York. Se lamentaba Penn en una entrevista de que no había aprovechado todo el potencial cinematográfico del relato y se había excedido en el peso que daba al texto teatral. En parte es cierto; pero los grandes logros de la película son puramente cinematográficos: su iluminación expresionista, sus primeros planos significativamente insertos en nudos de la historia y, sobre todo, su final, cuando de la sorda y ciega Helen Keller emerge, como un geiser, la comprensión de lo que su profesora, Ana Sullivan, ha tratado de enseñarle: un lenguaje con el que puede ver y entender el mundo.

‘El espía que surgió del frío’. 1965. Martin Ritt

Para preservarnos, a veces “tenemos que hacer cosas perversas, muy perversas”, le dice el jefe de los espías británicos a su empleado Alec Leamas (Richard Burton). Y esto es lo que la película narra. Una operación secreta “perversa” para proteger a un espía occidental infiltrado tras el telón de acero durante la Guerra Fría. Burton, Martin Ritt y Sol Kaplan (autor de la banda sonora) ejecutan, como en un trío de jazz, la melodía gris de este filme sobre las apariencias, las simulaciones, donde el amor, un amor carente de dicha, redime, trágicamente, las concesiones que los intereses (estratégicos, políticos) imponen sobre los individuos. Ni antes ni después logró su director la sobriedad narrativa, la belleza melancólica que contienen las imágenes de este relato basado en una de las grandes novelas de John Le Carré.

‘Plan diabólico’. 1967. John Frankenheimer

La más extraña entre esta nómina reducida de películas no resulta tan extraña, sin embargo, si uno atiende a los primeros filmes de su director, John Frankenheimer (El ministerio del miedo, Siete días de mayo). Su sustrato conspirativo encaja con el argumento a medias terrorífico a medias científico de Plan diabólico: una empresa transforma, mediante la cirugía estética, a hombres de vidas truncadas en superhombres exitosos. Rock Hudson interpreta a uno de esos superhombres, los renacidos, que, a diferencia de los demás, renuncia a las aparentes virtudes del triunfo. “Yo no he tenido sueños”, dice. Y rechaza los sueños impuestos por un ente cuyos motivos no son altruistas sino especulativos: debe aumentar, sumando renacidos a su cuenta, los beneficios de los socios que lo financian. Esta soterrada crítica del capitalismo (a su materialismo, a la ficción de una vida nueva) está rodada por Frankenheimer como una pesadilla sin fin.

‘La leyenda del indomable’. 1967. Stuart Rosenberg

“No os alimentéis de mí”, les grita el indomable Paul Newman a sus colegas presos lobotomizados por los jerarcas de la penitenciaria a campo abierto en la que cumplen sus condenas. Han soterrado el impulso de huir, de amotinarse y proyectan sobre Newman sus sueños de hombres libres, incapaces de vivirlos por sí mismos. El indomable escapa una y otra vez. Y una y otra vez lo devuelven al barracón donde conviven los presos. Aún en 1967, Stuart Rosenberg idealiza la camaradería penitenciaria; pero es cierto que no cede en la consideración del coste de la libertad si uno se entrega a ella con convicción e inconsciencia, como un toro que se crece en el castigo.

‘Mash’. 1970. Robert Altman

Cómo molesta hoy Mash. Resulta inconcebible imaginarse una sátira similar si se piensa en una película sobre la guerra de Rusia contra Ucrania dirigida por un director ruso. Pero también si piensa en los géneros: hombres, mujeres; o en la religión, en los gays, en las profesiones (cualquiera de las que reivindican airadas una justa recompensa a sus esfuerzos: camioneros, agricultores, enfermeras, limpiadoras, taxistas), en las psicologías (impotentes, fanáticas, traumatizadas). O si se piensa siquiera en los géneros gramaticales. Mash toma como médium la profesión médica para esperpentizar la guerra de Vietnam. Aunque la situó en la de Corea, cuando se estrenó nadie pensó en los soldados muertos de Corea, sino en los que iban devolviendo incesantes en sacos negros desde Vietnam. El campamento sanitario cercano al frente donde transcurre la película es como un ventrílocuo que manipula Robert Altman para convocar esos géneros, cuyas voces fanáticas, heterodoxas, burlescas, sardónicas, sacrílegas contestan al idealismo norteamericano de algunas de las primerizas películas de la Generación de la Televisión.

‘Quiero la cabeza de Alfredo García’. 1974. Sam Peckinpah

Las primeras secuencias de la película parecen anunciar un western (mexicanos vestidos como en el siglo XIX, portando rifles, a caballo); pero enseguida irrumpen motocicletas, coches y un avión que despega. El tiempo es el de 1974, y sin embargo, las imágenes que vienen a continuación manifiestan ciertos códigos del western (de un western antinostálgico): la violencia, la ausencia de reglas, la venganza, una trayectoria. Sam Peckinpah volvía a rodar a México después de Pat Garrett y Billy el Niño. A un México fuera del tiempo, primitivo, donde sus personajes gringos acaban sus vidas. La biografía del protagonista de Quiero la cabeza de Alfredo García, pianista en un bar donde se emborracha y canta para los turistas, parece cumplida. Solo la promesa de un dinero, a cambio de entregar la cabeza de un hombre que ha dejado embarazada a la hija de un cacique, remueve los rescoldos de su futuro agonizante. Pero si alguien espera su cumplimiento, que abandone toda esperanza. En el cine de Peckinpah la muerte es la estación término.

‘El regreso de la pantera rosa’. 1975. Blake Edwards

A mediados de los 70, la Generación de la Televisión ha sido desplazada completamente por los toros salvajes del Nuevo Cine Americano (Coppola, Cimino, Spielberg, Scorsese…). Salvo excepciones, ya han hecho sus grandes películas, Blake Edwards entre ellos. En 1975 rodó la segunda entrega de la serie dedicada al robo de la Pantera Rosa, un enorme diamante que funciona, como en Hitchcock, como un mcguffin, una excusa para desarrollar una sucesión de gags deudores del cine mudo y de sus personajes. El del inspector Clouseau (Peter Sellers) muestra las características de aquellos: su identificación por el vestuario y por su limitada personalidad entre hierática y expansiva. Puede invocarse a Keaton, a Chaplin, a Lewis o al Michel Simon de Boudu, la película de Renoir; pero no hace falta. Aún mueven a la risa los desastres que provoca su mera presencia.

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