Pilar Pequeño: el arte de dejarte atrapado en unas ciruelas o una acelga
Visitamos la exposición ‘Naturaleza muertas’, que recorre tres décadas de fotografías de Pilar Pequeño, que acaba de recibir el premio Bartolomé Ros dentro de PhotoEspaña. Una artista que ha sabido como pocos dejarnos atrapados en la belleza intemporal de una acelga, unas ciruelas, una rosa silvestre o unos membrillos sumergidos en agua.
Pilar Pequeño lleva muchos años haciendo eso tan difícil que es perseguir la belleza y atraparla, dejarla detenida en el tiempo. Para entregárnosla. Limpia. Con sencillez y elegancia. Al modo de Zurbarán. Fotografías que han adquirido la textura del óleo o del dibujo a grafito. Décadas en lo que incluso es más complicado: hacerlo sin darle importancia, con la seguridad en su mirada de que sus frutas y flores aguantan cualquier racha de zafia cotidianidad y premura.
Visito su exposición retrospectiva en Marita Segovia, esa galería-anticuario de Madrid que es un laberinto de fantasías artísticas, junto a las esculturas vegetales híper-realistas de Rafael Muyor. Nos acompaña una buena amiga suya, la periodista, fotógrafa y escritora María Ángeles Sánchez, que me cuenta una anécdota sobre Pilar Pequeño (Madrid, 1944) que indica bien que la importancia no se la da, sino que la tiene sin desplegarla, por el poso que deja su obra: “A la pregunta de en qué andas ahora Pilar, ella me contestó: Nada, aquí liada con los agapantos”.
De ella ha escrito el cineasta, editor y comisario artístico Luis Revenga en uno de los libros PhotoBolsillo que le ha dedicado La Fábrica: “Pilar Pequeño provoca con sutil sabiduría y humildad nuestra posibilidad y capacidad de atravesar espejos. Sus revelaciones, como el haiku japonés, son siempre intensas: en sus fotografías, como en La Anunciación de Fra Angélico, prevalece el hermosísimo y luminoso haz de luz, repentino, impactante, que nos amplía. Y así, foto a foto, día a día, secuencia a secuencia, aprendemos lo que ella previamente aprehende”.
La luz, sí, la luz. Ella, que quiso estudiar Bellas Artes y sus padres no la dejaron por el discurso de siempre, ese de buscar salidas profesionales más prácticas y rentables, y que se apuntó a Biología, pues la Botánica ya le tiraba, pero pronto lo dejó y con el tiempo, aunque nunca dejó de dibujar, se sumergió de nuevo en el mundo vegetal a través de la fotografía. Porque es luz.
¿Por qué optaste por la fotografía en vez de seguir dibujando y pintando, Pilar?
“Porque lo que quería era trabajar con la luz. Y la fotografía es trabajar con luz”.
La línea del horizonte
En esa búsqueda de la belleza de la luz, muy a lo Antonio López, en la que tanto le ha acompañado su pareja de toda la vida, Pepe, se detuvo en espacios de soledad, a lo Edward Hopper, y sobre todo en las flores y en las frutas, formando bodegones que desprenden serenidad, a lo Zurbarán. Así, si nos fijamos en las 27 obras de la exposición en Marita Segovia, en la mayoría apreciamos esa línea horizontal, que es la línea del horizonte que da estabilidad a las composiciones y así nos la transmite, nos entrega armonía. Bodegones que son horizonte.
De ella ha escrito Rosa Olivares, otro nombre imprescindible en la edición, crítica y comisariado de fotografía en nuestro país: “El trabajo de Pilar Pequeño pertenece a ese grupo de obras silenciosas que se generan en un laboratorio privado, aislado, y donde hay muy pocos elementos de trabajo. Prácticamente la mirada de la artista es la herramienta central y, naturalmente, lo que ella observa y aísla de la naturaleza que observa. Y la luz. Es, en este sentido, una fotografía clásica, primaria, pues hace de la luz y de sus posibilidades, de su enfrentamiento con los cuerpos reales, con la dureza de las formas, un mundo de matices, de tonos y de susurros visuales que conforman el eje de su trabajo”.
Y sí, no resulta difícil imaginar a Pilar absorta en su trabajo en su estudio, en sus casas, cubierta con una tela negra al modo de los primeros fotógrafos, centrada en ese detalle de cómo la luz se refleja en el agua con burbujitas de una copa de cristal y traspasa el pétalo jaspeado de un clavel rosa. Ajena al mundo y al tiempo. Ensimismada en la belleza para atraparla y transmitírnosla servida sobre un plato de plata o un mantel blanco.
