100 años de Kafka: el cine que vio y el cine que inspiró
“He ido al cine. He llorado”, anota Franz Kafka en su diario a mediados de la segunda década del pasado siglo. Aunque en otro momento confiesa que va “muy rara vez al cinematógrafo”, estaba al tanto de los estrenos. Como le escribió a uno de sus corresponsales, se sabía de memoria las carteleras que se publicaban en los diarios de Praga, su ciudad. ¿Cómo habría encajado que sus propias novelas y cuentos, visiones de un mundo arbitrario, abusivo, sin esperanza, fueran alterados, figurados de una forma que él, espectador de imágenes mudas, no llegaría a ver? Se desconoce si se expresó en algún momento sobre esta posibilidad. Cuando se cumple el centenario de su muerte exploramos esta vía cinematográfica de Kafka y algunas de las adaptaciones hechas de sus ficciones.
A la altura de 1908, Kafka es aún un escritor inédito. Tiene 25 años y trabaja en una firma de seguros de Praga. Reparte su ocio entre los cafés, los burdeles, el cabaret y los cines. En esos grandes edificios como palacios que se están abriendo en la capital de Bohemia, sustituyendo a los teatros, ve El soldado galante, El gendarme sediento, que le hace reír, La esclava blanca. Cuando viaja a París de vacaciones en 1911 con su amigo y futuro albacea Max Brod, una película sobre el reciente robo de la Mona Lisa del Museo del Louvre atrae a los espectadores. También a ellos. En su diario, en sus cartas va dejando constancia de este nuevo fenómeno aún incipiente del cine. Las anotaciones son escuetas. A veces cita el título de la película, a veces apunta una palabra con la que la identifica.
Kafka, como sus amigos, se deja llevar físicamente por las impresiones de la pantalla, se da cuenta de las imperfecciones, de la trivialidad de las historias, de su sensacionalismo. A veces, se cuela en una de las sesiones diarias “para olvidar”, afirma Hanns Zischler en su ensayo Kafka va al cine. A veces utiliza los filmes “como un catalizador” del desplazamiento de sus emociones.
De la veintena de películas que Zischler asocia a Kafka, bien porque este las vio, bien porque tuvo noticia de ellas, apenas ha sobrevivido alguna en la memoria colectiva. Yacen en filmotecas, en archivos, en la letra menuda de compendios bibliográficos como signos de un arte que aún no había recibido esta bendición.
Resulta arduo que alguien revea Theodor Köner, una ficción sobre un dramaturgo alemán nacionalista y militar a caballo entre el siglo XVIII y el XIX, “sentimental y sensacionalista”, según la califica Zischler, y que Kafka vio el 25 de septiembre de 1912. O El otro, sobre un fiscal que durante su vida nocturna se transforma en ladrón, y que a Kafka le pareció “miserable”. O Regreso a Sión, una de las últimas películas sobre la que hizo un apunte en sus diarios, en 1921: “Por la tarde, película de Palestina”. Era un documental propagandístico sobre la vida cotidiana de la construcción de la Palestina judía y el trabajo de los pioneros.
Entre esta hojarasca fílmica que Kafka asimiló indiscriminadamente, como hizo, según recuerda su biógrafo Reiner Stach, con la literatura que leía, perdura, sin embargo, una de las películas más famosas de la época muda. El escritor vivía entonces, a principios de 1924, en Berlín con Dora Diamant, su última compañera. Le quedaban pocos meses de vida y en una carta dirigida a su hermana Elli le contó que El chico, de Charles Chaplin, se exhibía en los cines berlineses. “Hace meses que la pasan aquí”, le escribió. Pero no hay constancia de que llegara a verla.
Una treintena de adaptaciones
Quizá, como llegó a decirse del teatro de Valle Inclán, la literatura de Kafka es irrepresentable en el cine. O quizá lo irrepresentable es la gran literatura. Es difícil dar con alguna película memorable basada en una de esas novelas canónicas por las que pasa todo lector (ni Moby Dick, ni Guerra y Paz, ni El Quijote; ni Faulkner, ni García Márquez, ni Proust, ni Rulfo, ni Homero…). Nada indeleble y sí experimentos fallidos, tanteos voluntariosos, pretensiones frustradas, vislumbres parciales, como con Kafka. Su apellido y su derivación en adjetivo propio, kafkiano, fue filtrándose lenta, pero poderosamente en el consciente colectivo, de modo que su llegada al cine fue tardía. Había muerto en 1924 y las primeras producciones datan de finales de los años 50, cuando ya las ediciones de sus obras, las traducciones y los estudios académicos habían configurado el reconocible mundo Kafka.
El goteo es escaso, pero persistente, a partir de entonces. En torno a una treintena de producciones entre largometrajes, cortometrajes y filmes de dibujos animados, lo esencial de su literatura: sus novelas, la completa (La metamorfosis) y las inconclusas (El proceso, El castillo y América); y los relatos En la colonia penitenciaria, Informe para una academia, Un médico rural, Los esposos, Chacales y árabes, Un artista del hambre, Ante la ley y Fratricidio.
De todas ellas, ninguna más cercana a lo kafkiano que El proceso de Orson Welles. El filme le tocó al cineasta por azar. Le llamaron unos productores rusos, los hermanos Salkind, interesados en hacer con él una película, y le presentaron un listado de obras literarias para adaptar. Según la biógrafa de Welles, Barbara Leaming, lo único que pudo escoger el director fue El proceso. “Pero nunca la habría elegido voluntariamente”, le dijo a Leaming.
