Una visita al estudio de Antonio López (con Gato), 20 años después
Veinte años después del primer retrato a Antonio López, la autora regresa al estudio del pintor. Y esto es lo que ha encontrado, lo que ha visto, entrevisto, lo que sobre todo ha contemplado y lo que ha recordado.
Que un gato se llame Gato es hacerle profundo, pensé. Quizás es tan especial que no necesite otro nombre, o simplemente …: «Se llama Gato. Así le llama”, me dice el conserje mientras espero a las puertas de un edificio al norte de Madrid.
Mi padre un día ordenaba una bolsa de ropa vieja en su garaje y a la vez que estiraba las prendas decía en alto: “Camiseta de Vicky, pantalones, camisa, camiseta de Vic…”. Era tan obvio que hacía entrañable la camiseta o los pantalones, como cercanas me parecieron las zapatillas, a cuadros de felpa, la primera vez que conocí a Antonio López, idénticas a las que usaba mi padre.
Gato deambula entre las plantas de un pequeño jardín y dice miau. Estira la cola. Se encorva dejando entre el hueco de su patas la ausencia de su figura. Luego la recupera y veo que es un gato afable de color miel que ahora se pega a mis piernas y ronronea.
Pienso, mientras veo sus juegos, que la primera vez que fotografié a Antonio López, en su casa, estaba pintando una ventana: “Vistas a través de la ventana”. Y desde aquella pequeña ventana, de un baño alicatado de verde, no se veía aparentemente nada. De momento, sólo la ventana que parecía una ventana.
Pero ocurre… que cuando observas más allá, durante un tiempo, hay unas pequeñas líneas que reverberan formadas por diminutos puntos de luz que se transforman según caen las horas y los días: son los detalles. En un paisaje, los detalles, se dejan querer por las sombras, y se contonean al sol y se sirven del viento, o de la lluvia; para salir de donde estuvieron escondidos. Son también esas peculiaridades que en las personas domestican lo bello y lo feo.
Antonio pintó una vez un terreno baldío, a través de la ventana, aparentemente feo, y baldío, y lo contempló hasta que dejó de serlo. Lo hizo en silencio, mientras mezclaba pigmentos y trementina, cada tarde, cada día hasta que llegaba la noche. Es la contemplación.
En ocasiones la contemplación es esa perfidia a la belleza (que la merma) y que salda lo que debe la vida a algo, o a alguien, que ha salido aparentemente feo.
No es la primera vez que estoy en el estudio de Antonio y, hoy, hay cosas que recuerdo, de entonces, mientras lo contemplo.
No recuerdo el olor a óleo porque lo llevo en la piel y ahora no huele tanto; pero sí unas cortinas que separan el pasillo de una vieja cocina que ya se han vuelto ocres. A un lado y al otro, en las paredes y los rincones, mientras un pintor pinta crea a su vez pequeños universos. Es el encanto del desorden que por cada brochazo se extiende más allá del lienzo. Un periódico se ha vuelto amarillo y ha henchido sus hojas hasta hacer de ellas casi una escultura sobre la que se tumba sensual una pequeña muñeca Betty Boop.
Unas fotos tiran de las chinchetas para no ser planas buscando con sus extremos sueltos la carencia hacia el centro y el ansiado cilindro. Un cazo de porcelana con restos de cola de conejo (supongo) ofrece el desayuno a un niño del que sólo existe su cabeza de cera roja. Libros, recortes envejecidos, trozos de yeso…
Antonio ha envejecido. Y lo veo en la piel de su manos, que frota mientras busca palabras. En los párpados. En su nariz más prominente. En sus surcos. En el cuello que parece replegarse antes de los suspiros y los ojos entornados. Antonio ha envejecido pero sus cuadros no: Veo una pareja desnuda haciendo el amor en un lino apaisado. Eso viniendo de Antonio… Diría que está pintando “sexo duro”, y me sorprendo.
Pero toda esta contemplación ha sucedido después. Antes estaba yo con Gato y venía el pintor subiendo la cuesta. Dejando caer la vista hacia el suelo, como si le pesara, sacudiendo a la vez una mueca cansada y media sonrisa.
Sí, le veo venir desde la puerta del estudio, y el gato también. Cuando llega a mi altura se mete la mano en los bolsillos de un mandil negro salpicado de pintura, saca la llaves del estudio, se sonríe y me dice que el gato se llama Cascabel.
Tampoco era tan obvio.
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