De Quijote al Museo del Prado
Ensimismada no sólo cuando está fotografiando sus bodegones, sino también cuando recorre el campo buscando el poder frágil de esa flor, esa umbela, que le va a servir para su próxima toma; o recorriendo anticuarios en busca de una lechera o un plato de estaño; o rebuscando en las tiendas de textiles ese mantel de lino ahuesado que sirva de manto sacralizado a su bodegón… Incluso cuando recorremos ahora su exposición y nos cuenta los primeros retratos de flores en blanco y negro de comienzos de los 90; cómo pasó del analógico al digital; cómo del blanco y negro al color; cómo comenzó a sumergir hojas de ginkgo y membrillos en el agua porque la luz reflejada en la superficie acuosa y en los amarillos le hipnotizaban y nos hipnotizan; cómo fue su serie para el Quijote y cómo su serie para el homenaje al Museo del Prado el año pasado, en compañía de otros grandes de la fotografía como José Manuel Ballester, Isabel Muñoz, Pierre Gonnord, Alberto García Alix.
En su trayectoria no hay alharacas, sino albahaca. No hay ruido ni retorcimientos, sino sencillas flores de geranio rojo. “La primera foto que vendí fue en 1982, de las Alpujarras”. Y de la soledad del paisaje pasó a las naturalezas quietas en una habitación, y de ahí, fue cerrando cada vez más el foco, más y más, hasta a veces quedarse absorta, sumergida, en una gota de agua en el pétalo de una rosa silvestre medio marchita.
Escribió María Ángeles Sánchez –precisamente María Ángels Sánchez que hoy nos acompaña en este paseo por Naturalezas Muertas, desacertado título, para mis sentidos, pues aunque rememore una tradición de bodegones de nuestros clásicos, la naturaleza nunca puede estar muerta, sino que se transforma, se reinventa, ¿no habría sido mejor algo como Naturaleza y Luz?– en el libro que publicó Lunwerg sobre Pilar Pequeño en 2010: “Tiene –su fotografía, ella– el poder germinador de la tierra. En sus manos, agapantos, lisianthus, acelgas, membrillos, nardos, iris, azucenas, alhelíes, tulipanes, zinnias, peonías; pero también umbelas, euphorbias y otras flores silvestres, hojas de eucalipto, chopo o arce, renacen, se reconvierten, adquieren una nueva vida. Y es la fotógrafa quien, experimentada partera, extrae lo mejor de sus criaturas y las conduce con mano sabia desde el líquido amniótico, desde el limbo de la naturaleza, a una existencia que se adivina eterna”.
¿Veis como no están muertas?
“Así”, sigue María Ángeles, “es la fotografía: un eficaz instrumento contra la muerte que supone el olvido”.
Y me dice ahora, en esta mañana de junio de cambios en Madrid, cómo el plato de bronce con una acelga es una de sus imágenes favoritas. La humildad de la acelga o de unas simples mondas de patata hechas intemporales. “Esto prueba que no existe objeto artístico en sí, sino miradas”
Lo que va de ayer a hoy
De esta partera ha dicho el escritor Andrés Ibáñez: “Apariencia y realidad. Flores y tiempo. Comentario a la letrilla gongorina ‘Aprended, flores, en mí, lo que va de ayer a hoy’. La búsqueda de la sencillez conduce al palacio de la complejidad. Descubriendo la complejidad como atributo de la sencillez. Complejidad de las flores. Complejidad del reflejo. Teorías de reflejo y verdad, de poesía y verdad, de apariencia y transformación de la apariencia. Cálculos matemáticos de la refracción de la luz. La complejidad como lo opuesto a lo complicado. Flores sumergidas. Mundos sumergidos. Burbujas. Esferas. Millones de mundos. Planetas, estrellas, constelaciones. Todo dentro de un jarrón. El universo dentro de un vaso de agua”.
Paseamos entre la grandeza de las acelgas y los nardos, y no es difícil imaginarse a Pilar Pequeño en su casa de Polop (Alicante), ausente, más ahora que los sonidos y ruidos del exterior le llegan muy apaciguados, concentrada en el haz de luz que atraviesa un agapanto.
‘Naturalezas Muertas’. PhotoEspaña 2019. En la galería Marita Segovia, Madrid. Hasta el 27 de julio.
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