Hoy parece una película truncada, sometida a tensiones entre los diálogos y potentes e inolvidables imágenes. Fatiga al principio, por la verborrea de las conversaciones que mantiene el acusado Joseph K. de un delito que desconoce con los policías que le detienen y con una mujer que vive en la misma pensión que él. Cuando desciende el caudal de palabras, se imponen algunas de las mejores imágenes que rodó Welles: la inmensa oficina plagada de burócratas, la atestada sala del tribunal donde comparece K., la laberíntica vivienda del abogado al que pide asesoramiento, el pasillo de madera por el que huye K. acosado por una multitud de niños… Es en esta trasposición del universo de callejones sin salida, de esperas inacabadas, de incertidumbres sobre una vida de la que el individuo ha perdido el control y está en manos de una burocracia inhumana donde se ha expresado más imaginativamente en el cine lo kafkiano.
Si Welles entendía El proceso como un sueño, o una pesadilla, el director chileno Raúl Ruiz traslada esta conclusión a La colonia penal (1970), basada en un relato donde Kafka narra, al contrario, sin un ápice de fantasía o de onirismo, la experiencia de un viajero en unas dependencias carcelarias de un país innominado y la tortura a que someten a los condenados a muerte con un aparato que se clava en sus cuerpos y los desangra.
Ruiz toma de Kafka lo absurdo, las ráfagas de negrura de sus ficciones, el antisentimentalismo y lo pasa por un tamiz latinoamericano: su país bien puede ser una de esas repúblicas corruptas, policiales, torturadoras de aquella época. Allí se habla una lengua desconocida (inventada para la película, como la neolengua de La naranja mecánica) y el testigo es una indolente y a rebatos airada periodista que quiere documentar la actualidad de la penitenciaría. Como en un sueño, todo discurre de un modo lógico e ilógico, alternadamente, por un propósito de denuncia política, en la que queda implícito, según la visión de Ruiz, la connivencia de las grandes agencias informativas con la corrupción y la violencia en Latinoamérica.
Más interés tiene Informe para una academia (1975), no por la visión fílmica de Carles Mira, al que el actor José Luis Gómez encargó esta versión televisiva de la obra de Kafka, sino por la exuberante interpretación de Gómez, un joven actor entonces, recién regresado de Alemania en 1971, donde se formó, y cuyo primer montaje teatral español fue precisamente Informe para una academia.
El simiesco personaje, que ha adquirido adultez humana conservando los rasgos de su origen (pelo, cuerpo combado, movimientos) y pronuncia un discurso sobre su vida ante unos académicos, lo encarna Gómez con un gran dominio físico y verbal. Sus palabras según el biógrafo de Kafka Reiner Stach, trazan –bien una parábola sobre la naturaleza y la civilización, bien denuncia de la educación burguesa– una metáfora sobre la adaptación y autoalienación judías.
El agente de la crueldad en el cine Michael Haneke adaptó en 1997 para la televisión El castillo, la última novela que Kafka escribió y que, de nuevo, dejó sin terminar. Otra parábola burocrática como El proceso, en la que un personaje que se llama como el protagonista de aquella novela (Joseph K.) llega a una aldea contratado como agrimensor. Pero nunca llegará a trabajar. Espera permisos, indicaciones de sus contratistas, alojados en el castillo, desde donde rigen las vidas aburridas, brutas, frías de los habitantes de la aldea.
Haneke traspone a Kafka en unas imágenes pobres, rutinarias. Comprime las 300 páginas de texto en unas dos horas, y siguiendo la trama onírica de la novela rehúye cualquier tentación wellesiana, es decir, imaginar por sí mismo la representación de lo kafkiano.
La incitación a imbricar autobiografía y literatura en Kafka es grande. Es él el acusado de El proceso, el agrimensor de El castillo y, naturalmente, el insecto de La metamorfosis (él, la anomalía de su familia, burguesa, respetable). Entre la decena de versiones realizadas desde los años 60, sobresale la que dirigió el ruso Valeri Fokin en 2002.
Frente a la posibilidad tecnológica de representar con efectos especiales verosímiles al Gregor Samsa que una mañana despierta convertido en un insecto, Fokin opta por una solución teatral, como la de José Luis Gómez en Informe para una academia: el actor Yevgeny Mironov interpreta al animal, sin maquillaje, y lo mueve solo con el físico, la gestualidad y la voz. Esta transformación que sucede ante los ojos del espectador la filma Fokin con un tono grotesco, insertando imágenes oníricas ausentes en la novela de Kafka que elevan el tono inquietante del relato.
De David Copperfield extrajo Kafka la inspiración para El desaparecido, un relato de iniciación protagonizado por un joven, Karl Rossman (de nuevo la K inicial), que viaja de Europa a Estados Unidos para evitar el escándalo familiar después de dejar embarazada a una joven. “Pura imitación de Dickens”, escribió en su diario de esta novela. Jean-Marie Straub y Danièle Huillet lo titularon Relaciones de clases (1984). Comparado con El proceso, parece un contra-Welles: cotidiano, realista, contemporáneo, según señaló Straub en un encuentro con el público antes de una proyección del filme. Un ejemplo de anti-espectáculo. Sus interpretaciones se rigen por la ausencia de inflexión, de emoción en las voces, como si los personajes recitaran textos sin alma.
Esta versión trata, como indica su título, de las relaciones de clase. “Todos están atrapados en su clase”, dijo Straub ante esa audiencia. Rossman lo sufre de la gente con la que se cruza en su periplo americano: adinerados, pícaros que lo engañan y lo explotan, jefes que lo echan del trabajo, donde aprende de la experiencia de otros empleados, también maltratados, mal pagados… hasta que el anuncio de un circo le abre un hueco al futuro. Esta promesa, que Straub y Huillet simbolizan en un tren que avanza sin desmayo junto a la orilla de un río, también cabe admitirla, junto a los ominosos acentos de sus obras más recordadas, en la categoría indeleble de lo kafkiano.
No hay comentarios